Antonio María Calera-Grobet
27/12/2015 - 12:00 am
El epicentro de los sabores: un mercado en el Centro Histórico
Su sede actual, un edificio horizontal de bodegas a la que se mudó obligadamente por un incendio, fue propiedad del industrial Ernesto Pugibet, y albergó su compañía cigarrera, “El Buen Tono”, como se conoce popularmente al parque local.
Apersónese en el Centro Histórico. Caminé con rumbo a la estación San Juan de Letrán del Metro o intente dar con la gigantesca antena de Telmex. A la altura de las calles de Peredo, Vizcaínas o Meave, entre José María Marroquí y Luis Moya. Ahí se encuentra la calle de Pugibet y, sobre esa calle, el famoso mercado de San Juan, el mejor mercado del mundo.
Una vez en la puerta tome un respiro. Descanse. Mientras podemos ir hacia atrás. Aunque fundado oficialmente el 26 de octubre de 1955 (en los tiempos de Ernesto P. Uruchurtu), el nacimiento del mercado se registra en la época prehispánica. Sabemos con cierta seguridad que se estableció libremente en el espacio que alberga ahora la Plaza de San Juan (al parecer sobrevivió a otros tianguis como el de Tlatelolco porque su abasto regular de agua impidió a los españoles usar el argumento de la insalubridad para clausurarlo), y que no fue sino hasta el Porfiriato que se construyó el inmueble que lo albergó hasta mediados del siglo veinte.
Su sede actual, un edificio horizontal de bodegas a la que se mudó obligadamente por un incendio, fue propiedad del industrial Ernesto Pugibet, y albergó su compañía cigarrera, “El Buen Tono”, como se conoce popularmente al parque local.
Le pido este momento de pausa no para darle hambre sino porque resulta mínimamente necesario para el acercamiento a tal fenómeno cultural. En principio por ejemplo, hay que reconocer que la idea de perfilar al mercado de San Juan desde sus tiempos modernos –el tiempo, digamos, de su redescubrimiento por el mundo del los chefs y el mundo restaurantero desde los años noventa a la fecha–, sería por demás una tentativa reduccionista. Es decir: San Juan no es una moda ni sólo es un oasis para el abasto de productos finos o caros porque estos lujos sofisticados, muchos de importación claro (que permiten a los creadores gastronómicos y sus firmas toda la potencia de una creación cosmopolita), pueden conseguirse en algunas tiendas departamentales o abarrotes delicatessen de la ciudad. Y tal vez más finos y más caros.
Ahora bien, adentrarse al Mercado de San Juan con la mirada del marchante indianista (ese sueño en donde nadie habla español, todos somos hermosos y fuertes, portamos taparrabos, comemos huauzontles y tepezcuintles), resulta de igual modo inefectiva, de cineasta trasnochado. Ninguno de estos extremos ayudan a distinguir el todo de San Juan. Mucho menos las esparcidas sugerencias de intervenir a San Juan con la mente del “marchante-cazador de safaris”, el lugar de lo exótico (¡Vamos en Jeep por cocodrilo, león, zorrillo, chango!), o bien como el escenario para la cura milagrosa (toda la fiesta del reino vegetal a favor del cuerpo apesadumbrado). Para ello sería mejor (usted de seguro pensará lo mismo, querido amigo) dirigirse al Zoológico de Chapultepec o al Mercado de Sonora.
Por cierto que San Juan ni es el mercado más viejo en su sede (lo es el mercado Abelardo Rodríguez) y tampoco el más grande, que es la Mereced con su zona para Dulces (Mercado Ampudia), su gran zona de antojitos y su área de comida preparada. ¿Entonces, me preguntará usted con todo derecho, qué es lo que en mi opinión crea la poesía del Mercado de San Juan? Pues la respuesta es sencilla y rápida. El Mercado de San Juan es el mejor porque no puede haber otro igual en el mundo, es único en su tipo, un afortunado accidente de esta tierra e irrepetible.
Porque si bien es verdad que en otros lugares del país uno halle lo que ahí se vende, la cosa no se da al revés: muchos productos que hay en el Mercado de San Juan son inconseguibles. En la Boquería de Barcelona, el Mercado de San Miguel en Madrid o el Billingsgate de Londres no hay Jumiles o Chinicuiles, Escamoles o Gusanos de Maguey. No hay Chapulínes, ni Caracoles ni Ranas, ni Renacuajos (atepocates) o Hueva de Mosco (ahuautle). Ahora bien, ya listo, pase usted y véalo con sus propios ojos. Maravíllese de lo que hay ahí como le sucedió hace más de cien años a Jacques Paire, un cocinero francés: “Después de visitarlo pensé que nunca terminaría de descubrir alimentos mexicanos originales.” “Seguía sorprendiéndome la enorme variedad de comestibles vernáculos que observé a lo largo de los pasillos.” “Cada área constituía por sí misma un bello y variado espectáculo».
Aquí sí que hay eso que llamamos, queremos, adoramos y se llama Caviar y Angulas Españolas, y Cigalas y Langostinos de Dinamarca, Cangrejos de Alaska, Centollos, Abulones, Cangrejos de América del Sur, Vieiras, Ostras y Almejas de Inglaterra, Mejillones de Nueva Zelanda, Esmedregales, Jureles de África, Lenguados, Rapes, Dorados, Huachinangos, Robalos, Tiburones, Tenazas de Cangrejo Moro, Atunes y Salmones, Anguilas, Rayas, Percebes, Jibias, Zamburiñas y demás frutos del mar.
Armadillo, Iguana, Zorrillo, Venado, Conejo, Lechón, Cabrito, Carnero, Jabalí, Avestruz, Búfalo, Cocodrilo de La Florida, Pato, Faisán, Codorniz, Gallina de Guinea, León, Cocodrilo y mucho más. ¿De nuestra herencia ibérica? ¡Nada que no haya en un Museo del Jamón! Las Morcillas, Chistorras, Butifarras Catalanas, los Jamones Serranos y de Bellota, los de Jabugo.
El Fuet, el Lomo Embuchado, los Solomillos, la Sobrasada, los Patés, sin dejar detrás a los quesos: italianos, franceses, holandeses, argentinos, curados ahumados, especiados de diferente manera. Y por cierto que del mundo del oriente, el de las especies (uno se siente como en el souk de Marrakech), o el mundo verde de las huertas, ni se diga que también hay: Pimienta Roja, Blanca, Negra, Verde; Vainas de Vainilla, Estragón, Romero, Comino, Tomillo, Albahaca, Hoja Santa.
También hay Jengibre, Hoja de Crisantemo, Chícharo Chino, Frijol de Soya, Rábano Blanco, Pimienta China, Tofu, Vinagre de Arroz, Aceite de Ajonjolí, Fideo transparente, Algas, Acelgas, Lirio, Tomatillo, Pepino Europeo, Ejote Francés, Echalotes, Zanahoria y Elote bebé, Endivias, Repollos, Lechugas Coreanas e Italianas, Radiquios, Yuca, Malanga y Ñame, para sentirse en Cuba, Ajos, Cebollas, Chilacayotes, Azafrán de raíz, Naranja Agria, Hinojo, Puerro, Ayocote, Quimbombó (se me van olvidando, disculpe usted), Plátano Verde, Jitomate Cherry, Arúgula, Ciruelas, Hongos, Mangos, Papayas, Carambolos, Piñas, Sandías, Limas, Frambuesas, Melones, Kiwis, Arándanos, Lichis, Maracuyás y tantos y tantos más que seguramente no conocemos.
Parece mentira. Comestibles de todos los lados del mundo comprados por todos los comelones habidos y por haber: chefs empresarios, chefs primerizos, cocineros vernáculos, turistas extranjeros o nacionales, viajeros en fin de la misma ciudad (“Comer es viajar con la lengua”, decía Xavier Villaurrutia), filósofos personalísimos del sabor (todos en una trabazón mandibular, con la hiel rota), o muy bien informados o seguros de su capacidad cósmica para el disfrute. Porque ampliando la respuesta, el Mercado de San Juan reclama su autenticidad desde su gente. Y eso lo supo Paire, que escribió al final de su texto sobre nuestro mercado: “Todo aquello me pareció sumamente exótico, aunque detrás de esa impresión la vista de alimentos tan diferentes permitía atisbar una realidad profunda y vibrante, más allá de lo que había percibido hasta entonces».
Por ejemplo, no hay vendedor sin pasión ahí, que no bien informe al cliente sobre lo que compra: de donde viene, qué hacer con él y cómo, el porqué de su precio, ciertamente elevado desde siempre. Y eso, tal ética y tal estética de comunicación sentimental, no es una virtud que pulule, ya no digamos en los mercados, sino en la vida misma. Que lo disfrute. Usted y el mercado lo merecen
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