Fue con Giros, el disco que en 2015 cumplió 30 años de vida, manteniéndose firme y valeroso hasta este siglo XXI desolado, donde suenan mejor que nunca temas como 11 y 6, Cable a tierra y Yo vengo a ofrecer mi corazón, entre otros, que el cantautor comenzó a ser llamado sencillamente Fito, sin el apellido, un artista consumado albergado como un familiar en el corazón de su pueblo.
El músico argentino celebra 30 años de un disco fundamental editado en los inicios de su carrera, evocando un sonido crudo y salvaje que precedió al éxito rotundo del álbum más vendido en la historia del rock sudamericano, El amor después del amor
Ciudad de México, 17 de junio (SinEmbargo).- En 1985, Rodolfo Páez tenía 23 años y ya era un músico conocido en su país de origen, Argentina, merced al disco Del 63, con el que se había convertido en un heredero directo de su padre musical, Charly García.
Compartía casa y amor con la cantante Fabiana Cantilo y hacía valer su rock entre trágico y sincero mediante canciones hondas, cada una de las cuales contaba una historia cotidiana y que él interpretaba con una voz raspada, sin virtuosismo, acompañada por la magra figura de un rosarino de ley, al que no le molestaba mostrarse desvalido a veces, rebelde y contestatario siempre.
Fue con Giros, el disco que en 2015 cumplió 30 años de vida, manteniéndose firme y valeroso hasta este siglo XXI desolado, donde suenan mejor que nunca temas como 11 y 6, Cable a tierra y Yo vengo a ofrecer mi corazón, entre otros, que el cantautor comenzó a ser llamado sencillamente Fito, sin el apellido, un artista consumado albergado como un familiar en el corazón de su pueblo.
Giros fue el sonido crudo, fueron las letras salvajes, de un artista que más tarde se convirtiera en un concepto cultural en sí mismo, gracias al éxito monumental del álbum más vendido en la historia del rock sudamericano, El amor después del amor.
“Existe un cielo y un estado de coma, estoy queriendo ser otro”, canta Páez en Giros, la canción que da nombre al disco y con la que inicia el concierto conmemorativo, cuya gira latinoamericana concluirá este 20 de junio en el Teatro Carlos Marx, de La Habana, Cuba.
En la víspera, un teatro abarrotado por un público de edades variadas lo recibió con los brazos abiertos y los oídos atentos para disfrutar de un show que fue de menor a mayor y mediante el cual el músico argentino se “versionó” a sí mismo, sin ninguna voluntad de nostalgia, más bien extrayendo de su pasado artístico las canciones que lo han traído entero hasta este lugar, a este tiempo.
“No sé si fueron las drogas o la inspiración, pero siempre suceden cosas que es necesario ponerlas en palabras”, fue la explicación que encontró para justificar semejante tsunami narrativo en un disco que compuso cuando se iba haciendo hombre y apenas había dejado su Rosario natal, para hacer carrera en una Buenos Aires que aprendió a verlo como en una postal esperanzada, componiendo parte del soundtrack de un país que se entregaba al sueño de una democracia incipiente, tratando de dejar atrás la cruenta noche de la dictadura militar.
Fito es eso: hijo del sueño de la democracia, un músico que contó historias que la gente ya sabía, pero que no sabía cómo expresar.
EL CONCIERTO EN EL METROPOLITAN
Taquicardia, Alguna vez voy a ser libre, 11 y 6, es decir, los temas de Giros, uno a uno, mostraron a un artista que está en su mejor forma y que eligió para su performance un quinteto formidable de músicos, entre los que sobresalió –no podía ser menos- el bajista Mariano Otero, un célebre jazzista argentino que sucumbió a la fiebre del rock en español y se dejó querer por las canciones monumentales del rosarino.
Yo vengo a ofrecer mi corazón, Narciso y Quasimodo, Cable a tierra, Decisiones apresuradas y D.L.G –acompañado por la mexicana Ximena Sariñana, que no aportó gran cosa en el escenario-, sonaron mejor que nunca en la voz de un artista que se pasaba del piano al micrófono central con dinamismo y tablas imbatibles.
“Qué sería de nuestra vida sin Charly?”, se preguntó luego de cantar un tema del prócer del rock argentino, para pasar a una sublime “Instantáneas”, homenajear también a Luis Alberto Spinetta y seguir con clásicos como Polaroid de locura ordinaria, Fue amor y la muy coreada por el público Dale alegría a mi corazón.
Con el virtuoso guitarrista Diego Olivero –que también funge como productor-, Juan Absatz en los teclados, Gastón Baremberg en la batería y Carlos Vandera en guitarra y coros, Páez fue construyendo un hilo de Ariadna hacia un laberinto donde las canciones eran como tangos, como zambas del folclore argentino, como evocaciones de tonadas rioplatenses: la geografía como instinto de conservación, como señal de identidad en medio de un canto desesperado.
Para los bises, El amor después del amor, Brillante sobre el mic, A rodar mi vida, una peculiar y divertida versión de Popotitos fueron dando una certeza irrefutable al público rendido a los pies de un artista extraordinario: A los 53 años de vida, después de una carrera con más de 30 discos, dos películas como director de cine, una novela que significó un auspicioso debut literario, Fito todavía puede cantar los temas de Fito. Y eso es mucho. Eso es todo.