Las voces desde Tacuarentown

13/12/2015 - 12:00 am

 “Voy a recordar con alegría a mis muertos queridos
y a vivir como si fuera inmortal hasta que se demuestre lo contrario”

- Andrés Calamaro (Argentina, 1961)

Imagine Foto Archivo
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En diciembre de 1980, quizás tenías 20 años o 15 o 12, la edad no fue importante ese día, que era ocho y en la periferia de tu mundo había sol, era la mañana y miraste a la gente que pasaba por la calle con tu cara pálida, tus ojos abiertos como lunas y la lengua dura, enmudecida, perfecta pincelada del horror.

Fue el momento en que naciste como un ser adulto para entender –de forma aplastante- que vivir iba a ser eso: la percepción de la muerte como un modo innominado de hacerse cargo de la existencia, con pocas fuerzas casi, pero con mucha parsimonia, tal vez con un sentido claro de la eternidad.

El asesinato de John Lennon fue para nosotros, los nacidos en los ’60, la manera más brutal de hacernos hombres –pienso en el chiste de mi tío Miguel: ¡Está hombre la María!-, aun cuando esa entrada al mundo real se diera en la flor de la adolescencia o en esa duermevela espantosa llamada pre-pubertad.

Siempre he pensado que los que hoy portamos cuarenta tacos o un poquito más somos letrados en fallecimientos. Aprendimos a disfrutar de la vida degustando el sabor de lo perdido, añorando tiempos  y personas que no estuvieron nunca a nuestro alcance.

Esclava de la música como soy y tiendo a pensar que es la mayoría de mis congéneres, Los Beatles se constituyeron en la base mítica de nuestra melomanía sin que pudiéramos ni siquiera soñar con asistir a un concierto del tan mentado cuarteto de Liverpool.

Sin embargo, ser adolescente y determinar cuánto de tu corazón era de John y qué parte menos comprometedora aunque igual de cálida le dedicabas a Paul, resultó un asunto trascendente y determinante para nuestra formación moral y estética.

Escapar del perro negro o disolverse en los brazos de una ballena imaginaria al compás de “Moby Dick”, representaba ingresar a al universo-Led Zeppelin cuando ya Robert Plant comenzaba a estar cansado de la banda y la muerte anunciada de John Bonham –por cierto, en 1980- nos hiciera caer de bruces y renunciar para siempre al sueño  perfecto de mecerse física y sensualmente en las cuerdas sangrantes de Jimmy Page o en la rotundidad elástica del bajo de John Paul Jones.

Hijos del mito, supongo, somos. Para refrendar ese status ahí está la película La canción es la misma que íbamos a ver en horarios trasnochados una y otra vez a un cine de la calle Corrientes con el afán de revivir una energía que jamás íbamos a disfrutar en directo, pero que sin duda determinaría con un vértigo que aún perdura la dirección de nuestro torrente sanguíneo.

Charly García, quien nació pocos años después que nuestros padres y se erigió en la figura paternal por antonomasia para los que crecimos abrigados por sus letras formidables, cantaba aquello de “¿Qué se puede hacer, salvo ver películas?”.

Haber nacido en los ‘60 –que no es lo mismo que haber nacido en los ‘70, lo digo sin sentido perogrullesco-, cuando el flower power explotaba agazapado entre la Guerra de Vietnam, la píldora anticonceptiva y la minifalda, nos aportó un gen inusitado que nos confinó a esa rara especie humana de espectadores natos.

Muchas veces, la vida fue para nosotros como una gran película o una fantasmagórica y monumental obra de teatro, desde cuyos fondos y entresijos bebían miel y reían burlonas las apariciones de un ayer que heredamos con la irrefutable obligación de actualizarlo y traerlo a la luz, día a día, minuto a minuto, suspiro a suspiro.

Roger Waters construyó una pared para que la destruyéramos sin preocuparnos por sus encarnizadas peleas con David Gilmoure, cuando ya Syd Barrett estaba irremediablemente loco y no se nos estaba dado asistir a un concierto de Pink Floyd en su esplendor.

Y la vida fue eso: tratar de llegar al otro lado del muro, intentar el contacto con seres de otras esferas, escuchando melodías de un pasado con vocación de futuro; en el medio, este interregno que aprendimos a recorrer con pasos de inmortales.

La culpa la tiene Julio Cortázar y ese saxofonista yonqui que decía “esto lo estoy tocando mañana”. Y luego perdía el saxo en el Metro.

La responsabilidad es de esos hippies que nos procrearon para luego morirse –jóvenes- de un pasón y ahí te quedas.

Hijos del mito y del legado, desperdigando flores en un cementerio de vivos y resucitados, llegando al mundo con una mochila pesada, la espalda vencida y las manos llenas de ansiedad.

Dice Andrés Calamaro que habitamos en un pueblo llamado Tacuarentown, la aldea donde Bob Marley se lastimó el dedo gordo en un partido de fútbol, el patio delantero donde Janis Joplin dio un grito estruendoso antes de perecer con las rodillas dobladas, el extraño sitio donde Jimmi Hendrix aprendió a tocar la guitarra con los dientes y Pete Townshend escribió una ópera para que se eternizara en la garganta de Roger Daltrey.

Mi Tacuarentown transcurre en esas horas morosas y sin prisa, cuando el atardecer se junta con el atardecer, el sol se confunde con la luna y el dedo índice entra como guante en el hoyo del vinilo negro que ahora suena, dejándome sin palabras, otra vez.

En el tocadiscos portátil avanza como superhéroe de Marvel la música de Red, constituyéndome en súbdita del Rey Carmesí, tan plebeya que era hasta la llegada del Rey Lagarto, cuando la música se volvió monárquica e imprescindible.

Si miro por la ventana, en el horizonte las nubes cobran forma de martillo y despierto de un mazazo a un estado de las cosas que se mueven sin rumbo ni orden alguno, como si desde el Más Acá, Lewis Carroll y su gato de Cheshire convulsionaran el aire verde donde los dinosaurios tienden a desaparecer.

Hijos del mito, del legado y de los santos inocentes que se fueron antes de tiempo sin llevarse su sombra ni sus huellas digitales.

El cuerpo marcado por muchos cuerpos, tengo…tenemos. Aquellos moretones que horadaron el miocardio y nos hicieron nacer con disritmia, poca cosa fueron frente a los boquetes que en el centro mismo del cuore enclavaron las Fuerzas del Mal en nuestra juventud. Los hermanos mayores desaparecían, los tíos desaparecían, los profesores desaparecían…y también desaparecían los dinosaurios.

Será por eso que los nacidos en los ’60 nos malportamos siempre jóvenes -otra que Mick Jagger- y al estilo de Benjamin Button envejecemos para atrás, con el firme deseo de morir como bebés en los brazos de un tiempo al que creíamos haber llegado tarde, cuando ya no pasaba nada.

Será por eso que somos hombres y mujeres de la edad mediana en tiempos en que existen curas para muchos males médicos y los 50 son los antiguos 30, porque a qué vale vivir sin sentirnos inmortales, hasta que se demuestre lo contrario.

(Texto publicado en el libro Lo escrito mañana, coordinado por Sandra Lorenzano para la editorial Axial)

Mónica Maristain
Es editora, periodista y escritora. Nació en Argentina y desde el 2000 reside en México. Ha escrito para distintos medios nacionales e internacionales, entre ellos la revista Playboy, de la que fue editora en jefe para Latinoamérica. Actualmente es editora de Cultura y Espectáculos en SinEmbargo.mx. Tiene 12 libros publicados.
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