“¿Quieres que te cuente mi secreto?”, pregunta la voz de un niño en el inicio de la canción “Secreto a voces”, que Alejandro Filio interpreta acompañado en su disco homónimo de 2001 (por cierto, muy buen trabajo del entrañable cantautor mexicano) con el cubano Silvio Rodríguez.
A lo largo de la historia de las artes, el secreto ha constituido materia inasible y esencial de múltiples obras.
En la novela negra, el secreto es la materia prima. Alguien debe descubrir algo que sabe otro y el otro es generalmente el asesino, el culpable.
Guardar un secreto es a menudo andar con mochilas por la vida. Tanto así que si pudiéramos elegir saber algo que luego no podemos transmitir, siempre preferimos ignorar.
En el maravilloso libro Escritura y secreto, la teórica de la literatura Luisa Valenzuela afirma sin ambages que no existe la literatura sin secreto.
“El secreto, como el mal según decía Jean Baudrillard, permea todas las cosas”, afirma la también escritora sudamericana, quien dio una conferencia sobre el tema en la Cátedra Alfonso Reyes, del TEC de Monterrey.
Valenzuela describe el secreto como elemento del proceso creativo en la escritura. La autora distingue entre el secreto social (revelable) y el secreto existencial (no revelado).
Sin embargo, pocas veces la enunciación del secreto ha servido para interpelar un problema que podríamos definir como central en la cultura occidental contemporánea: la búsqueda de la intimidad, la manifestación de la misma, la imposibilidad de su materia.
Y eso lo hace Jonathan Franzen en su reciente y aclamada monumental novela Pureza (Salamandra), donde el secreto y la intimidad pueden considerarse los dos personajes protagónicos, ubicuos, secretos e íntimos ya que estamos, de una narrativa de la soledad y el desamparo del hombre moderno.
Es decir, el secreto como base de la propia identidad, que le sirve además al afamado autor de Las correcciones y Libertad para poner en jaque el auge de las redes sociales, demonizar casi a los cerebritos de Silicon Valley y de paso sin querer queriendo levantar una lanza a favor de la labor periodística real, más allá de Internet.
Es conmovedor el planteo de Franzen, nacido en Chicago hace 56 años, cuando equipara el secreto como el fluido principal del amor. Es decir, nos enamoramos para tener la posibilidad de compartir con alguien nuestros secretos y con ello acceder a una intimidad extraordinaria, la única que puede proporcionar el sentimiento amoroso.
Aun así, nunca contamos todos nuestros secretos, ni siquiera a la persona amada, porque si lo hiciéramos, nos entregaríamos de una manera tal que el propio yo se vería diluido, desaparecería. Y ahí esta el peligro de las redes sociales, que según el escritor ponen en duda la propia noción de humanidad. Si el ser humano se convierte en avatar de sí mismo, si todos sabemos todo de todos, ¿dónde queda la intimidad?, ¿dónde habita el yo?
Hay una explicación hermosa de esta teoría en la boca de Leila, una periodista cincuentona y uno piensa que por párrafos como estos Franzen se ha ganado el puesto de privilegio que ocupa en la narrativa contemporánea.
“Está el imperativo de guardar secretos y el imperativo de divulgarlos. ¿Cómo sabes que eres una persona distinta de las otras personas? Guardándote algunas cosas para ti. Te las quedas dentro porque, en caso contrario, no habría ninguna diferencia entre el interior y el exterior. Los secretos son nuestra manera de saber que tenemos un interior (las negritas son mías). Un exhibicionista radical es alguien que ha falsificado su identidad. Pero la identidad en el vacío también carece de sentido. Antes o después, nuestro interior necesita un testigo. Si no, nadie es más que una vaca, un gato, una piedra, un objeto en el mundo, atrapado en su condición de objeto. Para tener una identidad, necesitamos creer que existen otras identidades por igual. Necesitamos cercanía con otras personas. ¿Y cómo se construye la cercanía? Compartiendo secretos.”, afirma Franzen.
Y nos deja musitando… en secreto.