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Dolia Estévez

18/08/2017 - 12:00 am

Entre la tragedia y la farsa

El mensaje de Lighthizer, un abogado proteccionista, tuvo el doble propósito de intimidar a sus contrapartes y ofrecer garantías a las hordas globalifóbicas que apoyan a Trump.

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Washington—Los pronunciamientos iniciales de la muy esperada renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), no dejan lugar a dudas que, en el mejor escenario, será un dialogo de sordos, y en el peor, un choque de trenes. Estados Unidos, Canadá y México llegan a las pláticas con visiones diametralmente opuestas sobre cómo modernizar el tratado que podrían resultar irreconciliables.

Durante el acto de lanzamiento de la primera ronda de platicas esta semana en Washington, los discursos contrastaron en forma y contenido. Mientras que los representantes de México y Canadá expresaron una disposición ingenua para trabajar «constructivamente», Robert Lighthizer, el representante comercial de la Casa Blanca, fue agresivo. La visión del Presidente Trump, «la cual comparto completamente», aseveró, es que el TLCAN «ha sido fundamentalmente un fracaso» para muchos estadounidenses. Estados Unidos no busca «simples ajustes» sino «mejoras de gran calado». Retórica más apta para sesiones cerradas que para el consumo de 200 reporteros internacionales.

El mensaje de Lighthizer, un abogado proteccionista, tuvo el doble propósito de intimidar a sus contrapartes y ofrecer garantías a las hordas globalifóbicas que apoyan a Trump.

Si la primera negociación del TLCAN, la cual cubrí muy de cerca como corresponsal de un diario que ya no existe, fue una tragedia, hoy la historia se repite como farsa. En la primera negociación, que arrancó en junio de 1991 en Montreal y concluyó en agosto de 1992 en Washington, los países se sentaron a la mesa voluntariamente y de buena fe. Eran adversarios no enemigos. Los negociadores abrazaban los mismos objetivos. Eran personas adultas, no veleidosas. Divergían profusamente, pero compartían el compromiso de aterrizar el tratado.

Estados Unidos y Canadá hicieron frente común contra México al que seguido achacaban la falta de consenso. Esta vez, los papeles se invirtieron. Canadá y México van juntos en la defensa del artículo 19 sobre resolución de controversias, que Trump quiere eliminar, y contra la descabellada idea de hacer cambios en las reglas de origen para la industria automotriz.

A diferencia de entonces, México y Canadá acuden a las negociaciones a regañadientes; a la defensiva; forzados por un Presidente estadounidense mercurial. Para Trump, México es una amenaza. Está empeñado en amurallar a su país para cerrar el paso a los indeseados. La renegociación le importa poco. Si por él fuera ya hubiera sacado a Estados Unidos del TLCAN, «el peor tratado comercial del mundo». Si se prestó a la farsa es por petición de su yerno Jared Kushner, cuate de Luis Videgaray, como revela la transcripción de su infame llamada telefónica con Enrique Peña Nieto.

En el horizonte de la renegociación se ciernen amenazas. Si México no hace «más justo» el TLCAN para los estadounidenses, lo tirará a la basura; si México no accede a reducir por la mitad el déficit comercial de 65 mil millones de dólares (10 por ciento del déficit total de Estados Unidos), lo tirará a la basura. La bronca es México, no Canadá. Trump tiene derecho de veto sobre los acuerdos técnicos que pudieran alcanzar los sesudos negociadores. En un desplante de prepotencia mañanero, de esos que lo acogen un día sí y el otro también, puede tronar el proceso con 140 caracteres.

En los noventa, hubo presiones pero no ultimátums. George Bush padre quería que Carlos Salinas de Gortari abriera el petróleo a la inversión extranjera. Salinas se opuso, no por patriota, que nunca ha sido, sino porque la izquierda nacionalista unida, que ya no existe, tenía poder político. Salinas no ganó la Presidencia sino Cuauhtémoc Cárdenas, hijo precisamente del héroe de la expropiación petrolera. El usurpador tenía las manos atadas.

En una reunión en San Diego, Bush preguntó a Salinas por qué no podía abrir el petróleo a la inversión extranjera. El embajador John Negroponte intercedió para explicarle que Salinas no sobreviviría políticamente si lo complacía con el petróleo. La Embajada sabía, aunque nunca lo reconoció, que Salinas no ganó.

Nadie imaginó que 25 años después otro Presidente cortado con la misma tijera haría realidad el sueño de Bush. La impopular reforma de Peña Nieto y Emilio Lozoya, mediante la cual entregaron los hidrocarburos al capital privado y extranjero, creo las condiciones para que el patrimonio petrolero, o lo que resta de éste, entre al regateo en la renegociación.

Según un borrador sobre los objetivos del gobierno de Peña, los negociadores mexicanos buscarán incorporar medidas que reflejen la «transformación del sector energético» norteamericano y garanticen el abasto de América del Norte. En los noventa, México no sólo rechazó la garantía de abasto a Estados Unidos, sino se opuso a la venta de gasolina por parte de firmas extranjeras y a los contratos de riesgo, concesiones todas que la reforma de Peña y Lozoya han perpetuado.

El clima que se vive hoy dista mucho del optimismo que rodeó la primera negociación. Entonces, había diferencias abismales pero no insuperables. Hubo momentos muy difíciles, pero el proceso no fue rehén de los caprichos de un autócrata que no tiene la menor idea de lo que significa ser Presidente del país más poderoso del mundo.

Twitter:
@DoliaEstevez

Dolia Estévez
Dolia Estévez es periodista independiente en Washington, D.C. Inició su trayectoria profesional como corresponsal del diario El Financiero, donde fue corresponsal en la capital estadounidense durante 16 años. Fue comentarista del noticiero Radio Monitor, colaboradora de la revista Poder y Negocios, columnista del El Semanario y corresponsal de Noticias MVS. Actualmente publica un blog en Forbes.com (inglés), y colabora con Forbes México y Proyecto Puente. Es autora de El Embajador (Planeta, 2013). Está acreditada como corresponsal ante el Capitolio y el Centro de Prensa Extranjera en Washington.
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