Mientras para algunos aislarse es cuestión de dar un paso atrás, distanciarse del servicio doméstico y utilizar con más frecuencia los diferentes tipos de servicios a domicilio y sanidad privada, para miles de millones plantea dramáticos dilemas que crecen de forma exponencial.
Madrid, España, 31 de marzo (ElDiario.ES).- Primero fue la sugerencia y luego la orden: lavarse las manos y distanciarse. En esas dos acciones aparentemente sencillas quedó retratado el mundo actual, en el que millones de personas carecen de agua para lo primero y no tienen espacio para lo segundo. Después se nos conminó a encerrarnos, algo que tampoco todos pueden hacer. El COVID-19 (coronavirus) pone en evidencia la profunda desigualdad que existe en la sociedad global y dentro de los Estados.
Mientras la pandemia se extiende, los recursos de los sistemas sanitarios no son suficientes. Ningún país parece haberse preparado para que esto ocurriese, pese a los avisos de sectores científicos y económicos. Hace seis años el profesor Ian Goldin de la Universidad de Oxford predijo que la próxima crisis global sería provocada por una pandemia. Ahora el mundo enfrenta peligrosas paradojas.
Cuando diversos gobiernos pidieron a sus ciudadanos que mantuvieran la distancia entre sí, miles de presos hacinados en varias cárceles de Líbano, Colombia e Italia se amotinaron exigiendo su libertad. En muchos países las cárceles son peor que el infierno. Mientras que el estado le dice a la gente que se encierre entre cuatro paredes, los presos quieren salir a las calles por miedo al contagio.
La orden de lavarse las manos habrá generado incredulidad entre millones de personas que viven en villas miserias, chabolas, favelas y barrios periféricos de ciudades como Johannesburgo, Nairobi, México D F o San Pablo. Si algo falta ahí es infraestructura sanitaria y agua. En algunos casos, como en Suráfrica, el acceso a agua potable está privatizado. Se calcula que más de 1.000 millones de personas viven en estos cinturones de pobreza alrededor de grandes ciudades, el 80 por ciento de ellas en Asia y África Subsahariana. El agua es también crecientemente escasa, especialmente debido al cambio climático, en numerosos países de África Subsahariana y Oriente Medio.
Desde hace más de un siglo se sabe que limpieza y salud van juntas. Consecuentemente, pobreza y enfermedades van de la mano. Diversas investigaciones muestran las relaciones entre bajos ingresos y alta incidencia de diferentes tipos de enfermedades.
LA MIGRACIÓN NO TIENE BAJA
Hasta hace poco estas cosas (el ébola) pasaban en países lejanos o fueron sucesos (las pestes) del pasado. Pero al igual que el cambio climático, sus impactos se vuelven cada vez más cercanos: olas de calor en Europa, ciudades que cada año se hunden unos centímetros en Estados Unidos, incendios durante meses en Australia.
Sin embargo, en la última década, las duras realidades que afectan a otros se nos hicieron más cercanas debido a la migración. La pobreza y las guerras empujan a millones de personas a salir de Afganistán, Irak, Siria, Yemen, de América Central, Haití, Venezuela, Myanmar y diversos países africanos. Cierres de fronteras, muros, barreras electrónicas, devoluciones a los países de origen, presiones y pagos a terceros países para que no les dejen pasar no solucionan el problema de fondo.
Ni el Covid-19 ni el muro de Donald Trump van a detener a las personas que están en movimiento. Según Naciones Unidas, en 2019 emigraron en el mundo 272 millones de personas. En Libia, por ejemplo, hay miles de migrantes y solicitantes de asilo atrapados entre los grupos armados y en manos de traficantes que los explotan laboral y sexualmente antes de cruzar el Mediterráneo. ¿Habrán dejado los traficantes de trabajar estos días? ¿Mantendrán la distancia de seguridad con sus prisioneros?
Hace solo dos semanas las fuerzas de seguridad y los vecinos en la isla griega de Lesbos rechazaban la llegada de solicitantes de asilo y migrantes que provenían de Turquía. En los improvisados campos de refugiados para los que se han ido de Myanmar, Yemen, Siria, Afganistán o Venezuela viene ocurriendo lo que ahora vemos en los hospitales de Italia y España: gente enferma en los suelos de los hospitales sin que alcancen los medios para atenderles. Antes del coronavirus se sabe que en los campos de refugiados la mayor parte de las muertes se producen por carencias nutricionales, enfermedades diarreicas, sarampión, infecciones respiratorias y paludismo.
Las similitudes entre estos dos mundos serán todavía mayores cuando en el futuro inmediato la mayoría de los donantes recorten la ayuda al desarrollo y humanitaria con el fin de reorientar fondos a sus necesidades. De hecho, la ayuda humanitaria “proveniente de gobiernos e instituciones de la Unión Europea ha crecido gradualmente en los últimos cinco años, aunque el ritmo de crecimiento se ha reducido cada año, pasando de un aumento del 10% en 2015 a uno del 3 por ciento en 2018”. La Administración Trump, por su parte, propuso en febrero reducir la ayuda internacional al desarrollo, en particular los fondos orientados a refugiados y víctimas de conflictos, en un 22 por ciento.
LAS GUERRAS NO SE DETIENEN
El Secretario General de la ONU, Antonio Guterres, ha pedido, con buen sentido, que debido a la crisis del coronavirus se declare un alto el fuego en los alrededor de 30 conflictos armados que hay en curso. Es bastante difícil que esto ocurra. ¿Van, por ejemplo, las milicias, el Gobierno de Damasco, y las fuerzas de Rusia y Turquía a retirarse coordinadamente en el noroeste de Siria hasta que pase la crisis?
En muchas de las guerras actuales los intereses económicos prevalecen sobre los políticos. Cuando la vida vale poco, nadie va a parar por motivos humanitarios, ni siquiera para proteger su propia salud.
Hay más de veinte organizaciones criminales armadas que operan en Colombia, algunas de ellas con presencia en Venezuela y conexiones internacionales para traficar drogas, personas, armas, minerales, recursos naturales y especies animales. Nada de eso va a parar.
El crimen organizado coopta y coacciona a poblaciones para que trabajen en sus sistemas productivos ilícitos en ese país como, por ejemplo, en México o Afganistán. Quizá los abogados y políticos que colaboran con el crimen organizado puedan en estas semanas trabajar desde casa, pero los que tienen que cultivar, transportar y vender para alimentar a sus familias no tendrán baja laboral ni seguro de desempleo que los ampare.
Entre tanto, han empezado los saqueos a supermercados y camiones que transportan alimentos en países tan diferentes como Colombia, Islandia y Estados Unidos.
LA PRECARIEDAD COMO NORMA
El coronavirus es como gran apagón que ha atrapado a medio mundo metido en el ascensor de la desigualdad y la mitología de la globalización supuestamente beneficiosa para todos. Es cierto que el virus no respeta clases sociales y amenaza con colarse en las vías respiratorias del 9.5 por ciento de la población global que controla el 84 por ciento de la riqueza del mundo. Pero mientras para algunos aislarse es cuestión de dar un paso atrás, distanciarse del servicio doméstico y utilizar con más frecuencia los diferentes tipos de servicios a domicilio y sanidad privada, para miles de millones plantea dramáticos dilemas que crecen de forma exponencial.
Enfermarse es siempre complicado para mucha gente que vive de empleos precarios. El problema se agrava cuando la empresa cierra hasta no se sabe cuándo. La precariedad, explica la politóloga alemana Isabell Lorey, genera inseguridad social, y esta es la forma en que gobierna el neoliberalismo una vez que se deteriora o destruye el sistema de bienestar social.
Además, según la Organización Mundial del Trabajo, más del 60 por ciento de los trabajadores del planeta lo hacen de forma informal. Esto significa que 2 mil millones de personas, casi todos ellos en países del Sur (pero es una tendencia creciente en países del Norte), “carecen de protección social, derechos laborales y condiciones de trabajo decentes”.
Una serie de vendedores ambulantes mexicanos entrevistados por Televisión Española lo explicaban con resignación: “no podemos dejar de salir a trabajar, y Dios quiera que no nos enfermemos”. El subtexto de esa frase encomienda la vida a algo más allá de un sistema de salud inexistente para los pobres.
La gente que vive al día, que solo come y alimenta a su familia si vende o trafica algo, no puede guardar distancias de seguridad. Tampoco le sirve que le retrasen el pago de impuestos o de la hipoteca: no forman parte del sistema impositivo ni tienen capacidad de comprarse una vivienda. Lo único que quieren hacer es salir y trabajar.
Trabajar en la marginalidad puede tener significados extraños en estos días que se insiste en la limpieza: 15 millones de personas viven y trabajan en grandes depósitos de basura en Etiopía, India y Filipinas, entre otros países.
HACIA ADELANTE, VELOZMENTE
La movilidad tampoco es sencilla. Los pasajeros de los autobuses en Europa pueden ahora sentarse separados por uno o dos metros entre sí. En un vehículo particular sobrecargado de gente, como los matatus de Kenia o las busetas colombianas, las posibilidades de contagio son inmensas.
Mientras avanzamos a la era del automóvil sin conductor, alrededor del 47 por ciento de los ciudadanos en el mundo no tienen acceso a transporte público formal o informal. Esto no pasa solamente en países del Sur: en Estados Unidos el 45 por ciento de los ciudadanos no tiene acceso a transporte público. A la vez, el 20 por ciento de las familias que viven fuera de urbes en ese país no tienen medios para comprar un automóvil.
Desde los 80 la ideología predominante en la economía y la política propuso reducir el estado y el sistema de protección social, promover el sector privado y empujar a la gente a luchar por sus intereses individuales, alejándose de sindicatos y otras formas organizativas. El contrato social entre estado, sector privado y sociedad ha sido seriamente alterado. La economía financiera generó más beneficios que la productiva. Las diferencias salariales se ampliaron exponencialmente, y las formas sofisticadas de evasión de impuestos se han complementado con exenciones impositivas para grandes capitales.
La crisis financiera de 2008 llevó a fuertes recortes que el estado prestaba a los ciudadanos en salud, educación y otros servicios públicos, al igual que en investigación medioambiental, ciencia y tecnología. Fondos masivos se destinaron para salvar a los bancos y preservar el sistema financiero que había, en gran medida, generado la crisis. Las disminuciones en presupuestos sociales debilitaron los sistemas de salud y prevención en países como España, Italia, Grecia y Portugal.
Contar con sistemas de salud eficaces y universales es parte de una política preventiva que permitiría, cuando surge una crisis como la actual, tener más medios para enfrentarla. En cambio, en mayor o menor medida, casi todos los Estados del mundo han optado por promover que los ciudadanos contraten seguros privados de salud mientras se recorta la financiación a la salud pública. En 2019 Martin Rees, el ex director del Instituto de Astronomía de la Universidad de Oxford, escribió refiriéndose a posibles pandemias que pudiesen originarse en Asia: “Hay un fallo institucional al no planificar a largo plazo y a escala global”.
Desde 2008 la desigualdad ha continuado aumentando en el mundo. Cada vez menos acumulan y reproducen más su riqueza. Los más ricos y los círculos concéntricos de operadores que les sirven viven cada vez más alejados de la gente común. Aislados en sus barrios, en edificios que llegan al cielo, desplazándose sin dificultades entre sus casas situadas en diversos países, sueñan inclusive con lograr la inmortalidad, como describe Yuval Noah Harari en el libro Homo Deus.
El coronavirus debería servir para cambiar la racionalidad neoliberal, recuperar el contrato social entre estados del bienestar y la economía de mercado, y planificar previniendo para las próximas crisis. Cuando esto acabe, no deberían ser los mercados los que indicaran que la única manera de recuperarse de la recesión y las pérdidas será con políticas de austeridad, incluyendo recortes en los gastos sanitarios.