El joven apodado «El Operativo» narró que primero robó camionetas último modelo que les vendía a jefes del entonces cártel de La Empresa por 10 y 15 mil pesos. En el momento de auge llegó a entregarles tres camionetas por semana. «Con lo que ganaba con ellos ya no quería trabajar de albañil». El ex sicario vivió la lucha de poder interna que se desató en La Empresa, de la que surgieron La Familia Michoacana y Los Caballeros Templarios, así como la de las autodefensas en combate contra la violencia que desató el crimen organizado en el estado. Ante la nueva situación, el joven decidió fugarse del cártel no «por puto, [pues] la mayoría de los que conocía estaban muertos o los habían mandado años a mamar a la cárcel».
Por Eliana Gilet
Ciudad de México, 6 de agosto (SinEmbargo/VICE Media).- «En el pueblo sabíamos de la maña porque en ese tiempo se empezaba a extender La Familia Michoacana. Un puntero [halcón, informante] ganaba ocho mil pesos a la semana. Yo me acerqué por conocidos; empecé robando carros para ellos».
Tiene el semblante espigado, con la piel de la cara casi pegada a los huesos. Es flaco. Desde chico está acostumbrado a moverse y a resolverse solo. La primera vez que le tocó ver de frente al crimen organizado tenía 20 años, estaba «bien prendido en la droga» y robaba. Desde ese momento, para él se convirtieron en La empresa.
Primero robó camionetas último modelo que les vendía entre 10 y 15 mil pesos cada una. A veces había pedidos por marcas o modelos específicos, que los jefes le pedían. En el momento de auge llegó a entregarles tres camionetas por semana. «Con lo que ganaba con ellos ya no quería trabajar de albañil», cuenta. Durante los tres años siguiente fue un integrante operativo de La Familia Michoacana, La Empresa.
«Me levantó la misma Empresa y me dieron una verguiza que casi me meo encima. Me dieron unos cachazos y a puro «mazapán» me llevaron hasta el carro. Yo sólo me dedicaba a robar y fumar cristal, que ellos mismos quitaron de circulación. Sólo había piedra, mota y cocaína, pero yo tenía el conecte y podía conseguir».
A él, que era joven y tenía los estados alterados por los golpes y los químicos, la opción le pareció lógica. «Yo tartamudeaba. Ellos eran puro ex militar, puro güey gacho». No es novedad el vínculo entre los militares o ex militares con las organizaciones criminales presentes en México. Además de compartir integrantes, tienen la misma estructura vertical y replican el régimen castrense en su funcionamiento.
«Hay muchos jefes, pero los capos están escondidos. Le sigue el jefe regional, el de plaza, el de grupo y al final el sicario, el operativo. Es el que trabaja para la empresa y hace lo que le mandan, es el ejecutor, el encargado del trabajo sucio».
Él era uno de los operativos cuando llegó la alerta de que un auto con placas de Jalisco estaba entrando en el terreno que les correspondía vigilar.
«No fue un secuestro porque él apareció en nuestro territorio, aunque sí lo privamos de la libertad. Secuestro es cuando lo tienes identificado». El puntero o halcón que vigilaba transmitió la información y alertó al grupo que integraba el narrador de esta historia. Del operativo, que era su puesto, para abajo, está toda la cadena de transmisión de información desde la calle, o del único camino de entrada al pueblo en este caso. Comunica toda la información que le sea posible recabar a la distancia desde donde observa y lo que la luz del ambiente permita. De día se obtienen más detalles que en la noche por cuestiones obvias. Cuántas personas viajan, si están armadas y de dónde son las placas del carro, son parte de los datos importantes.
«Todo se maneja por códigos, que por lo general son números: uno para los guachos [soldados], otro para la Marina y otro para los contrarios».
Montaron un retén. No recuerda si el extranjero traía un gesto de sorpresa cuando tuvo que frenar ante las trocas que le cortaban el paso y los seis hombres armados a guerra que lo interceptaron.
«Entre que lo vieron entrar en la brecha de terracería y el punto donde nos pusimos hay tres horas de camino que nos pertenecía. No hay casas, era muy fácil verlo entrar».
En este caso no se temía la incursión de un grupo rival, por eso La Empresa envió a sólo un grupo operativo. «Para pelear nos uníamos, a veces, hasta seis camionetas con cuatro o cinco operativos cada una. Pero no es bueno que anden tantas juntas porque son muy visibles para los helicópteros de vigilancia».
Los operativos estaban entrenados para saber cómo actuar en cada situación. Un instructor militar los había preparado en el monte para desarmar y armar distintos tipos de armas de calibres grandes, que por ley son de uso exclusivo del Ejército. «Puro ex militar tuvimos como instructor, puro comandante y sargento daba el curso».
Del rifle a la granada, a las caminatas durante días por el monte, como si fuera la milicia. «Un policía común no llega a ese tipo de entrenamiento que teníamos, era paramilitar. Te enseñaban a no hablar y poder moverte con el tiro arriba, a no prender ni un cigarro en el monte para que no te vieran. Formas de caminar, de ver, de coordinar».
También estaban las armas: rifles Barrett calibre 50 «como los que le ves a los afganos, pesa 50 kilos y se sostiene con un tripié. Muy pocos de nosotros podemos sostenerlo, es pesado y cuando dispara te da un retroceso que no te imaginas». También tenían «cuerno de chivo», que son metrallas AK47 y fusiles M16, «con lanzapapas, lanza granadas». Las armas sí las recuerda, pero no a los que las empuñaban: «no recuerdo los nombres de mis amigos, nadie sabía el mío tampoco, sólo nos llamábamos por apodos».
«Nos habían dado un librito con reglas que nadie cumplía, entre las que estaba que no nos podíamos drogar. Eran para que la gente del lugar viera que no éramos personas malas, pero buenas. Si una persona necesitaba, se le daba, y eso hacía que en ese momento el mismo pueblo nos apoyara. Tampoco podían decir mucho cuando se le aparecía un grupo de güeyes armados que pedían que les abrieran la escuela para dormir».
Las preguntas básicas son tres y en el siguiente orden: ¿De dónde vienes? ¿Cómo te llamas? y ¿A qué vienes aquí? «Con esas preguntas aprendes a ver cómo la gente miente».
El extranjero estaba nervioso. A punta de pistola lo bajaron del auto, mientras los otros «aseguraban el perímetro», siguiendo el rol aprendido. Manos arriba, lo habían hecho acostarse boca abajo para interrogarlo. Venía del estado vecino, originalmente era europeo y estaba vendiendo motosierras y güiros para cortar pasto por pueblitos recónditos de Michoacán. La información se obtuvo a golpes.
«Nunca le crees a nadie, por desgracia», asegura.
Le quitaron los zapatos, lo maniataron y se quedaron esperando instrucciones. Contó que muchas veces le tajeaban las plantas de los pies a los detenidos para asegurarse de que no se escaparan corriendo por el campo, pero que en este caso no lo hicieron. Le revisaron el auto y confirmaron que sí traía las motosierras. Terminarían conviviendo durante un mes con ese extranjero con el que apenas podían comunicarse.
«No estaba amordazado, tenía la boca destapada para que pudiera hablar bien, pero en la maña entra puro paisa, el más preparado tenía la prepa trunca o ni a la secundaria había ido. Hay mucho analfabeto y más por eso lados, que la mayoría venía de las rancherías. Ninguno entendía mucho qué era lo que decía el extranjero con su español atravesado».
El comandante, jefe del grupo, se llevó al extranjero detenido con alguien más arriba. Pero esa parte de la historia nuestro narrador dice que ya no la supo. Pasó una semana y para cuando llegó la segunda, ya se llevaban al extranjero a las operaciones en campo. El resto del tiempo lo pasaban en el campamento del cerro.
«Siempre estábamos en el cerro, sólo bajábamos al pueblo cuando teníamos libre o a veces a las casas a bañarnos, pero en cualquier parte estabas pensando que te podía tocar una verguiza. Aprendimos que no había nada como el pinche cerro, aunque en el monte duermes con las botas puestas y siempre estás listo para salir corriendo. En los tres años más fuertes me aventé mil combates, pero también sabía cuándo estaba tranquilo. Vivíamos en una zona de guerra, en la que los puntos calientes iban cambiando».
Los enfrentamientos a tiros son de las cosas que recuerda con más intensidad, como el momento cumbre de la preparación a la que eran sometidos. Su arma era su principal compañía y responsabilidad; no podía abandonarla bajo ninguna circunstancia. En un momento, relata, cuando fue enviado a «apoyar» a otro grupo en Tamaulipas, los enfrentamientos sucedían hasta tres veces en un día: «contra la marina, contra los federales y contra los zetas«.
Trabajar para La empresa, dice, no es como trabajar en la ciudad. No había horario y sólo accedían a cuatro días libres en que podían bajar a los pueblos, luego de haber pasado entre 20 días y un mes de guardia permanente. «En el cerro te dormías cuando amanecía, perdías la noción del tiempo». Él aprovechaba esos cuatro días para gastarse en fiestas buena parte de los 30 mil pesos que cobraba mensualmente, o más, dependiendo de lo que hiciera. «Si decomisábamos una casa de los contrarios con una buena cantidad de dinero, arsenal y con drogas, el patrón te bonificaba. Sólo te daba dinero, no te daban drogas, pero conseguirlas nunca era un problema. Estaba prohibido, pero todos lo hacíamos».
Dice que había otras órdenes que sí cumplían. Ejecutar al detenido, quemar el cadáver y moler las cenizas para no dejar restos. «Cuando ya sabíamos que los íbamos a matar, yo ya no les pegaba, no les hacía nada. Les decía que se quedaran tranquilos y los invitaba a fumar un toque [de mariguana] conmigo».
El estado se puso caliente a los dos o tres días que tenían al extranjero secuestrado. Los halcones empezaron a avisar cómo se intensificó la presencia de agentes de la Marina y de inteligencia en distintos puntos de Michoacán. ¿Qué hacía un europeo vendiendo motosierras entre los caminitos de terracería del estado controlados por grupos armados? «Estaba en zona de guerra y era un desconocido. La gente de los lugares conoce los límites, pero él siempre se mantuvo en la misma historia».
Puede que haya sido una estrategia que lo hizo sobrevivir, pero el sicario y el secuestrado comenzaron a conversar.
«Siempre pensaba en que cuando me tocara morir quería que fuera en la rafaguiza de un enfrentamiento, que nunca me torturaran, por eso creo que no me gustaba hacerlo. Aunque si nos tocaba un federal sí me ensañaba, pero había muchos güeyes que les gustaba más pegar cuando tenían a alguien amarrado y sin defensa».
El «cabrón extranjero» hablaba periódicamente con los jefes también, fumaba mota con sus captores con quienes convivía sin descanso y hasta le enseñaron a usar sus armas, como si lo estuvieran preparando para trabajar con La empresa.
«Un día le entendí que pensaba que nosotros éramos como los islámicos, que éramos terroristas. Ni idea por qué duró tanto ese cabrón, pero llegó un momento en que ya no lo podíamos soltar por lo caliente que estaba el pedo. Pensé que si el gobierno lo buscaba era porque el cabrón era derecho. Nunca pedimos rescate, no lo queríamos para eso, pero tampoco pude saber qué hacía ese cabrón realmente ahí, cómo llegó y como un día ordenaron que lo dejáramos ir».
La instrucción fue que le consiguieran ropa, que se bañara y afeitara y que lo trasladaran con su auto, como si nada hubiera pasado, a una de las ciudades grandes del estado.
Al poco tiempo, La Empresa se dividió en otro cártel: el de Los Caballeros Templarios y la cimbró la lucha de poder interna que se le desató. En el medio, las autodefensas surgieron como un actor que planta pelea al crimen organizado en el estado.
Luis Hernández Navarro, periodista, explica en su libro Hermanos en armas. Policías comunitarias y autodefensas que el surgimiento de estos grupos de civiles armados que surgieron en un tercio del territorio mexicano fue una de las consecuencias desatada por la guerra contra el narco, lanzada por el entonces presidente Felipe Calderón. Al meterse a atacar un mundo que desconocía, trastocó un equilibrio precario de un negocio que atendía principalmente de rutas de traspaso y de coimas. La guerra de Calderón los llevó a ampliar el holding, a diversificarse.
A medida que empezó a golpear a ciertos cárteles, favorecía a otros que se hacían más potentes, o se dividían en grupos más pequeños. Al controlar un fragmento más chico del negocio, se extendieron sobre otros ámbitos: desde el tráfico de migrantes y el secuestro, hasta la extorsión, lisa y llana, de los mercados locales. Si no, pregúntenle a los tortilleros de Chilpancingo.
La guerra contra el narco le dio esa característica a las nuevas organizaciones criminales que no tenían los cárteles de antaño: hizo que avanzaran sobre la población utilizando el terror y la amenaza, buscando mantener las ganancias que perdieron en la puja del tráfico ilegal. Nadie sabe muy bien cuánto, pero se estima que el narcotráfico mueve unos 38 mil millones de dólares por año en México.
«Primero se decía que nuestros contras, el Cártel Jalisco Nueva Generación, había dado armas a las autodefensas para que nos chingaran. Un día pasaron con una camioneta con altavoces en que nos invitaban a unirnos a ellos. Avisaban que se iban a reunir a hablar de estos temas y de lo que estaba pasando, como si fuera un puto pueblo».
«El Operativo» no tomó la opción de plegarse a las autodefensas, pero tampoco optó por quedarse en la maña. «Que quede claro que yo no me salí por puto, la mayoría de los que conocía estaban muertos o los habían mandado años a mamar a la cárcel».
El día de su propia fuga se había tomado como seis rochas [pastillas] y se sentía Scarface. Había bajado a la cantina a ver a la banda y a convivir. «Habían empezado a caer los jefes, tocaron al viejo, vimos que todo empezaba a valer verga». Pensaba en los pocos que seguían vivos de los que había conocido en los años anteriores. Había bajas y nuevos a cada rato.
Salir de franco era un problema porque se perdían los reportes que en el cerro se recibían permanentemente desde la red que cosecha información para el narco. Ese día sí bajo y ya no volvió a subir. Se fue del pueblo y del estado, arrodillado en la parte delantera de una camioneta. El retén del Ejército que le tocó de salida del pueblito no lo reconoció. Era de mañana, había mucho tránsito y él no llevaba nada encima.
Cinco años más tarde sigue preocupado de que alguien pueda reconocerlo en las fotos que se toman para acompañar su relato en este artículo. Cuando las revisa, pide que la foto en la que aparece con un porro en las manos no se incluya, no porque se lo sugiera fumando mariguana, sino porque dice que lo que fuma se ve «bien pinche pobre». «¿Quién me va a creer hablando de kilotes y fumando esta pinche pobreza?».
No ha vuelto a usar un arma desde que salió huyendo. A pesar de haberse criado en esa zona, ya no puede volver. «Cuando desertas, si te vuelven a topar, es piso».
¿Volvería ahora a trabajar para el crimen organizado? «Si pudiera, volvería a mi pueblo como era antes, para sentir el olor a pólvora y el desmadre de las verguizas con los contras». El acceso a las drogas, la cocaína, dice, es lo que más extraña. Volvería a la vida a salto de mata en el monte porque ese tiempo también estuvo marcado por la opulencia y la dedicación total al combate.
Ahora trabaja donde puede y no rechaza lavar un carro por 40 varos cuando la situación apremia y el clima de la tarde se lo permite. Habla con la ansiedad de quien se sabe sobreviviente de una guerra. Llueve afuera. Todavía no cumple los 30 años.