Jorge Alberto Gudiño Hernández
27/02/2016 - 12:02 am
Influenza
Primero fue mi hermano, hace unas tres semanas. Tras pasar un par de días con lo que creyó una gripa intensa, fue a hacerse el estudio. El diagnóstico fue contundente: influenza.
Primero fue mi hermano, hace unas tres semanas. Tras pasar un par de días con lo que creyó una gripa intensa, fue a hacerse el estudio. El diagnóstico fue contundente: influenza. Fue con el doctor, obtuvo su receta, compró el Tamiflu y se alivió pronto. También tuvo cinco días de incapacidad. Venían en una receta alterna del doctor. Bastó con ella para sus jefes. No tenía sentido mandarlo al Seguro Social. De hecho, resultaba contraproducente: le quitaría el turno a alguien que lo necesitaba, podría contagiar a muchas personas e, incluso, existiría la posibilidad de contagiarse de algo más.
Luego llegó el Papa. A quienes gustan de las teorías de la conspiración aseguraron que se había hecho el intento por ocultar lo que, a todas luces, era una epidemia. Tal vez fuera cierto. A mí me gustan dichas teorías porque son divertidas. Sobre todo, las más disparatadas. Cada tanto me pregunto cómo es posible que alguien pueda sostenerlas. Cuando lo hago en público me tildan de ingenuo y ya está. A veces también intentan convencerme pero no me presto: la diversión no da para tanto.
Mi madre trabaja en una escuela. Desde la semana pasada me ha dicho que muchas de sus alumnas están enfermas. Supuse, en su momento, que si esto era verdad pasaría poco tiempo antes de que ella se enfermara. Por fortuna eso no ha sucedido.
Ayer diagnosticaron a mi esposa. Fue al examen de laboratorio. Me mandó una foto con el resultado mientras subía a ver a su doctor. Era contundente: Influenza Tipo A. Vaya uno a saber de qué cepa. La receta traía varios medicamentos. Incluía, por supuesto, al Tamiflu. También le dieron la adjunta que le otorgaba cinco días de incapacidad. En su trabajo no han sido tan comprensivos, quieren la incapacidad del IMSS. Todo apunta a que le van a descontar estos días en que, pese a su encierro, ha seguido trabajando.
No es sencillo conseguir el Tamiflu. Por razones que no se alcanzan a explicar bien, no hay en ninguna farmacia. Miento, en alguna ha de haber. De hecho, existe un teléfono que informa en qué lugares hay dependiendo de la zona donde uno se encuentre. Sí hay, en cambio, en los hospitales del sector público. Mi suegro consiguió la medicina tras formarse un rato, no demasiado.
Para quienes gustan de las teorías de la conspiración, ésta ya se hizo bolas. Si no hubiera Tamiflu en los hospitales públicos y sí en los privados y las farmacias, bien podríamos quejarnos de la inequidad, injusticia y el seguro aumento de precios debido a la especulación. “¿Acaso sólo los ricos tienen derecho a curarse?”, sería el grito de guerra. Es al revés y me sorprende. Mucho, a decir verdad. Tal vez mi suegro haya tardado más en hacerse del Tamiflu que si lo hubiera hecho en la farmacia pero no fue significativo. Además, no tuvo que pagar por un medicamento que es caro. Así que el balance no es del todo negativo.
Escribo esto mientras mi mujer está encerrada en mi estudio. Lleva ahí un día entero y le restan cuatro. Guardamos la esperanza de que no estemos contagiados los niños y yo. A ellos les aplicaron sus vacunas al inicio de la temporada invernal. Yo tengo demasiado trabajo como para enfermarme. Ojalá estos dos argumentos basten.
Mientras tanto, ideemos nuevas conspiraciones. Eso sí, si requieren Tamiflu, no pierdan tiempo en farmacias (aunque ya se puede llamar a todas ellas), vayan mejor a un hospital público. Seguro encuentran.
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