Tomás Calvillo Unna
30/12/2015 - 12:01 am
No se termina el 2015, sino el siglo XX
Es cierto que el año dos mil marcó el inicio del siglo XXI, pero los cortes históricos no suelen ser tan rígidos como el calendario. Es hasta este 2015 que se nota con claridad que los grandes paradigmas que dominaron el imaginario durante el siglo XX se desmoronan.
Es cierto que el año dos mil marcó el inicio del siglo XXI, pero los cortes históricos no suelen ser tan rígidos como el calendario. Es hasta este 2015 que se nota con claridad que los grandes paradigmas que dominaron el imaginario durante el siglo XX se desmoronan.
La idea del progreso casi lineal y adherido a una continuidad permanente de la búsqueda febril por el crecimiento económico, se enfrenta al abismo de una realidad trágica expresada no sólo en las desigualdades profundas, sino también en los límites de todo orden marcados por el cambio climático que afecta a la humanidad entera, poniendo en riesgo su misma sobrevivencia.
El principio del fin de un modelo de industrialización sostenido en el petróleo y sus derivados se vuelve un tema impostergable y de retos sociales sin precedente, así como la amenaza del retorno de las centrales nucleares multiplicadas velozmente en las costas de China, y en otros países sin que termine aún de desaparecer el eco doloroso de Chernobyl.
El triunfo del capitalismo como la expresión de una explosiva sociedad de consumo, subyugada al uso masivo de la tecnología de la comunicación, que trastoca la mayor parte de las relaciones sociales, privadas y públicas, y que representa la conquista del mercado sobre el territorio de la mente al multiplicar los deseos y lograr el milagro del reparto de millones de productos, para alimentar el insaciable impulso de tener más de lo que sea y a la hora que sea, ha provocado un congestionamiento material y emocional que degrada la percepción misma de la realidad cotidiana. Participamos en una enajenación de objetos que ocupan el imaginario y que discriminan el propio sentido de la vida por sí misma. El ruido de la producción, particularmente en las urbes, atosiga y oscurece el valor de lo que es, como tal, sin etiqueta, ni precio.
Lo que tenemos es el exceso como marca de origen de una cultura del vértigo, que acapara la misma creación e imaginación de millones de ciudadanos que comparten el idéntico idioma de los gadgets.
La carencia de una reflexión colectiva sobre esos procesos que cortan de tajo los eslabones de la memoria histórica al alterar con su velocidad, multiplicidad y desplazamiento los contenidos mismos y sentido de las herencias generacionales; la desarticulación de las dimensiones de espacio y tiempo con la desaparición del lugar, como construcción de identidad, y su transferencia a las experiencias virtuales y comunidades cibernéticas dominadas por el instante; condiciones inseparables de la expansión de todo tipo de drogas para abaratar y facilitar la adaptación a ese cambio cada vez más inmediato que produce fuertes tensiones acompañadas de angustia, nihilismo y violencia; son algunos de los temas que se acumulan y no encuentran el espacio y tiempo necesario para ponderarse mínimamente.
El orden internacional derivado de un balance entre el llamado mundo socialista y el capitalismo, sostenido en el nombrado equilibrio del terror, se ha hecho añicos, en un contexto aún indefinido de nuevos equilibrios frágiles en determinar aún su territorialidad, y esperando encontrar los balances indispensables para garantizar una paz global que no dependa estrictamente del control policiaco de la sociedad plural y compleja de este siglo; control derivado de la misma tecnología de la información y comunicación que se convierte en el Big Brother de poderes híbridos, edificados entre corporativos, estados y militares que determinan la suerte de la ciencia y la tecnología como instrumentos hegemónicos de un autoridad sin rostro visible.
El mejor ejemplo del resquebrajamiento del orden internacional heredado de la segunda mitad del siglo XX y cada día más inoperante es el núcleo del poder de decisión de las Naciones Unidas, el cada vez más menospreciado Consejo de Seguridad. Todavía en el año 2000, funcionó como un foro de discusión ante la decisión de los Estados Unidos de liderar una coalición de fuerzas para invadir Irak. No obstante hoy ante la guerra civil en Siria, ya nadie se toma la molestia de pasar por esa aduana política de las potencias que fue dicho Consejo. Los Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Rusia, bombardean con insistencia un país destruido: Siria.
Son estos algunos ejemplos del dislocamiento de paradigmas provenientes del siglo XX del cual México no es ajeno, particularmente en el tema de la democracia, una realidad política tan anhelada y convertida en modelo mundial de organización para las sociedades contemporáneas. Democracia que de pronto adquiere el rostro evasivo de una quimera desorientada por el poder del dinero que predetermina su suerte junto con la desestructuración de los aparatos de los estados nacionales. Desmantelamiento de burocracias y servicios en aras de una privatización que no logra sustituir las responsabilidades fundamentales sociales y de seguridad del propio estado.
Y en esos huecos de todo cambio, el empoderamiento no es de los ciudadanos como debería corresponder a las democracias en ciernes, sino de las organizaciones criminales que participan del mercado libre desde una ilegalidad tejida en la dinámica de legalidad democrática que heredó viejas asociaciones, pactos y tradiciones administrativas del régimen autoritario; deformando el rostro de la esperanza para millones que creímos en esa alternativa política, la menos mala de las posibles como se ha repetido hasta el cansancio.
Lo sucedido en México advierte de la debilidad estructural que afecta por igual a partidos políticos y ciudadanos atrapados en un nudo histórico, que tendrá que superarse ya no a través de procesos electorales que impiden a los ciudadanos organizarse de forma independiente y discutir los temas fundamentales como violencia impunidad y pobreza que cercan a millones de familias. La lógica electoral enajena esa libertad y obliga a involucrarse con la competencia que reafirma los territorios del crimen.
Basta con preguntarles a los cuatro dirigentes principales Manlio Fabio Beltrones, Ricardo Anaya, Agustín Basave y Andrés Manuel López Obrador si han revisado con lupa las filas de sus partidos donde las redes del crimen se mueven con libertad e incluso llegan a gobernar regiones del país. Ejemplos recientes y dolorosos son sólo una muestra penosa de esa condición.
En política deberían de recordar aquel texto de Benito Juárez: Castigos ejemplares (Manifiesto justificativo de los castigos nacionales en Querétaro) no como pena capital sino como contundencia de justicia para reordenar el camino de la República. No obstante aunque tuvieran voluntad de hacerlo, por diferentes razones les sería inviable, estamos atrapados en un engranaje que sólo puede vencerse enfocando tareas previas y articuladas, donde se sumen todos en bien de los fundamentos de la propia nación.
En ese sentido los tiempos electorales que se repiten una y otra vez tendrían que dejar paso a un levantamiento constitucional que replantee en forma pacífica pero decidida el camino del país en el siglo XXI, entendiendo los nuevos paradigmas y desafíos los cuales debemos asumir como destino y no como una tragedia más de la inercia histórica.
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