Soñé con Marosa di Giorgio y es hermosa, aunque no la vi. Estaba bañada en luz. En el sueño alguien me decía que en la noche daban una obra de teatro a partir de “Mesa de esmeralda” de la Marosa. Yo preguntaba dónde darían la función y me decían que en el cine Lorca. Así que estaba en el cine: una sala sin gradas, todos los asientos a la misma altura y al final de ese espacio una pantalla para proyectar. Pero, ¿qué no era una obra de teatro? Y sí, se apagaban las luces y entre las butacas comenzaban a correr los actores, del techo caían, despacio, frutos luminosos. Al terminar la función escuchaba decir a una pareja de ancianos que Marosa estaba en el camarín, yo me exaltaba porque quería entrevistarla. Recuerdo que una vez leí que la poeta Uruguaya no daba muchas entrevistas y las que llegó a dar eran un delirio, pues siempre respondía cosas que al principio no tenían nada que ver con la pregunta. Le preguntaban si algunos de sus poemas venían de la primavera y ella respondía que “Para ir a la escuela nocturna era dificultoso. Pues, la escuela no estuvo dos días en el mismo sitio.” Así que en el sueño yo buscaba recorrer la sala para llegar hacia los camarines y encontrarme con ella, pero antes de llegar al final de la sala, las manos se me llenaban de liebres y de los brazos saltaban liebres y de un momento a otro el cine era una pileta de liebres entre las que me perdía.
Va entonces este texto para Marosa. Agosto es el mes en el que la poeta murió y este año se cumplen 11 de su muerte.
La obra de di Giorgio está plagada de pasajes oníricos que devoran la realidad para disfrazarla de otro tipo de fantasías. Sus poemas ofrecen al lector un océano de posibilidades que no terminan. La poeta crea lo inimaginable de un modo tan natural que uno queda convencido que el mundo del que habla es completamente cierto, y lo es. A través del lenguaje genera un cosmos, un canto de lo natural y lo místico. También, en sus poemas y en su prosa encontramos mundos neobarrocos apoyados en una mitología propia del estilo de Marosa.
Comparto un fragmento que tomé de Los papeles salvajes (Edición definitiva de la obra poética reunida). Publicado por Adriana Hidalgo Editora.
Fragmento de SEÑALES MÍAS.
Vine a la luz en este florido y espesante Salto del Uruguay, hace un siglo, o ayer mismo, o mismo ahora, porque a cada instante estoy naciendo. Era por junio y por domingo y a mitad del día. Imagino el rostro pálido de mi madre, y más allá a los campos con escarcha crecida –como mármol levísimo, lúcido, adecuado sólo para construir estatuas de ángeles- y con las telarañas cargadas de perlas, y las naranjas como bombas de oro, olvidado ya el azaharero origen. Y del campo hablo, porque a él partí, apenas vivido ocho días. La casa de mis abuelos era larga, oscura y baja, y su edad, de cien años, y apropiada sólo para que la morasen fantasmas, o algunas gentes extrañas y hermosísimas, o un animal blanco y poderosamente milagroso. En su torno todas las flores se ceñían y todas las bestias y las sombras todas y los destellos. Yo partí de ella sólo para ir a la escuela; pero, la escuela quedaba apenas mas allá y también bajo las flores; borroneó mi caligrafía primera el polvo amarillo de la garganta de las amapolas.
Los seres que vivieron conmigo aquellos años – digo abuelos, padres, tía, prima, hermana, algunos ya muertos, pero no muertos- se me mostraron siempre silenciosos e irisados. Me amaban entrañablemente y les amé – o les amo- con locura. Y recuerdo también a los animales que colaboraron con nuestras vidas, que abrían cerca de nosotros, sus caras santas, sus ojos bonísimos, y aunque de ellos no resten ni los huesos, segura soy de reencontrarlos alguna vez.
Por aquel entonces, Dios ya me quería, me amó siempre con voracidad.