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Alma Delia Murillo

31/08/2013 - 12:00 am

Correr apesta

Para Valeria, Constanza y Arturo; por la carrera de las risas. Cuando corremos, sudamos. Y cuando sudamos, apestamos. No hay glamour. Literalmente: correr apesta. El domingo pasado corrí la media maratón en la Ciudad de México: veintiún kilómetros en los que estrellé diez mil veces o más mis pies contra el asfalto de esta ciudad […]

Correrapesta
Fotografía: Alberto Alcocer / @beco / b3co.com.

Para Valeria, Constanza y Arturo; por la carrera de las risas.

Cuando corremos, sudamos. Y cuando sudamos, apestamos. No hay glamour. Literalmente: correr apesta.

El domingo pasado corrí la media maratón en la Ciudad de México: veintiún kilómetros en los que estrellé diez mil veces o más mis pies contra el asfalto de esta ciudad que amo de un modo desmedido. Diez mil veces o más deposité todo mi peso sobre las plantas de mis pies.

Y no perseguía al mamut ni al venado para alimentarme ni un lugar en el medallero ni tenía un objetivo de tiempos: corría tras mi calma. Nada más. Pero nada menos.

Yo corro para decapitarme. Corro porque soy ansiosa. Corro porque no me soporto.

Me llamó la atención la saña con la que, en las redes sociales,  los no corredores nos criticaron a los que sí corremos.

Muy lejos están mis motivos de los que nos acusan: que corremos por pose, por glamour o porque está de moda entre la clase media. También argumentaron que es nuestro escape de la midlife crisis, como le llaman los gringos que para toda etapa de la vida tienen una definición: ese momento decisivo entre los 35 y los 40 años.

Yo no corro para superarme a mí misma ni porque me sienta una ganadora, no lo hago en memoria de nadie ni por causa social alguna. No siento destellos en mi interior ni entro en comunión con la bondad divina cuando corro. No, todo lo contrario: muchas veces voy mentando madres.

Es más, detesto todos y cada uno de los lugares comunes con los que la mercadotecnia del fitness y la vida saludable suele motivar a los corredores: ánimo, tú puedes, hazlo por tu corazón, échale ganas.  Cada vez que oigo ese mantra vuelvo a preguntarme si las ganas se echan en polvo, en jarabe, en comprimidos o cómo carajos.

Yo corro para liberarme del peso de mi cabeza con sus mil pensamientos y temores. Corro porque corriendo me vuelvo tan animal como puedo. Y lo disfruto enormemente.

Corro con mil caballos de angustia, no de fuerza.

¿Qué harían ustedes si tuvieran una jauría de perros rabiosos y hambrientos a la que remolcar de por vida?, ¿no sería mejor domarlos, cansarlos, enseñarlos a avanzar con uno hacia donde uno quiere? ¿o dejarían que su jauría tirara de ustedes arrastrándoles hacia cualquier parte?

Empecé a correr con regularidad cuando tenía diecinueve años y recién había abandonado la casa de mi madre para buscarme la vida yo sola. Así fue como me volví una trotaparques y trotacalles de la Ciudad de México que es como mi segunda madre, mi entrañable útero de asfalto.

Desde entonces corro en solitario y porque el cuerpo me lo pide cuatro o cinco veces por semana. Desde aquellos años lo hago sin escuchar música, no tengo la súper lista de canciones levantamuertos pues los audífonos me hacen perder el equilibrio y además me gusta entregarme a los sonidos exteriores: las pisadas de los otros, los aviones que cruzan el cielo, mi respiración. Y sé que sonará a cliché o a plagio de Haruki Murakami pero corriendo también escribo; redacto párrafos enteros en mi cabeza o simplemente apunto ideas para un texto o el otro. Desde luego no es lo único que ocurre en mi discurso interno: también me entrego con lujuria a los pensamientos más cotidianos, intrascendentes y pendejos, tales como qué me voy a poner mañana, me lastima el zapato tipo tenis –o el tenichú como me enseñó a decir Arturo-, tengo que ir al súper o no traje papel para sonarme los mocos que se aflojan al correr.

Pero siempre llega el extraordinario momento en el que simplemente no estoy pensando nada. Libertad absoluta. Para mí es lo mejor de la carrera.

Llevo dieciséis años corriendo tras mí misma. Y he transitado por cinco casas, tres Universidades, tres amores, dos profesiones, una vocación y un único deseo: sentirme viva y en calma.

Yo como otros corredores soy esencialmente una sufridora. Sí, nos gusta sentir dolor porque el dolor mitiga la ansiedad.

Y por eso es que correr es un veneno. Se habita un estado de tranquilidad, euforia y agotamiento que es difícil de explicar si no se ha sentido. Es como escuchar a los que hablan del amor cuando no se está enamorado: provoca una flojera inmensa. Así que voy a parar con la descripción del estado de gracia del Nirvana Runner.

En cambio les propongo que hablemos de coger porque eso sí lo hemos hecho todos, o la mayoría, espero. Y eso – de algún modo retorcido, como todos mis modos- me lleva a pensar que si correr y correrse son adictivos, es por algo. Digo correrse en reflexivo, como dicen los españoles, haciendo referencia al orgasmo. Venirse o irse. En todos los casos el desplazamiento conlleva a placeres insustituibles, placeres que se alcanzan al ponerse en movimiento. ¿Coincidencia? No lo creo.

Yo corro por todos esos motivos.

¿Por qué corren los demás? No lo sé.

Pero sí sé que no es fácil, que después de cincuenta o cien kilómetros semanales al cuerpo le queda poca energía para vanagloriarse. Sé que se requiere mucha disciplina, esa carencia que punza como llaga supurante en el carácter colectivo de los mexicanos.

También sé que corremos porque somos humanos, porque para eso estamos hechos.

Evolucionamos por y para correr. No olviden, homo erectus, que un día nos pusimos de pie para poder correr tras  la presa hasta cansarla sin perderla de vista.

Y ya entrados en temas evolutivos les recordaré que esas hermosas redondeces llamadas nalgas no son más que el resultado de la afinación de nuestros músculos para sobrevivir. Sí señores y señoras, las nalgas están ahí para cumplir dos funciones vitales: provocar atracción sexual y correr. Incluso caminando subutilizamos ese grupo de músculos que es el más grande del cuerpo. Es decir que las nalgas son tan importantes en garantizar la permanencia de la especie que si seguimos culiatornillados a la silla podríamos perderlas y con ello perderlo todo. Y no me estoy poniendo dramática, sólo darwinista.

No olviden, homo sapiens, homo videns, homo Facebook y homo Twitter, que sobrevivimos porque corremos. No llegamos hasta aquí dando “like” ni “follow”. Llegamos hasta aquí moviendo las piernas, y desde luego, moviendo las nalgas.

@AlmaDeliaMC

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