Tomás Calvillo Unna
30/09/2015 - 12:00 am
La enseñanza de no rendirse
El uso de la expresión “la verdad histórica” fue un anacronismo que sólo ahondó en la desconfianza hacia las pesquisas llevadas a cabo por el gobierno; en la misma disciplina de la Historia es impensable esa expresión. No existe la verdad histórica como tal, usada así por las autoridades se convirtió en un vulgar intento […]
El uso de la expresión “la verdad histórica” fue un anacronismo que sólo ahondó en la desconfianza hacia las pesquisas llevadas a cabo por el gobierno; en la misma disciplina de la Historia es impensable esa expresión. No existe la verdad histórica como tal, usada así por las autoridades se convirtió en un vulgar intento de darle un carpetazo a un tema que acompañará a la actual administración hasta sus últimos días.
Lo que sucedió en Iguala con los estudiantes de Ayotzinapa fue un crimen de Estado, es decir, participaron con los grupos criminales fuerzas públicas de los tres niveles, locales, estatales y federales; unos de manera directa y evidente y otras con una aparente pasividad que las convierte en responsables de lo acaecido a los 43 estudiantes desaparecidos y demás víctimas de aquella noche cuyo “vacío de horror” ha estremecido la conciencia de miles dentro y fuera del país.
El crimen de Iguala expresa con claridad la desgracia nacional y la desaparición de los contornos de la justicia en nuestra República. Un territorio que en gran parte es dominado por el crimen organizado, cuyos actores locales, nacionales e internacionales cuentan con el beneplácito activo o pasivo de las élites políticas y económicas del país. Un territorio convertido en cementerio clandestino, de fosas donde yacen ciudadanos que fueron víctimas de la violencia más cruel y que no contaron en ningún momento con la protección del Estado.
Hay cientos de Igualas en México, lo sabemos y este es el tema central donde el país está atrapado. Los gobiernos están atrapados, los partidos políticos por igual y la sociedad también. En realidad vivimos una guerra civil hormiga de baja intensidad, pero constante y sui generis donde nadie sabe dónde aparecerá el enemigo. La inseguridad está a flor de piel y quisiera arraigarse como costumbre en los hogares del país.
Es una epidemia sociológica que se expande por los vasos comunicantes de la economía y se filtra por los poros de todo el entramado social expandiendo una cultura de la impunidad y la violencia y una degradación que nos asfixia.
Nos pertrechamos como tribus confiando sólo en los más cercanos y nos damos cuenta que el Narco-Estado y la Narco-Sociedad, no son ya conceptos ajenos o exagerados, sino cada vez más crueles realidades que pretenden despojarnos del sentido mismo de comunidad, imponiendo el miedo en nuestra convivencia diaria y sometiendo la democracia a su lógica demencial de impunidad, dinero y violencia; la fórmula que envenena la vida política en México.
Las llamadas fuerzas vivas, que sobreviven a su propio léxico, callan: las grandes empresas, las iglesias, no se digan los poderes de la comunicación, callan; y en su silencio ratifican la complicidad sistémica.
Los 43 estudiantes no merecían ese destino como no lo han merecido los miles de desaparecidos y desplazados por esta violencia que está carcomiendo el alma de la Nación.
Los padres de los desaparecidos de Ayotzinapa han sostenido lo único que puede dar luz en esta oscura etapa de la República: la dignidad, el respeto a sí mismos, a la memoria de los suyos, al valor de la vida, a la esperanza de ser diferentes al no rendirse ante el crimen y el peso de la inercia de los poderes.
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