Tengo un problema con escuchar sólo canciones: me dan solo un marco, no el paisaje entero. Es como si me regalaran un zapato izquierdo, un reloj sin minutero, una media para un único pie.
Por eso he vuelto al dicsman (ah, ya lo conté la semana pasada): para desplegarme por el universo acotado de un álbum sin tener la posibilidad de distraerme, de caer en la tentación de escuchar otras cosas mientras escucho esta.
Andamos por la vida opinando con un zapato izquierdo, sin tener todo el panorama para analizar, sin habernos dado el privilegio, la oportunidad, de concentrarnos con serenidad y mucha atención en aquello que queremos entender. No quiero que me pase eso también con la música.
No me asustan las nuevas tecnologías: las adoro, sobre todo porque nunca las usaré de excusa para mi patanería, para mi estupidez, para mi estrechez de miras.
¿Entonces? Que a la música hay que escucharla, no oírla. Que a la realidad hay que mirarla, no verla.
Leer: no ojear
Saborear: no tragar
Exhalar aire: no escupir
Expresar una opinión: no vomitar
Al exceso de ideas y de gritos: la sobriedad. Frente a los errores ajenos: el pudor, la humildad. Para la tormenta, silencio; para la sed, agua clara y verdadera y para el nuevo disco de Andrés Calamaro…eh, ¡ahí quería llegar!
En eso estábamos: en contener la música, abrazarla, para –que si es buena y se atreve- nos cambie la dirección del torrente sanguíneo, siguiendo el consejo de Roger Waters. Y mirar todo el mapa, no el puntito rojo en la pared.
Escucho a Calamaro desde mediados de los ’90. Tengo por ahí empezado un libro destinado a justipreciar su obra en lo que tiene como valor formativo de ideas y de posturas frente al mundo, aunque lo que más me interesa es esa visión feroz sobre la clase media argentina, un elemento que en su cancionero ayuda a entender de qué está hecha –y deshecha- la atildada identidad nacional (la mía).
El libro empieza con una crítica implacable al disco Alta Suciedad que firmé en mi juventud, cuando dirigía la revista de música La Contumancia. Fue un comentario corto y despreciativo, tan superficial que un colega llamado Carlos Polimeni –uno de los periodistas más importantes de mi país- me envió un correo instándome a repensar mi punto de vista.
En esa época presumía de escuchar sólo jazz y world music, era una insoportable aspirante a snob (ni siquiera snob consumada) y no entendía nada.
Ahora no es que entienda todo, pero no me jacto de no entender nada y cuando no entiendo nada trato de entender.
Como sea, fue México el que me abrió los ojos frente a la obra de mi compatriota. Hace ya 16 años, cuando llegué sola y triste a esta ciudad encendida, tratando de curar una honda pena de amor.
En mis paseos interminables por la Alameda, entendí al Salmón e hice mía su música y desde entonces compruebo su enorme estatura musical con cada disco.
A los 55 años de edad recién cumplidos, “Andrelo” todavía padece de esa compulsión irrefrenable que lo hace grabar y grabar discos, algunos como una gran pregunta y otros como nobles intentos de encontrar respuestas.
Romaphonic Sessions (Warner Music), con Calamaro en su rol de intérprete, acompañado por el piano inteligente y generoso de Germán Wiedemer (uno sabe, presiente y disfruta su pericia en el teclado, pero él se empeña en volar desde un punto fijo: acompañar al cantor, tratar de entenderlo, adivinar sus furias y pesares, traducirlo), es el tercer disco de Grabaciones encontradas, las rarezas del Salmón.
Sin embargo, el disco tiene voluntad de grandes ligas y merecería ser de esos –de Calamaro- que te llevas a la isla desierta.
El grado de interpretación que alcanza en la entonación de clásicos como el tango “Garúa” es sublime: suena casi tan buena como la clásica e imbatible del Polaco Roberto Goyeneche y es muestra de un artista en su punto de madurez justo, abriéndose en flor ante la desgarrada estampa pintada por el poeta Enrique Cadícamo.
Si en “Tu enfermedad”, uno de sus hits en los ’90, planteaba una pregunta, ya en el tercer milenio, una abigarrada versión del tema resuelve el enigma y le otorga una consistencia tal que parece recién hecho, con ese temblor, con esa morosidad, muy lejos de aquel single pegadizo que a tantos hizo bailar con alegría.
Calamaro dio a conocer Romaphonic Sessions por consejo de su amigo el cineasta Fernando Trueba. Se trata de ensayos para explorar repertorios con vistas a un concierto que el músico sudamericano le abriría a Bob Dylan.
Fueron dos días de trabajo junto a Germán Wiedemer y lo que se escucha ahí es primordial, absoluto: no requiere de nada ni de nadie más.
Escuchamos al Salmón reinventando sus propias canciones (“Paloma”, “Los aviones”), honrando las de autores que admira y respeta (Litto Nebbia, Leo Masliah) y atacando otra vez con su arte sustancial.
A contracorriente, como su costumbre. Para perdurar y ayudarnos a mirar el horizonte entero, no sólo el marco.