Diego Petersen Farah
07/07/2017 - 12:03 am
Gobierno, autogobierno, desgobierno
El motín en el penal de Acapulco, si bien no es el más grave en cuento al número de muertos (el de Topo Chico el año pasado dejó 49 presos fallecidos) sí es, con mucho, el más salvaje.
¿En qué momento se perdió la autoridad en Guerrero, Veracruz, Tamaulipas, Michoacán…? ¿En qué momento el Gobierno cedió el control de los penales? ¿Qué significa gobernabilidad cuando no se tiene la posibilidad de ejercer el poder en amplios territorios del país? Si algo hemos aprendido los mexicanos es que siempre se puede estar peor. Cada vez que creemos que ya tocamos fondo se abre un nuevo abismo, aparece un nuevo socavón, que nos sume más y más. Los gobiernos, cada día más obesos, ineficientes e ineficaces, han ido cediendo el ejercicio del poder en muchísimos espacios y territorios en todo el país, sean poderes fácticos, grupos criminales, empresas (principalmente las mineras), grupos de vecinos que toman la justicia por mano propia o asociaciones empresariales que crean guardias blancas sin que nadie le pida cuentas por ello. Lo terrible es que ya lo vemos como normal.
El motín en el penal de Acapulco, si bien no es el más grave en cuento al número de muertos (el de Topo Chico el año pasado dejó 49 presos fallecidos) sí es, con mucho, el más salvaje. Fueron 28 los muertos, seis de ellos brutalmente decapitados. Fue, como siempre, una lucha entre grupos antagónicos que controlan o de disputan el penal, y ese es justamente el problema.
Todas las cáceles del país están sobre pobladas. Despresurizarlas, como dicen elegantemente en el argot policiaco, no pasa por construir más complejos sino por tener claro quién debe estar en prisión y quién no. Mientras las cárceles estén llenas de personas primo delincuentes en espera de juicio, de pobres que no tiene oportunidad de defensa, de consumidores de marihuana condenados como si fueran narcos, los autogobiernos tendrán en ellos la carne de cañon y los ejércitos necesarios para el control.
Si pudimos resolver, con los famosos pactos, el problema económico de los años ochenta y noventa; si fuimos capaces de ponernos de acuerdo para hacer una transición democrática pacífica, la pregunta es por qué no hemos sido capaces de resolver el problema de la violencia y la inseguridad; por qué no vemos a los partidos y a los poderes sentados en una mesa permanente tomando decisiones. La respuesta, lo planteo a manera de hipótesis, está en que mientras los poderosos tienen realmente poco interés en meterse en el asunto, los ciudadanos hemos buscado resolver el problema de seguridad de manera personal. Seguimos pensado que ante la incapacidad del Estado para brindarnos seguridad cada uno de nosotros tiene que acudir a sus propias fuerzas y defenderse por sus propios medios. Cada uno de nosotros, de acuerdo con sus posibilidades, va cambiando chapas, poniendo rejas, modificando rutinas, cediendo territorios, blindando autos o contratando guaruras, cuando lo que deberíamos de hacer, todos juntos, es exigirle al Estado, que no claudique sus responsabilidades.
No es un problema del Presidente Peña (no son sus muertos, ni tampoco eran los de Calderón, aunque nos encante repetirlo como mantra barato), es de todo el Estado. No es un problema de autogobierno en las cárceles; es de desgobierno en todo el país.
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