Peniley Ramírez Fernández
15/06/2016 - 12:00 am
El anormal discurso del odio
El discurso del odio carece de toda normalidad civil. Sin embargo, alrededor del mundo se ha colado de la arenga pública a las conversaciones de café, cada vez sin mayor recato. La muerte de 49 jóvenes en Orlando es una herida abierta para toda una comunidad que ha librado durante décadas una lucha a sangre y muerte para defender sus derechos, pero también es una dolorosa muestra de cómo el discurso del odio es un cáncer en la médula de nuestras sociedades.
Alejandra tiene cuatro años. Le gustan las princesas, las papas fritas, el pastel. Cuando relata una historia, su cuerpo menudo se endereza ligeramente hacia su público, arquea los brazos para acentuar sus palabras y sonríe a la cámara, segura de sí misma. Como muchas niñas de su edad, ya insiste en escoger su ropa. Prefiere las faldas rosas. Uno de sus momentos favoritos del día es cuando come fruta y juega en el parque afuera de su escuela, al salir de clases. En apariencia, Alejandra es una niña normal. En el fondo también lo es, aunque el mundo donde crece aún se niegue a ver la normalidad de su vida.
Sus padres, Jaime Morales y Felipe Nájera, se sienten orgullosos de amarle. Las conversaciones que sostienen con sus amigos suelen reflejar las mismas inquietudes que padece cualquier pareja heterosexual cuando cría un hijo. Ellos también son normales, en el sentido más amoroso de la normalidad, aunque hagan cosas extraordinarias.
Una de ellas, exigir al presidente en su cara que aprobase urgentemente políticas públicas que protejan a la comunidad integrada por un número creciente de familias no tradicionales en México. “He pasado de ser estigmatizado y señalado por mi condición sexual, a haber formado una hermosa familia reconocida por el Estado con mi esposo Felipe Nájera y nuestra hija Alejandra”, leyó conmovido Morales, activista y productor de teatro, en la celebración por primera vez en Los Pinos del Día Nacional contra la Homofobia, en mayo pasado.
“En el transcurso de mi vida adulta, he pasado de encontrarme reclamando en las calles el reconocimiento del derecho a no ser violentado por mi condición homosexual, a estar hoy aquí, dirigiendo estas palabras al presidente de mi país”, espetó a Peña Nieto, con un nudo en la voz.
Un abrazo de una pareja homosexual, como los padres de Alejandra, fue el blanco de la ira de Omar Mateen, un chico nacido en 1986 en Queens, el suburbio neoyorkino a donde van a parar muchas de las mujeres mexicanas que quedan atrapadas en las redes de la explotación sexual binacional. Según dijo su padre a la cadena NBC, el enojo de Mateen por haber visto a dos hombres besarse y abrazarse en Miami delante de su hijo de tres años y su esposa unos meses atrás fue el detonante que culminó en la masacre de 49 jóvenes en el bar Pulse de Orlando el domingo pasado, con la reivindicación de la organización terrorista ISIS.
El discurso del odio se replicó rápidamente, paralelo al del horror. Mientras en México líderes de izquierda como Andrés Manuel López Obrador postergan la normalización legal de las familias no tradicionales, con el argumento de que la decisión debe tomarse bajo un consenso y no es algo “tan importante”, en Estados Unidos el virtual candidato republicano Donald Trump usó su discurso posterior a la peor matanza de civiles en su país después de los ataques del 11 de septiembre de 2001 para denostar a los inmigrantes, no para pronunciarse en temas mucho más claros y evidentes, como la vulnerabilidad de los civiles antes las leyes actuales sobre la venta de armas, especialmente de las minorías, una de ellas la comunidad LGBT.
El discurso del odio carece de toda normalidad civil. Sin embargo, alrededor del mundo se ha colado de la arenga pública a las conversaciones de café, cada vez sin mayor recato. La muerte de 49 jóvenes en Orlando es una herida abierta para toda una comunidad que ha librado durante décadas una lucha a sangre y muerte para defender sus derechos, pero también es una dolorosa muestra de cómo el discurso del odio es un cáncer en la médula de nuestras sociedades.
Por eso no resultan extrañas las semejanzas entre los diálogos que Adolfo Hitler protagonizó en el libro Ha Vuelto, publicado en 2011 y que se ha convertido en un récord de ventas en Alemania, con el discurso del precandidato republicano Donald Trump después de la masacre.
Al igual que el Hitler recreado por el periodista alemán Timur Vermes en su libro, Trump no tuvo un momento para hablar a las víctimas del bar Pulse. Estaba más ocupado en reafirmar que ahora no solo debían expulsarse a los migrantes de países que considera como fomentadores del terrorismo, sino incluso a los ciudadanos estadounidenses que hayan nacido de padres procedentes de dichos países. “Que regresen al hogar de sus padres”, dice el actor que representa a Hitler en la versión fílmica del libro.
Debemos hacer a Alemania grandiosa de nuevo. Esta frase, traducción literal del lema de campaña de Trump hacia la candidatura republicana, es igualmente una calca de uno de los diálogos en voz del Hitler creado por Vermes, una sátira que ha conmocionado al continente europeo, donde las expresiones de odio radical son cada vez más comunes.
La violencia que genera el discurso del odio, en mayor medida si proviene de un líder de opinión, es madera seca en las manos de un pirómano. Los efectos de este discurso en un alma atribulada, violenta e inestable, como han descrito sus familiares a Omar Mateen, debe ser considerado como un riesgo real e inminente, no solo en la sociedad de Estados Unidos, sino también en la nuestra, en la cual la niñez feliz que vive Alejandra puede ser considerada para muchos no solo anormal, sino una herejía, la concreción de una blasfemia.
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