Roberto Fontanarrosa, al igual que el autor, fue un apasionado por el futbol, deporte sobre el que escribió innumerables cuentos, y fiel seguidor del Rosario Central, equipo de la primera división argentina. “Fue un humorista que ayudó a pensar en serio. Dibujó la series de Boogie el aceitoso y El renegau”, detalla el texto.
Ciudad de México, 31 de agosto (SinEmbargo).- ¿Cómo sería jugar un partido de futbol del que dependiera tu libertad? ¿Cómo sería disputar dicho encuentro teniendo en tu equipo a algunos de los escritores más reconocidos? Esta es la incógnita que Juan Villoro aborda en Yo soy Fontanorrosa.
El escritor y periodista mexicano cuenta, con su particular estilo, la ocasión en la que fue detenido por policías de Ciudad Moctezuma por orinar accidentalmente un busto del Benemérito de las Américas, Benito Juárez. Esa situación lo obligó a participar en un partido de futbol llanero en el equipo de los agentes que lo arrestaron.
¿Cómo es que Villoro juega junto a varios escritores? Sencillo, los agentes forman parte de un club de lectura y cada uno lleva en su camiseta el nombre del autor al que les tocó leer.
Juan entra al quite casi por obligación y para suplir a uno de los uniformados que no llegó al compromiso y quien llevaría el nombre de Roberto Fontanarrosa en la espalda.
Roberto Fontanarrosa, al igual que el escritor y cronista mexicano, fue un apasionado por el futbol, deporte sobre el que escribió innumerables cuentos, y fiel seguidor del Rosario Central, equipo de la primera división argentina. «Fue un humorista que ayudó a pensar en serio. Dibujó la series de Boogie el aceitoso y El renegau», detalla el texto.
A pesar de ser uno de los escritores mexicanos más reconocidos de la actualidad, Villoro deja en claro que sus dotes literarias no son igual de buenas, o por lo menos apreciadas por sus compañeros, quienes lo señalan por el mal paso del equipo y lo califican como “un bulto”.
Hay personas que nacen con ciertos tipos de talento, existen individuos que son excelentes practicando un deporte o pateando un balón, otros tantos, simplemente tienen dos pies izquierdos y por más que se esfuercen en tratar de generar una buen impresión simplemente terminan perjudicando a su equipo como en el caso de Villoro.
Pases erróneos, barridas tardías, una mala condición física, pésimo sentido de ubicación en el campo de juego y un autogol, son algunas de las dificultades que vive Villoro durante su valiente intervención en el encuentro.
AVANCE DE «YO SOY FONTANARROSA»
En exclusiva para los lectores de SinEmbargo, y por cortesía del FCE, a continuación presentamos un avance del estupendo texto de Juan Villoro.
-Te van a expulsar, pendejo -me dijo Kafka.
Yo llevaba años sin tocar un balón y de pronto enfrentaba el pésimo humor de Kafka y los consejos de Chéjov, que de nada servían.
Chéjov jugaba de medio escudo, no porque tuviera facultades, sino porque quería estar en el centro de la cancha, donde hay más gente para dar consejos. Desde el silbatazo inicial, gritó cosas apasionadas que nadie entendió. Como si hablara en ruso, el muy mamón. Por ahí del minuto 14 hubo una pausa (la pelota se fue a la cancha de al lado, donde un delantero anotó con ella un golazo inútil); mientras, Chéjov me recomendó marcar al extremo izquierdo a dos metros de distancia. Luego dijo:
-Te va a fundir.
Esto ya no era un consejo sino una negra hipótesis. No lo insulté porque yo no estaba en condiciones de discutir.
Jugábamos en un potrero con más hoyos que pasto, no lo digo para disculparme -todo mundo sabe que las condiciones del terreno afectan por igual a los dos equipos- ni porque tenga mucho toque, pero intenté pases finos, de corte europeo, que fueron desfigurados por un hueco. Era como patear pepinos.
Todos deslucían en ese campo, pero el pinche Kafka consideraba que yo jugaba peor. Cuando me preguntaron cuál era mi posición dije que lateral derecho. Siempre jugué de extremo derecho, pero he fumado demasiado y rebajé mi puesto.
Carezco de fuelle y el dribling es una habilidad proletaria que desconozco. Me faltan potencia y picardía. Mi estilo es europeo, pero del tipo portugués. Ni muchas carreras ni muchos desbordes. Pases elegantes, alguna que otra pared, un fútbol de clase que no siempre se aprecia.
Por desgracia, yo parecía un portugués en Angola. Todas las canchas populares de México están en África. Había que oír esos gritos y ver esa tierra agrietada: una contienda inter-tribus donde cada encontronazo hacía que una espiral de polvo subiera al cielo como una plegaria primitiva. ¡Y así querían que marcara al extremo izquierdo!
Cuando conocí al equipo, me impresionó el porte de uno de los centrales, Tolstoi. El tipo parecía La Guerra y la paz. A su lado estaba Ben Okri. Tenía facha de basquetbolista y terribles ojos color carbón.
No sé quién es Okri. Soy escritor pero leo poco porque no quiero influenciarme. Supongo que es un africano. En el fútbol está de moda tener africanos. Además, esa cancha era perfecta para un prófugo de los leones.
Al otro lado, de lateral izquierdo, se movía el inquieto Kawabata. Un zurdo natural que disparaba diagonales imprevistas. Tampoco he leído a Kawabata, pero vi una película supercachonda basada en un texto suyo.
Nuestro 10 era Cortázar. La verdad, era el único con idea de lo que hacía. Tocaba el balón como si hubiera nacido en Argentina. Un crack. Lo malo es que sus pases iban a dar a Joyce, un presuntuoso que se sentía hecho a mano. Cortázar le puso el balón en bandeja y Joyce disparó a las nubes, o al cielo gris donde debería haber nubes. Luego sonrió como si sus errores fueran geniales.
Aunque los demás también se equivocaban, desde el principio se ensañaron conmigo. Por ahí del minuto 28, el extremo izquierdo me rebasó con facilidad, siguió de largo y Tolstoi y Ben Okri le salieron al paso. Los centrales demostraron lo que puede la fuerza bruta ante un jugador habilidoso: lo hicieron sándwich. El árbitro decretó penalti.
Así nos metieron el primer gol. 28 minutos sin gol podía ser visto como una proeza para nuestro equipo, pero Hemingway, que sólo se animaba cuando había un conato de bronca, me vio con esos ojos que en las canchas reglamentarias significan: «nos vemos en los vestidores» y en las canchas donde no hay vestidores significan: «te voy a partir la madre», sin que haya que precisar el escenario.
En la siguiente oportunidad en que el extremo izquierdo se quiso lucir, traté de meterle una zancadilla pero me salió una patada. Vi la tarjeta amarilla. Entonces fue cuando Kafka me dijo que me iban a expulsar por pendejo.
Él era nuestro capitán. Siempre he respetado los códigos del fútbol, pero no me gustaba que un tipo con pelo de roedor (de hámster, para ser exacto) pusiera en entredicho su autoridad haciéndole caso a Chéjov, que me ordenaba como si fuera Johan Cruyff:
-¡Abre la cancha!
¿Sabía él que dos horas antes yo estaba fumando mi quinto cigarro del día? ¿Que la coca y el trago me ayudan a vivir, siempre y cuando eso no implique correr? ¿Que la barriga me pesa como si fuera de otra persona? ¿Que la última vez que visité a mi ex mujer el elevador estaba descompuesto, tuve que subir por la escalera y llegué arriba con una cara tan preocupante que ella se abstuvo de insultarme?
Obviamente no sabía nada. Él era Chéjov, instructor de inferiores. A su lado, Kafka parecía dispuesto a enviarme a una colonia penitenciaria.
Jugaba por mi libertad, como todos los hombres de palabra verdadera, según dice el Subcomandante Marcos. Pero yo enfrentaba un desafío superior: estaba arrestado en la cancha.
Nuestro equipo llevaba nombres de escritores en los dorsales. Eso era especial. Más especial era que mis diez compañeros trabajaban en la policía.
Alguna vez le dije a mi ex esposa (entonces mi novia) que el fútbol significaba un estado de ánimo. He llorado con los goles del Cruz Azul y mi única fractura se debió al fútbol (pateé el refrigerador cuando nos eliminó el Santos). Afición no me falta. Cada vez que atravieso un parque y veo niños jugando, anhelo que se les vaya la pelota para devolvérselas con un toque que considero maestro, aunque le pegue al carrito de algodones de azúcar.
Lo que me molesta es correr. El organismo se degrada con ese desgaste disfrazado de ejercicio. Correr envilece y correr en el trópico o a dos mil metros de altura envilece dos veces. Los mexicanos debemos caminar.
El problema, mi problema, es que ese partido podía ser mi salvación. El fútbol regresaba como el peor estado de ánimo: la angustia del hombre acorralado.
La mañana empezó mal. Abrí el periódico y vi el marcador del narcotráfico: cuatro ejecutados, dos en Zamora, mi ciudad natal, y dos en Guadalajara, donde estudié la universidad. Las ejecuciones se habían convertido en mi horóscopo. Si las víctimas caían en sitios que tenían que ver conmigo, el día era atroz.
A pesar de las señales en contra, salí a la calle, y no sólo eso: salí con el Mecate. Me pidió que lo acompañara a Ciudad Moctezuma a ver a un mecánico baratísimo.
El coche del Mecate revela que ya consultó a un mecánico baratísimo, pero necesitaba otro, a 15 kilómetros de donde estábamos, para cambiar el claxon que sonaba como si tuviera gripe.
Todo esto resulta indigno de figurar en una historia, pero cuando uno se siente en deuda hace cosas indignas de figurar en una historia. El Mecate enseña Educación Física en una secundaria donde las tres maestras de Español están enamoradas de él. Gracias a eso, recomiendan mis libros juveniles y una vez al año me invitan a un auditorio donde reúnen a mil lectores cautivos. Entonces siento un poder magnífico. Con el Mecate iría a la Patagonia.
Hicimos hora y media de camino. En el desayuno, yo había bebido una cafetera completa. Cuando pasamos junto a la Cabeza de Juárez, me estaba orinando. Apenas pude disfrutar la vista de ese horrendo monumento, el cráneo colosal del Benemérito de las Américas montado sobre un arco que lo hace ver aún más alucinatorio. Aunque no advertí toda la fealdad en su espectacular detalle, la imagen resultó profética.
Entramos a un inmenso conglomerado de casitas de dos pisos donde la planta baja es ocupada por un negocio y la azotea por perros, antenas y tinacos. Cuando llegamos al taller, me pellizcaba la mejilla para que el dolor me distrajera.
Minutos después oriné sobre un montón de piedras. El taller mecánico estaba junto a un sitio donde hacían lápidas para cementerios y figuras de yeso.
Un hombre desesperado puede orinar entre futuras tumbas. Un hombre muy desesperado puede orinar sobre una estatua de Benito Juárez. Fue lo que hice.
Me gusta contar el tiempo en las orinadas largas. Mi récord son dos minutos. Iba en el segundo 98 cuando alguien me tocó la espalda. Me volví y oriné los zapatos un policía.
-Mira nomás, pendejo -el policía señaló sus pies; luego señaló lo que yo había tomado por una piedra-. ¿Ya viste?
-¿Qué?
-¡Measte a Juárez!
Me acuclillé para ver la piedra y comprobé que, en efecto, se trataba de un busto en miniatura del Benemérito de las Américas. A su lado estaban Morelos con su pañuelo en la cabeza, Carranza con sus barbas, Allende con sus patillas. ¿Cómo no los había distinguido?
Cuando me incorporé, un pelotón rodeaba al policía. Me vieron como si mis orines hubieran apagado la flama del Soldado Desconocido.
Los policías estaban ahí para escoger una lápida en memoria de un compañero acribillado. La ocasión era solemne. Eso me lo dijeron después. En ese momento sólo criticaron lo que yo había hecho. Orinar una propiedad privada (ajena) es delito. Mancillar un símbolo patrio es un delito peor.
Los policías de Ciudad Moctezuma llevaban un uniforme algo distinto al de los del D. F. Pero eso los distinguía menos que otro detalle: eran juaristas convencidos. Mi suerte había sido pésima: la cabeza de Juárez es la que más se parece a una piedra redonda.
El celo histórico de los uniformados se confundía con el abuso de autoridad, pero un sexto sentido me indicó que decirlo podía ser nocivo para mi salud.
Me llevaron a la patrulla sin que pudiera despedirme del Mecate. En el camino a la delegación, politizaron mi arresto. Me recordaron que la izquierda mexicana es juarista y que Ciudad Moctezuma está regida por la izquierda. El gobierno federal no le perdonaba a Juárez haber separado la Iglesia del Estado, ni haber sido indio.
-La derecha es discriminatoria -dijo un policía.
-Yo no discrimino a nadie -me defendí.
-¡Te measte en Juárez!
-Fue un accidente.
-No hay accidentes, sólo hay consecuencias -contestó otro policía.
Pensé que era una cita. Luego me pareció discriminatorio suponer que si un policía dice algo raro es una cita. Guardé silencio para no parecer antijuarista.
No fuimos a la delegación porque hubo un 28 y un 04. Eso dijo el radio. La patrulla se desvió primero a una licorería que había sido asaltada y luego a una escuela donde encontraron una mochila con mariguana «que no era de nadie». Vi trabajar a los policías durante hora y media con dedicación. Esto resquebrajó algunos prejuicios que tengo sobre las fuerzas armadas.
La siguiente sorpresa vino cuando me preguntaron a qué me dedicaba.
-Soy escritor.
-¿Le gusta el fútbol? -preguntaron, como si hubiera relación entre las dos cosas.
-El fútbol es un estado de ánimo -dije, para demostrar que soy escritor.
La frase no les interesó. Uno de los policías me escrutó como si buscara mis obras completas en el nacimiento del pelo:
-A ver: ¿quién escribió La vorágine?
Estaba muy nervioso y aún no me acostumbraba a respetar a la policía. Cuando el uniformado dijo «La vorágine» pensé que, en su condición de iletrado, malpronunciaba un título francés, algo así como La vorange. Como no sé francés, no quise ser pedante ni arriesgarme en falso con un autor:
-No sé.
No creyeron que fuera escritor.
El operativo 28 y el 04 retrasaron a la patrulla en su principal meta del día: un partido en cancha grande.
No les daba tiempo de dejarme en una celda y tuve que acompañarlos.
En el trayecto sonó el radio:
-«Houston, tenemos un problema».
Luego siguió una conversación que la estática volvió incomprensible.
-Llevamos un elemento -el policía que iba al volante dijo en su radio.
Fuimos los últimos en llegar al campo. Los demás ya estaban vestidos, con camisetas a rayas azules y negras, como el Inter de Milán.
-Nos falta un jugador -me explicó el policía que me había arrestado.
Fue así como me entregaron la camiseta de Fontanarrosa.