Francisco Ortiz Pinchetti
14/04/2017 - 12:00 am
Sorpresas tuxpeñas
Allá a finales de los cincuentas y principios de los sesentas Tuxpan era uno de los únicos tres destinos que existían en la agenda vacacional de mi padre. Y el único de los tres al que no viajábamos en tren, sino en auto, tal vez un Plymouth verde o azul que aparece fugazmente en mis recuerdos.
Así que sin pensarlo mucho ya habíamos agarrado carretera rumbo a Pachuca para luego a la altura de las Pirámides tomar la desviación a Tulancingo hasta entroncar con la nueva autopista que según el gobierno permite llegar a la ciudad y puerto de Tuxpan, en el norte veracruzano, en menos de tres horas, contados claro está a partir de la salida de la capital por el rumbo de los Indios Verdes. Y si, nuestra primera sorpresa fue efectivamente cruzar el puente sobre el río Tuxpan luego de un trayecto de tres horas y media, a velocidad moderada, desde la colonia Del Valle.
Nuestra cuaresmeña escapada previa a los días intensos de la Semana Santa resultó un viaje lleno de sorpresas, casi todas ellas gratas. Después del afortunado trayecto durante el cual atravesamos una serie de túneles bien trazados y mejor iluminados que permiten el importante ahorro de tiempo de la nueva vía, encontramos un lugar muy peculiar que no es precisamente un destino de playa, como dice la gente del turismo, sino un destino de río, de los que hay muy pocos en el país… que a la vez tiene playas sumamente atractivas, diferentes, a menos de media hora del centro de la ciudad.
Debo confesar que Tuxpan me representa una serie de reminiscencias infantiles un tanto difusas pero bellas. Allá a finales de los cincuentas y principios de los sesentas Tuxpan era uno de los únicos tres destinos que existían en la agenda vacacional de mi padre. Y el único de los tres al que no viajábamos en tren, sino en auto, tal vez un Plymouth verde o azul que aparece fugazmente en mis recuerdos.
El viaje por una carretera angosta y llena de curvas ofrecía sin embargo atractivos que hoy se han perdido. A medida que se avanzaba por la sierra Norte de Puebla se sucedían poblaciones como Huachinango, Necaxa, Villa Juárez (hoy Xicotepec de Juárez) cuyos habitantes ofrecían a pie de carretera los productos de su región: frijol, café, plátano, naranjas, aguacates, mangos, lo que le daba al tortuoso trayecto una riqueza de colores, olores y sabores.
Pese a que en 1914 fue sede temporal de los poderes de Veracruz y tener ya una creciente importancia portuaria, Tuxpan era entonces prácticamente una aldea, a la que se tenía que llegar en lanchas de motor que atravesaban un río caudaloso y apacible. En caso de ir en automóvil, como era el nuestro, había que formar una larga fila para esperar turno en el embarcadero, de donde partía un viejo ferri o chalán o panga, que así se le decían a los trasbordadores de aquella época. De modo que la experiencia tuxpeña que me emocionaba tanto de niño empezaba precisamente con la maniobra de trepar el auto en la panga y luego emprender el lento trayecto hasta la ribera de enfrente.
Ahora me entero, por cierto, que originalmente el poblado, actualmente una ciudad de casi 200 mil habitantes, estaba en la margen derecha del río, pero debido a los frecuentes desbordamientos que lo inundaban durante la Colonia fue trasladado a la rivera izquierda, donde está tal vez desde finales del siglo XVII. Hoy, sin embargo, varias colonias, una parte de la ciudad de hecho, están del lado de enfrente.
Nos hospedábamos invariablemente en el hotel Los Mangos, a la orilla del río, un lugar típico y modesto, aunque emblemático de Tuxpan, hoy desaparecido. En su lugar fue construido un hotel Holiday Inn, pero sus dueños tuvieron la atinada ocurrencia de conservar un par de muros ruinosos del hotelito original, como valioso vestigio. Y ahí están.
Recuerdo la imagen de ese río ancho y manso por el que muy de mañana transitaban barcazas repletas de frutas –naranjas, sandías, papayas, melones, piñas– justo cuando se iniciaba el trajín de las lanchas de pasajeros que iban y venían de un lado a otro. Por la tarde, a punto ya del atardecer, abundaban los pescadores de anzuelo que lanzaban su cordel desde la orilla, a lo largo del malecón, a los que nos sumábamos mis hermanos y yo con la esperanza de pescar siquiera una mojarra… o un charal.
Pues he aquí que para mi sorpresa aquella escena permanecía prácticamente intacta, alterada desde luego por el puente inaugurado por Adolfo López Mateos en 1963 que hizo innecesarios los servicios de la panga. Bueno, tampoco vi ninguna barcaza colmada de frutas y sólo algún esforzado pescador vespertino.
Tampoco ocurrió el milagro de ese atardecer portentoso que ha dado fama a esta población, hoy convertida en puerto de altura, porque para nuestra desgracia las nubes concentradas hacia el poniente impidieron la visión de aquella esfera anaranjada gigantesca. Los tres días que pasamos en Tuxpan dedicamos las tardes al afán de encontrarnos con el señor Sol, que sólo el primer día nos dio un fugaz asomo de su grandeza antes de esconderse entre los nubarrones oscuros. Sin embargo, pasamos horas muy agradables mirando hasta el anochecer las aguas del río surcadas una y otra vez por las lanchas de pasajeros, que esas sí, no han desaparecido.
No obstante nuestros tres desencantos crepusculares, Tuxpan acabó por ganarnos. Rebeca, mi mujer, que no conocía este peculiar destino, me confesó entusiasmada haber sido gratamente sorprendida por mi elección. Su comentario me dio el tono para este relato que les comparto aquí. La verdad es que lo disfrutamos sin tenernos que esforzar en hacerlo. Las cosas simples. Nos hospedamos en un hotel bello e histórico, ubicado en el mero centro, el hotel Reforma, inaugurado en 1922 y mantenido a la fecha en magníficas condiciones.
Visitamos el Domingo de Ramos la Catedral dedicada a Nuestra Señora de la Asunción, construida hacia 1752 roca a roca, sin ninguna varilla o fierro en su estructura interna que la sostuviera, con su nave alargada y techada con tejas colocadas sobre un andamiaje interno de madera y su hermosísima torre campanario en la que un reloj marca “Olvera”, construido en Zacatlán, Puebla, marca las horas y los cuartos de hora con campanas y hace sonar un carrillón a las ocho de la mañana y al mediodía, cuando interpreta el Ave María.
Nos gustó el trato amable, suave de los tuxpeños y sobre todo sus sonrisas, lo que se agradece doblemente. No disfrutamos como hubiéramos querido de la fuente danzante de la Plaza Cívica por las parvadas de chamacos que se meten entre los chorros de agua hasta empaparse y deterioran la visión del espectáculo. Paseamos en lancha por el río hasta llegar casi a su desembocadura en el Golfo de México, distante 11 kilómetros de la ciudad, y recorrimos algunos de los abundantes manglares que enriquecen esa costa. Por supuesto, comimos bocoles rellenos y mariscos de todas clases y en todas las preparaciones.
Dejamos la playa para el final, lo que además de ser un error resultó en una nueva, la última sorpresa del viaje. Yo tenía buenos recuerdos –reiterados en un par de visitas posteriores, ya adulto–, de aquella franja anchísima sobre la que se sucedían como en escalera las olas del mar al reventar y la inmensidad de esa playa casi solitaria que, también ahora lo sé, tiene más de 40 kilómetros de largo…
Y nos encontramos de sopetón con un enjambre humano indescriptible, en el que miles y miles de bañistas se disputaban cada centímetro de arena, muchos con sombrillas multicolores, mientras familias enteras se refugiaban en palapas de techos de palma construidas en hileras interminables. De foto. Era ya Jueves Santo, ayer, y la impresión nos sacudió al grado de que en ese momento decidimos dar por terminada nuestra visita a la bella ciudad y puerto de Tuxpan. Y de plano huimos. Válgame.
Twitter: @fopinchetti
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