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Antonio María Calera-Grobet

13/11/2015 - 12:00 am

Somos lo que comemos, comemos como somos

 A Luis Alcocer Grobet, que trabaja en un restaurante. Resulta una obviedad pensar que uno desarrolla todos los planos de su vida como sólo uno podría hacerlo. Es decir: que uno piensa como es, uno ama como es, uno sueña las cosas que sólo uno ha venido añorando desde que es humano sobre la tierra. […]

 A Luis Alcocer Grobet, que trabaja en un restaurante.

Resulta una obviedad pensar que uno desarrolla todos los planos de su vida como sólo uno podría hacerlo. Es decir: que uno piensa como es, uno ama como es, uno sueña las cosas que sólo uno ha venido añorando desde que es humano sobre la tierra. Y bueno, que tal forma de ser (nuestro principio de identidad asumido, nuestra individualidad, personalidad), esas extrañas maneras que nos identifican entre otros, tal como lo dice el viejo refrán, ha sido determinado por el “cómo nos ha ido en la feria”. Bien.

Así las cosas, en el mundo de la comida, uno se topa con diferentes formas de cocinar y de comer, de entender este fenómeno que va más allá de la mera ingesta de alimentos para la supervivencia. ¿Por qué a algunos nos gusta comer unos alimentos y otros gustan de comer otros tan distintos y hasta diametralmente opuestos? ¿En qué reside que algunos sean vegetarianos mientras otros sean casi adictos a la carne? ¿Qué unos amen algunas especias y otros sean alérgicos a ella?  Tal vez nunca lo sabremos. Habrá quienes digan que esto se debe a nuestro horizonte cultural (de ahí los gustos nacionales según las geografías, los gustos adquiridos según los grupos y familias); otros que es el resultante de una variable económica (un tanto reducido en alcances esta opinión: que uno aprende a comer y come lo que puede pagar, que el gusto depende del poder adquisitivo), y otros que subordinen las elecciones del gusto a una razón un tanto más científica: que las apetencias corresponden a los linajes genéticos, los perfiles químicos de los individuos.

Sea cual sea el origen del “gusto particular” (vaya éste por la cosa cruda o cocida, frugal o abundante, sencilla o barroca, sea más bien conservador hasta ser conformista o más bien exigente hasta ser estrafalario), habrá que decir que se trata de una circunstancia verdaderamente mágica: es por esa diversidad, esa enigmática diferencia, que simplemente somos como somos y buscamos con curiosidad la otredad.  ¿Para qué conocer el sazón de otros lares o incluso viajar a otras ciudades si los gustos fueran similares o iguales? La diferencia, pues, es el pretexto, el llamado al reconocimiento de la forma de imaginar de otros pueblos. Sí. Uno come como es y justo por ello nos aventuramos a conocer el saber (¿el sabor?), del otro, al mismo otro.

Ahora bien, si uno come como es, si en el fenómeno culinario o gastronómico entendido como patrimonio más o menos vivo o muerto, tangible o intangible de los pueblos se halla escondida una cosmovisión, será posible, por lo menos a la manera de un juego, establecer algunas equivalencias entre el genio nacional, el espíritu colectivo de un pueblo (ese caldo gigante que llamamos imaginario colectivo, tradición sancochada en pensamiento mágico o como se quiera), y las características de algunos de sus alimentos y platillos. ¿Acaso son los orientales tan saludables por la misma fuerza de sus peces, lo fresco de sus brotes, lo sano de sus vegetales y legumbres? ¿Su espiritualidad provendrá de la blancura de sus arroces? ¿Existe alguna relación entre el jamón y el pueblo español? ¿La comida determina el estilo o el “alma” de un pueblo? ¿Viceversa? Los italianos de las costas, por poner un ejemplo, dejan pasar el sabor, hacen sardinas con tomate y oliva:; la sencillez es su cosa nostra. Los franceses, en cambio, parecieran más engolados: levantan grandes esculturas, son grandes cocineros con el ego levantado. Los orientales son sabios: ni más, ni menos. Ni crudo, ni frito, ni cocido sino todo lo contrario. Son exactos. Puede ser. Como un juego, puede ser. O lo que es lo mismo: ¿el que no come chile no es que no sea mexicano si no que de alguna manera lo es pero desconfiamos? De los vegetarianos decimos, a sus espaldas, que les falta una chispa: como si en lugar de sangre les hubieran rellenado de clorofila. “¿No come tripa? ¡Come de mentira!” “¿Quién se comerá más tortas de jamón? El niño más gordo del salón”.  “¿Comes dulces: eres bondadoso”. “Comes ajos: eres extraño”. “Comes crudo: eres como de otro mundo”.  “¿Comes vísceras? ¡Comes miserias!”.¿Será cierto esto? Puede ser. Como un juego, puede ser. Ahí se queda, pues, el curioso tema de tarea.

Lo que sí es verdad es que los espíritus más curiosos debieron de saltarse las enseñanzas familiares, las apetencias originales. Es decir que no sólo comieron lo que les enseñaron, lo que aprendieron, sino que siguieron su camino de descubrimientos. Digamos que fueron por más: rompieron las reglas y pusieron el ejemplo del atrevimiento.  Y eso nunca es fácil porque, ¿cuántas veces hemos escuchado en la mesa, a dos discutiendo?

̶“¡Tienes que probar esto!”

̶ “No quiero. Es más: no me gusta”.

̶ “¿Pero cómo puedes decir eso si no lo has probado? No sabes a lo que sabe: ¡Prúebalo!”

 ̶ “Que no quiero. No quiero. No, no y no quiero”.

Y aunque, por supuesto, esto no signifique en realidad absolutamente nada (que uno coma de una u otra manera), debemos de aceptar que, veladamente, nos enjuiciamos los unos a los otros con soltura por nuestros hábitos, instintos, objetivos gastronómicos. La sencillez o complejidad de los platillos acostumbrados, la glotonería o inapetencia de los analizados, la forma en que suelen aderezar o no sus comidas, suele hacer en muchas ocasiones la “comidilla” del grupo social en turno y, también,  una de sus maneras  preferidas de relación: haremos ahora esto  y esto otro de comer, visitaremos este u otro establecimiento que está, literalmente, “en boca de todos” y no nos podemos perder. Quedamos para comer la siguiente vez. Sin duda, socialmente, es interesante este juego.

Por lo demás, en el plano individual, cuando alguien las trae todas consigo, la relación de los alimentos que comemos y nuestro temperamento se presume como un hecho. Y digo que se presume porque es la manera en que se presenta socialmente el fenómeno. El tragón en turno (que claro que le entra a todo, cocina de todo, a todos comparte y promueve sus sabores encontrados), se presume en su vida de igual manera: es abierto y jovial, transparentemente bohemio, profusamente romántico. Es un “ajonjolí de todos los moles”, está “en el ajo”.  Todo lo ha probado y si no lo probará porque ganas no le han faltado. Eso presume pero habrá que examinarlo. Porque quizá esos sean los comelones que más repelen, aunque secretamente, a los comensales más humildes, más parcos, de apetito corto y menú escaso, quizá esos de sazón más cosmopolita y vida más nutrida sean los que van por el mundo denostando a esos espíritus “pobres”, “apocados”, que dicen: “¡Guácala!” “¡Fuchi!” “¡Qué es eso!” “¡Qué asco!”. Y no tendrán razón, ¿o sí?

Por otro lado, en las antípodas, nos encontramos al desprovisto de carreteras. Su apetito es un mapa ligero, sucinto, por el que apenas pasean algunas vivencias y en ellas se siente como en casa, vive su vida placentera. Es un espíritu menudito. Una sopa de pasta, un guisado no muy pesado y un postre que no experimente tanto es suficiente. Sabe que, definitivamente, no es un tipo de “bien comer, “de buen diente”, pero ni siquiera lo considera importante. Digamos que en su vida, la comida es, apenas, un ingrediente. ¿Y cómo es su temperamento? Se sabe calculador. Templado. No se llamaría conservador sino clásico. ¿Es valiente? Nos contestaría. “No es necesario ser tan temerario. Sería imprudente.  Acaso sólo lo necesario”. Va por la vida con el placer seguro. Para él no hay que inventar nuevos platillos porque hay riesgo de perder. Y el que no arriesga, no pierde. Eso significa tener una vida estable. Diría del glotón definido en el párrafo anterior: “¡Todo eso es un show! ¡Todo eso es demasiado espectáculo! Los gordos esos que experimentan de todo, esos que dicen que lo saben todo, en realidad saben sólo del hartazgo. Es más: tarde o temprano caerán de un infarto. ¿Para qué tanto? ¿Para qué ir tan rápido?”. Y no tendrán razón, ¿o sí?

Pues bien, hasta ahí el juego que todos cocinamos: ¿Somos lo que comemos? ¿Cómo comemos somos? ¿Cómo comemos andamos, caminamos? Ya lo sabemos.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.
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