A veces no todo es Netflix en la vida. Por eso cada tanto transito la red de YouTube donde puede encontrarse un material excelente, sobre todo en lo que a música se refiere.
Entiéndanme, no estoy haciendo una publicidad del poderoso canal de videos, sino pensando juntos en cuántas cosas hay en la red que bien valen la pena nuestro tiempo, nuestra atención máxima.
Vivimos en México, una nación que no se cansa de recibir a músicos de todas las latitudes del mundo. Hace poco entrevistaba al escritor Eloy Urroz, un melómano de hueso colorado, quien es fan entre otras bandas de Mumford and sons, la agrupación británica de folk rock que el pasado 8 de marzo se presentó en el Palacio de los Deportes.
Casi no existe artista internacional de moda que no haya pisado nuestro suelo, pero no nos engañemos: es sólo una parte de la gran cantidad de buena música que se hace en el mundo.
Con tristeza caigo a menudo en la cuenta de que hay artistas geniales, como los italianos, por ejemplo, a los que nunca veré en vivo salvo que las cifras del Melate alguna vez coincidan con la del papelito semanal en el que deposito sueños de riqueza (000,01 posibilidades en 32 millones, según anuncian los matemáticos, siempre tan exactos).
Y no me refiero a músicos de culto, de esos que siempre albergamos entre nuestras pasiones secretas y poco compartidas, digo el uruguayo Eduardo Mateo, creador del candombe beat, sólo por citar uno de tantos, sino de gente consagrada como Franco Battiato, Adriano Celentano, Paolo Conte…
¡Paolo Conte! Venerado y venerable, es el más francés de los cantautores italianos. Muy famoso en Europa, pero prácticamente un desconocido en México, nació el 6 de enero de 1937 en Asti.
A mediados de los ‘60 se dio a conocer como autor con canciones como “La coppia più bella del mondo” y “Azzurro” (cantadas por Adriano Celentano), “Insieme a te non ci sto più” (Caterina Caselli), “Tripoli ‘69” (Patty Pravo) y “Genova per noi” (Bruno Lauzi).
Debutó como pianista y cantante en 1974. Sus conciertos en Europa siempre están llenos.
Escucharlo es tomar contacto con una ironía melancólica que nos hace percibir emociones propias antes desconocidas.
Por no venir, nunca ha venido Leonard Cohen, me parece. Y Herbie Hancock vino sólo una vez.
Sería buenísimo que quienes amamos la música, no perdiéramos nunca la curiosidad que nos exhorta a descubrir –cada día, si es posible- un artista que está fuera de nuestro mercado, de honrar y honrarnos con su arte para crecer espiritualmente, disfrutar con alegría lo que puede hacer el ser humano en beneficio de los demás casi sin proponérselo y, sobre todo, para que no nos den las cosas tan digeridas, impuestas, obligatorias… ¿no?