Camino por Reforma, del centro a Chapultepec; son las 9 de la noche y está completamente sola. Pretendía cenar algo en el mall del número 222, pero han cerrado todos los negocios.
Cruzo por la avenida para dirigirme al Sanborns del Ángel, apenas algún automóvil pasa por la calle. Advierto la silueta de varios soldados que se bajan de su vehículo, cerca de la Río Sena, y tras desplegarse a mí alrededor, ordenan que me detenga.
Es el mes de septiembre del año final del sexenio y la capital se estremece por la guerra entre los cárteles que se consolidaron después de la muerte de “El Chapo”. Las autoridades capitalinas se declararon incapaces de frenar la violencia, y con ese pretexto los militares establecieron un estado de excepción sin autorización del Congreso.
Yo vine desde Juárez aprovechando el feriado de la Independencia y me acerqué al Zócalo, pero sólo vi miseria: Ya completamente abandonado, únicamente hay grúas con equipos de televisión viendo al balcón central, y cuatro anillos militares protegiendo el frente de Palacio. El Grito será trasmitido por televisión, sin público ni fiesta.
El Distrito Federal es ahora la ciudad más peligrosa del mundo, con un promedio anual de 250 homicidios por 100 mil habitantes. En agosto murieron 4 mil 273 en la zona metropolitana, se reportaron 2 mil 300 secuestros y 5 mil 485 vehículos hurtados, más de la mitad con violencia; el 70 por ciento de los negocios aún abiertos pagan derecho de piso a los delincuentes que controlan el área.
Los soldados me interrogan: nombre, domicilio, ocupación. Cuando les digo que soy defensor de derechos humanos en Juárez, le hablan al mando en turno y las preguntas toman otro giro. El oficial me reclama por qué sólo defendemos a los civiles, y qué ando haciendo por la capital.
Contesto que también defendemos sus derechos cuando sufren abusos de sus superiores y digo dónde me hospedo, “aquí, a la vuelta, junto a la Embajada Británica”, los invito a que me acompañen. El oficial me pregunta por qué no me pongo nervioso; también le intriga por qué no tengo miedo que me detengan o disparen por equivocación.
“Ya viví esto en Juárez, hasta el interrogatorio, hace ocho años y aprendí que la muerte por disparo para un hombre de más de 70 años, es más bien una mejor oferta que te brinda la vida”. Agrego que no temo que me detengan porque no parezco proletario: traigo saco y corbata, y tengo el teléfono del jefe de la primera zona militar con sede en Toluca, precisamente donde antes mandaba Cienfuegos.
El oficial me invita a que suba a la camioneta, y acabamos platicando lo que pasó en Chihuahua mientras la tropa nos sigue en la unidad. Al Sargento le interesa saber cómo se acabó la violencia en Juárez y suelta una carcajada cuando le explico que al final se mataron todos los activos de los cárteles, “ya no quedaba a quien matar”. Pero se pone serio cuando digo que ellos tuvieron que regresar a los cuarteles, y que los ciudadanos empezamos a supervisar el trabajo policiaco.
Explico que murieron unos 10 mil y encarcelaron a otros 5 mil, y cuando le cuento que para el tamaño del DF y Zona Metropolitana estaríamos hablando de unos 125 mil homicidios y unos 50 mil detenidos, el sargento Godínez exclama: «¡Uta madre! Todavía faltan muchos».
No estoy seguro si esto lo soñé o fue un déjá vu cuando vi el cadáver colgando del puente de Iztapalapa, que me remitió a la guerra de los cárteles aquí, entre 2008 y 2013.
Como lo cuento, sucedió y lo vivimos los fronterizos y, si ustedes los defeños no se ponen enérgicos, esto puede pasar: aquí empezó con cuerpos desconocidos y mensajes para «los que no quieren creer», no se encarceló a los culpables, la corrupción estaba rampante en los penales y las policías, había venta abierta de droga, y los militares daban palos de ciego mientras las autoridades, incluso las comisiones de Derechos Humanos, negaban que se violara la Constitución.
Han pasado 2 años desde que finalizó la guerra y todavía no se detiene siquiera a la mayoría de los que participaron en la masacre de Salvárcar, más de 10 mil homicidios están sin resolver, el gobernador no quiere firmar la Ley de Víctimas y se nos prohíbe hablar mal de Juárez.
Los VIP están satisfechos y se les olvidó que la violencia se engendra por la corrupción gubernamental y ciudadana, y que se reclutan sicarios entre los jóvenes de las zonas pobres. Ya circula la droga en los bares, antros y calles de la ciudad y la guerra de baja intensidad se empieza a configurar entre las nuevas narcoempresas.
Hermanos del DF, de ustedes depende hasta donde llegan los delincuentes, porque nunca van solos, llevan como damas de honor a ciertas autoridades y negociantes extrañamente exitosos. Y los asalariados somos los que la pagamos gratis, porque no hay devolución de gastos, ni control de daños.