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Alma Delia Murillo

31/03/2012 - 12:02 am

Madre ejecutiva

Hoy llegué tarde otra vez. Odio las mañanas en esta maldita oficina. Odio esta maldita vida. Punto. Y no me jodan con que estoy decretando negativamente y que tendría que ser más positiva, eso es imposible en este contexto. No entiendo por qué regresé. Tengo que estar loca, es la única explicación posible, he perdido […]

Fotografía: Carlos Estrada (@cestrad5)

Hoy llegué tarde otra vez. Odio las mañanas en esta maldita oficina. Odio esta maldita vida. Punto. Y no me jodan con que estoy decretando negativamente y que tendría que ser más positiva, eso es imposible en este contexto.

No entiendo por qué regresé. Tengo que estar loca, es la única explicación posible, he perdido todo contacto con mi cordura. También podría explicármelo aceptando que soy una grandísima pendeja. Eso.

Mi bebé tiene apenas tres meses y yo estoy metida hasta la náusea en conflictos de oficina. Voy a renunciar, esta vez sí voy a cumplirlo, lo juro. Pero es que son diez años de respirar por este trabajo. ¡Diez años de mi vida!  Carajo.

Dice mi numeróloga que estoy deprimida, ya no voy a verla, tantita tristeza o enojo cotidianos y ya me quiere colgar la etiqueta de depresiva. No volveré a consultarla, que diagnostique depresiones en otro lado.

Y aquí ya nadie me respeta, desde que me fui de incapacidad por el embarazo, esa malagradecida usurpó mi lugar. Perra desleal, que se muera.

Primero le dieron la coordinación del área y a mí me endulzaron la cartera con el cuento de que yo sería directora y tendría mejores prestaciones. Y me la creí. ¿Cómo pude ser tan ciega? ¿Cómo no se me ocurrió que si me ausentaba nueve meses ella aprovecharía para desbancarme?

Tuve un embarazo de alto riesgo y desde el cuarto mes me prescribieron reposo absoluto. Al principio ella me consultaba, me mandaba correos o hacía llamadas pidiendo mi opinión; pero poco a poco me fue relegando y empezó a tomar decisiones sin mí.

¿Quién se cree que es? Si no sabe nada y lo poco que sabe se lo enseñé yo.

Cuando regresé a la oficina sucedió lo obvio: yo ya no tenía ni voz ni voto. Sigo sin tener voz ni voto.

Y hoy es un día horrible, veo mi bandeja de entrada llena de correos en los que parece que me copian por compasión o para que no me ofenda, hijos de puta.

Para coronar de mierda mi día olvidé las pastillas de sustitución hormonal que me recetaron para estabilizarme y poder amamantar a mi bebé.

No puedo irme porque quedé con la estúpida traidora de revisar un plan. Me pidió que nos reuniéramos a las seis de la tarde y lo hizo por joderme, ella sabe que necesito irme temprano, pero no quiero darle motivos para que pase por encima de mí.

Son más de las ocho de la noche, ya sólo quedamos ella y yo en el edificio, me acaba de marcar para decirme que en veinte minutos viene a mi oficina. La odio.

Me duele la cabeza, soy una idiota, ¿por qué olvidé tomarme las pastillas?

Estoy mareada.

Aquí viene.

– Perdóname que te haya hecho esperar, es que no sabes que día, apenas tuve tiempo de salir a comer. ¿Puedes abrir un correo que te mandé hace un minuto?

– Claro, siéntate.

– ¿Cómo está tu bebé? Tú te ves divina, ya estás bajando los kilos que subiste y estás menos hinchada de la cara.

– Perdón, me siento mal…

Sandra no puede respirar, necesita ayuda. Necesita que alguien llame una ambulancia. No puede pensar. Siente la lengua adormecida, tiembla. No sabe qué le pasa. Un ataque de pánico le muerde el alma. Siente que se está muriendo.

Su compañera no  se mueve. No comprende qué sucede.

Sandra, con mil demonios de adrenalina, toma la engrapadora de su escritorio y se tira a matar sobre ella. La golpea con la engrapadora en la cara hasta hundirle la nariz en el cráneo. No puede pensar, le falta el aire, todo se ve negro: le quitó su lugar, la sangre le salpica el cuello, le quitó diez años de su vida, la sangre escurre entre en sus senos, le está quitando tiempo para alimentar a su bebé, tiene que proteger a su cría, los ojos se han quedado fijos, no puede dejar de golpear, la muerte la mira de frente, llora, no puede parar. No puede.

Sólo una frase le taladra el alma y resuena en su pecho: perra desleal, querías matarme. Perra desleal. Yo soy primero.

 

@AlmitaDelia

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