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Antonio María Calera-Grobet

30/10/2015 - 12:03 am

Vivos estamos incluso los muertos

 “Mira, la casa está más amplia porque faltan comensales en la mesa”. Guillermo Fernández.  a los Escorpiones, en su cumpleaños. La llegada del otoño nos regala con uno de los fenómenos culturales más iluminadores de nuestro calendario sentimental. En noviembre revivimos a nuestros muertos para reírnos, comer y emborracharnos con ellos. ¿No acaso se trata este […]

 “Mira, la casa está más amplia porque faltan comensales en la mesa”.

Guillermo Fernández. 

a los Escorpiones, en su cumpleaños.

La llegada del otoño nos regala con uno de los fenómenos culturales más iluminadores de nuestro calendario sentimental. En noviembre revivimos a nuestros muertos para reírnos, comer y emborracharnos con ellos. ¿No acaso se trata este de un momento de júbilo, de la más alta felicidad? Ya lo creo. Y es que se trata de una fiesta absolutamente multisensorial. Primero nos da para los ojos (¡Cuántos colores, cuántas luces en ofrendas o altares en casas y panteones! ¡Luminarias de veladoras, papeles picados, adornos y arreglos de flores!), nos da luego para el olfato (¡Huele a cera líquida y a pabilos quemados, a incienso, copal, flores en su estanco, chocolate recién meneado!). También nos da regalos para el oído (¡Nos adentramos en música de otras épocas, clavamos nuestra memoria en las historias que nos trae una música lastimera), y nos da también, por supuesto, para el gusto, se abre al paladar: ¡La mesa se llena de guisados varios, suculentos en sí mismos pero como si en pura nostalgia los hubieran sazonado, la comida se torna en una forma de recordar!

Y bueno, lo que primero que nos vuela la cabeza es el pan. “Pan de Muerto”, le llamamos, ya sin mucho jugar con sus significados. ¿Pan hecho de muertos? ¿Pan para los muertos? “Pan Muerto” también se oiría bien, mucho más macabro, como si comiéramos algo que ha dejado de existir, en un acto de poesía, de necrofilia, perverso, depravado. ¡Porque cuánto queremos a ese pan! Sus huesitos azucarados en el altiplano (¡Los que se hayan robado la bola de su centro que levanten la mano!), sus incrustaciones de azúcar en Oaxaca, su color de rosa en Hidalgo, en fin, todas sus versiones, densidades, colores, formas y dimensiones, con esa sabrosa esencia de azahar esponjado, así como va, seco, o bien sopeado. ¡Kilos comeríamos de ese pan si no nos importara redondear nuestra figura, si nos valiera madre el qué dirán!

El pan pero también las calaveritas de azúcar, chocolate o amaranto (no importa si son creaciones contemporáneas o de antaño: la cultura se renueva, se abre paso), los alfeñiques diversos en forma de calacas, cruces, sarcófagos (pura caña dura hasta el alma, límpidos perfectos o llenos de colores por la orfebrería explosiva de nuestros artesanos panaderos), y un sinfín de golosinas con figuraciones de cadáveres, o mínimamente de esqueletos, por lo menos cientos de formas de fémures y húmeros y cráneos. ¡Huesos. Huesos y puros huesos de cementerios abiertos! ¡Osarios para osados! ¡Avorazados!

Y claro, todo esto como rúbrica feliz de un ágape de lo más nutrido. Porque no tenemos madre. Se acostumbra achacar por estas fechas al gusto de los muertos el apetito de los vivos en sendos ágapes, dispuestos en grandes ollas en ofrendas o altares: moles y arroces, mixiotes y tamales. ¡Vamos! ¡Comida “al doble” porque los idos traen sus ánimas más que voraces! ¡Para que los del más allá, se pongan bien acá! Tal vez por eso les amarran las quijadas a los muertitos: para que no anden clavando el diente en todos los platillos. ¡Cerrarles el hocico! Ese es el festín que nos damos los más vivos. En fin, que se trata de una fiesta que ha marcado particularmente al pueblo mexicano y por ello éste la lleva clavada en el alma. Y no necesariamente reduciendo al absurdo su trato con la muerte como siempre se ha hablado. No es que el mexicano se burle de la muerte comiendo calaveras de azúcar (Paul Westheim, “Calavera”), que por esa manera de llevarnos con “ella”, los franceses hayan o podido o no tragarse como se debe a Juan Rulfo, o que Breton (que por cierto nunca dijo eso de que México era un país surrealista), haya querido fincar en tal imaginería un verdadero inframundo prehispánico. Es algo que va más allá. Anda escondido bajo las enaguas de la “La Catrina” de Posada, y en todo caso está más cerca a lo que intentó reflejar Buñuel, es decir, más lejos de la mofa y más cerca del misterio. Jugar a la  muerte nos sienta bien.

El Día de Muertos en cuanto a la idea de comernos a la muerte de tantas maneras (porque nos comemos a los nuestros en símbolos, comemos literalmente con ellos sobre la mesa o sobre sus tumbas, porque engullimos el concepto de la muerte misma para regurgitarlo como se nos dé la gana, porque nos alimentamos de vida también al rozarnos de tanta muerte estos días), representa más que una ligazón, una pasión, un amor, francamente indescifrable. Un amorío que da risa y da miedo, que nos aplica con placer piquetes de ombligo con picahielo. Eso. Vienen a nuestro sueño, a jalarnos las patas, nuestros muertos. A decirnos que comamos lo que comamos, nos cuidemos lo que nos cuidemos, tarde que temprano nos iremos, como diría nuestro poeta Nezahualcóyotl, borrando.

No nos hagamos: no es que siempre le tengamos miedo a la muerte. Tampoco que siempre nos andemos burlando. Vivir en ese límite nos gusta. Nos deleita. Vivir en el lindero entre el aquí y el allá. Jugárnosla no nos asusta. Nos da arte, nos da cultura, nos da patrimonio vivo con toda fuerza. Vivos estamos con nuestros muertos. ¡Bien que en esta temporada queremos ver a nuestros muertos! ¡Bien que nos los imaginamos y pensar verlos, entreverlos, nos hace sumamente tristemente felices, felizmente tristes. Pues bien, comamos con ellos, comamos y bebamos, como dice esa antigua locución latina: ¡Comamos y bebamos, que mañana moriremos!

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.
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