Antonio María Calera-Grobet
28/08/2015 - 12:00 am
Tiempo de vivir: algunas reflexiones sobre comer y escribir sobre ello
A todos los cocineros con quienes he trabajado. Como grado cero, escribir sobre comida atendiendo a ésta no como una necesidad del cuerpo. No desde la idea del abastecimiento más o menos refinado de tales o cuales platillos, que pudieran ser más o menos populares. Entonces, escribir sobre comida como si de hacer teoría de […]
A todos los cocineros con quienes he trabajado.
Como grado cero, escribir sobre comida atendiendo a ésta no como una necesidad del cuerpo. No desde la idea del abastecimiento más o menos refinado de tales o cuales platillos, que pudieran ser más o menos populares. Entonces, escribir sobre comida como si de hacer teoría de la cultura se tratara. Porque además de hay que evitar a toda costa su reducción como una acción y no un elemento cultural profundo, es imposible extraer en su sustancia reducida a categorías mínimas o accesorias, alguna teoría o ensoñación representativa de las mentalidades y sensibilidades de una época, de la forma de ensoñar de un pueblo determinado, casi ni siquiera ligar a la comida con las humanidades o las ciencias sociales. Escribir con las miras cortas sobre comida, ahondo, como un mero alimento montado de cierta manera y vendido en tal otra y a tal costo para tal público (incluso cualquier medición llamada “Estrellas Michelín”, Ranking San Pellegrino o el enlistado de Restaurant Magazine), constituiría más un ejercicio cercano a la mercadotecnia de los alimentos y bebidas, a la economía capitalista y su oferta y consumo, y menos a las ciencias sociales, a las humanidades. Como consecuencia obligada, tales ejercicios de análisis supuestamente cualitativo, no conllevan de ninguna manera la valoración del arte o la poesía en el fenómeno gastronómico y, por tanto, resultan inútiles para lograr una summa de importancia sociológica de trascendencia. (¿Quién recuerda a ahora, seriamente, la relevancia de las publicidades de los cigarros Viceroy, sus maneras, alcances, dinamismo y éxito? ¿Planet Hollywood, Telepizza?).
Escribir entonces sobre el alimento no como algo objetual (algo concreto que tiene de suyo la potencia de ser comido, ser un objeto comestible, nutritivo o no), que engullimos por poseer ciertas características y debido a motivaciones naturales o gustos adquiridos, sino incluso, en ocasiones justo por tratarse de algo que pudiera estar ausente. No me refiero acá a la carestía, la hambruna sufrida por millones de seres humanos en el planeta aún en el siglo XXI, sino al hecho de que la comida como ritual pudiera estar desapareciendo, pesa ahora más por su creciente carencia, y no una carencia cerrada o personal sino absolutamente social y abierta. Explico. Habrá que escribir sobre comida con nostalgia. Tanto como habrá que escribir sobre los paseos, sobre los viajes, sobre las prácticas de solaz, de vagancia, de sosiego mundano. Como una posibilidad de estancia horizontal en el mundo que se halla en peligro de extinción. Eso ayudará a la escritura de estos menesteres. Escribir de los placeres como si pudieran estar siendo separados de nosotros. Como si justo lo que estuviéramos perdiendo de vista es nuestra pulsión de vida, la necesidad de poetizar nuestra vida. La añoranza, por decirlo de alguna manera, de policromía. Y por supuesto no me refiero a la poesía escrita, la poesía de las letras y los libros de un pueblo (que vaya que van de la mano de este mundo como pocas cosas inventadas por el hombre), sino de la poesía que es asumida (en este caso literalmente engullida) en forma de platillos y que debiera estar ligados a los derechos inalienables de los hombres: la poesía escondida en los bienes o las riquezas efímeras que nos dan placer, dicha, y que permiten abrirnos paso entre la sensación de pesadumbre, de debacle, de enajenación, sentirnos erguidos como seres vivos en el planeta: no sólo como una vida vegetativa o racional, sino antes que nada sensitiva, día con día, época con época, era con era.
Vamos a un ejemplo de todos los días, que no podemos pasar de largo y que, a pesar de saberlo cerca, pocas veces reconocemos. Un anafre de polines cubierto con una tapa de tambo, en el no lugar de la obra negra, religa a nuestros albañiles desde una potencia que no logra sino desbordarse hasta el tuétano de nuestra raigambre, nutrir nuestra cosmovisión. Ese huevo recocido con sardinas en tomate, reducida a golpe de tacos por decenas de manos, pasados a pico de botella con refrescos de piña artificial enlodada en kilos de azúcar, así de ramplones, se convierten, querámoslo o no, en patrimonio cultural tan tangible y real como la vida misma. Los invitados a ese ágape, aplastados por el sol inclemente, aplastados también en sus alturas por costales de arena y bultos de cemento desde generaciones atrás, un grupo selecto de comensales “al dente” por la circunstancia de saberse de los de abajo (los sin nada, sin techo siquiera luego de haber fabricado tantos, migrantes desde la periferia agónica y bastarda de la ciudad monstruosa, sospechosos siempre por tal condición casi de parias, quizá sin siquiera hablar el español decadente de los arquitectos o ingenieros que los comandan, se torna un ritual de una fuerza incalculable. Avasallador en su fuerza significativa, evocadora.
Sí, están en este ritual la fuerza liberadora del hambre y su restauro, también del hambre de la risa y la tristeza que se atora en el gañote, el ejercicio que para un poco el sudor y el musculo tenso del cuerpo pero aún más. Hay ahí una fuerza que logra una suspensión, un flotamiento, por lo menos por unos minutos, de la realidad. Evasión que es alivio, nivel de Nirvana, catarsis, éxtasis y desaparición real de la realidad concreta que, sabemos, en su hostilidad creciente, ha trastocado ya, todos los niveles de la ética humana. Actualizada la fiesta, a nadie de los invitados al acto celebratorio de esa comida, importa si el edificio que se levanta es un esperpento más que aumenta la espantosa nómina visual de países como el nuestro, una copia vil de la obra de arquitectos enterrados en otros países hace décadas, si tal edificio cuenta con licencias reales, legales a toda prueba, o se trata de una más de las corruptelas tejidas entre los poderosos y las autoridades, motivadas por la ambición más enferma. Ya no digamos si tapa o no el sol de otras moradas, si se necesita o no que se edifique, o si realmente es que en verdad es que se edifica: en ese momento, esa lata ensanchada con cebollas y frijoles, barnizada alegremente por la vinagre de los chiles en escabeche, maridada con anís o mariguana, hace las veces de hábitat, de país, de patria. No menos: del único espacio quizá, el único tiempo de los pocos ya que nos han dejado (o les han dejado ya que uno no fue invitado al festín), para vivir. Para poder respirar y vivir. Porque lo que tejen entre taco y taco esos humanos olvidados por la civilización de la muerte, la golosa del dinero y todas sus pestilencias alternas, esos cuerpos con la mollera y las pestañas y hasta los culos empolvados de cal, grava, cemento y arena, es, nada más y nada menos, que el relato puro, diáfano y exacto del vivir. Lo que se levanta entre risas, empujoncitos, lenguajes cifrados y exclusivos de esa concurrencia (que desde siglos se ha compenetrado como el concreto que carga, que fragua, que se ha aglutinado desde añales por participar de la mirada que ve siempre hacia arriba, siempre desde la sumisión, la explotación), lo que toma volumen entre esa cofradía cerrada de pares, eso que levita como una escultura, ese algo extrañamente tridimensional, es magma hecho de cultura y, por lo tanto, misterio insondable: las ganas que guardamos por vivir. Ganas de vivir con los otros trazados por el mismo golpe de mundo, coordinados libremente, desde la más absoluta libertad del destino, como iguales.
Hay que escribir así, pues, de comida. Comida entendida como eso que a partir de un mero comestible, crudo o cocido, aderezado o condimentado así o asá, surge como halo complejo: un misterio heredado desde el origen del hombre y por ello inasible del todo, inagotable, lo mismo sagrado que profano, tocado por lo divino pero creado desde la intimidad de lo humano. Y recalco, hacer todo esto, la escritura de todo esto, como si no existiera más esa concepción de la comida, insinuando casi la ausencia de esa comida. Porque es cierto decir que casi ya no existe el placer de comer entre amigos, el placer de reunirnos en torno al fuego, al caldero, y tejer el relato que intente desmadejar nuestro más profundo adentro. Esa comida casi nos ha sido arrebatada por completo. ¿Cuántas veces no hemos sido engañados al recibir gatos por liebres? ¿Cuántas no nos hemos sentido frustrados por los malos servicios del servicio restaurantero, desde la calidad de las materias primas, el servicio, el trato de su personal cada vez más grosero? ¿Cuántas más (y esto sí que depende de nosotros mismos), hemos recortado el tiempo de comer a casi nada, un emparedado de pie, a hacerlo frío y rápido? ¿Solos, malhumorados, como si no nos quisiéramos, como si quisiéramos incluso hacernos daño? Es verdad. Muchas veces. Muchas. Y no todas están justificadas. Muchas de ellas son faltas voluntarias. Nada tienen que ver con el hecho de que todo está cayendo en el mundo, con el vértigo del “sino de los tiempos”, a las aculturaciones artificiales, las apropiaciones bastardas, las concepciones falsamente identitarias. No. Es por que no hemos puesto en ello nuestro esfuerzo. ¿Será que todavía queremos, podemos y en verdad logramos sentarnos a la mesa con los nuestros y volar en ese relato? ¿Nos podemos suspender, podemos hacer levitar esa bruma de sentido que aligere nuestras vidas con una copa de vino y un pedazo de pan? No lo creo. Lo que se da desde hace tiempo es el simulacro de tal relato. La copia de tal relato en que supuestamente nos hemos reunido para liberarnos pero en verdad seguimos igualmente alienados.
¿Cuántas veces no nos hemos sorprendido en esa comilona de fin de semana, con amigos o familia amplia, pensando en todo menos en la poesía misma de la convivencia, en su manera de prodigarnos con placer, magia? Muchas. Las más de las veces y desde hace tiempo. Es cierto. Aceptémoslo como un hecho. Y luego todavía pasamos tales rituales de fiesta por el cedazo de nuestros miedos: supuestamente un miedo de perder eso que se haya frente a nosotros sin saber que es justo en ese acto de desconcentración vulgar, de fuga de las sensaciones, que nosotros mismos, de hecho, acercamos tal siniestro. Tal desencanto. Y luego de tal actitud de desatención de lo importante, de lo realmente caro, que se sobreviene una de las peores sensaciones que se propinan a sí mismos los hombres: el arrepentimiento. No bien hemos llegado a casa de la reunión y ya nos sentimos cojos, heridos, ensimismados, porque sabemos que no pudimos, no quisimos, no supimos cómo darle a ese espacio y a ese tiempo la categoría de gran acontecimiento. Y así desde años. No sólo como individuos, como familias, como coetáneos, como paisanos. Y eso significa sólo una cosa: que pensamos pero ya no sentimos, ya no soñamos en darnos a nosotros mismos placer: ya no sabemos mimarnos. ¿Qué puede esperarse de una sociedad que no se permita el hedonismo y por el contrario, muestre sus dotes en tejer tales simulacros? ¿Qué no sería en todo caso esta sociedad fría, desasida de poesía, a lo mucho, un conjunto numeroso de avasallados, desvalidos de cualquier capacidad estética y por ello recortados de su libertad, humanidad? La respuesta es de sobra conocida, de sobra sentida. ¿No era antes, hace no mucho tiempo, suficiente el hecho de apagarle televisor y salir en fachas a comer unos tacos, oler el carbón, escuchar las carnes arder en la plancha, regresar a ver una película con la familia y comer pedacería indistinta de golosinas? Sí. Eso era lo mínimo y lo máximo. Lo más divino, mágico.
Escribir así, pues de comida. Para traerla, suscitar su idea, su fuerza en cada texto Para hacer que aparezca en cada texto como si todavía fuera nuestra. Como si estuviéramos sentados a la mesa. Y no como la descripción pedante de recetas, de salones de lujo, de biografías de creadores gastronómico de renombre. No como un lujo, no como un placer sofisticado para unos cuántos y sólo para tiempos muy precisos y modos exactos. No. Eso no es escribir sobre cultura profunda. Sería un entretenimiento somero, un refinamiento extravagantemente inútil, un sinsentido que sólo nos quitaría el tiempo y la energía que estamos recuperando. No. Hay que escribir sobre comida como escribir literatura. Crónica, periodismo de altura. Para traerla y sentarla a la mesa en la vida cotidiana, todos los días, dialogar intensamente con ella simple y pura: sin aditivos, sin contaminaciones, en el entendido claro que ella significa una recarga de sensaciones para el regocijo del cuerpo sí, en un primer momento, pero, en primerísimo orden, para el crecimiento espiritual de los hombres. Escribir de comida, por ejemplo, como escribir ficción, narrativa de ficción, porque esa comida que buscamos así aparecerá, más cerca a nuestras pasiones, a la sensación de deseo satisfecho, de paz profunda, y por ello de comprensión de nuestra existencia en esta corta vida.
Y he ahí el tiempo nuevo pues, el nuevo tiempo por vivir y que será, dado que para ello lo hemos ampliado, absolutamente aprovechado. Lento. Apreciado. Escribir pues, de comida, como un ansia de recuperación de tiempo (tiempo nuevo como hemos dicho, tiempo de bien vivir), un deseo salvaje por el salvamento de la existencia, por vivir de nuevo esa sensación de suspensión del vértigo, de levitación que se logra en una buena comida. ¿Y qué debemos entender por una buena comida? Una buena comida es siempre una burbuja. Una guarida que inventamos los hombres (y que no necesariamente se da sentado en una silla, depositando los alimentos sobre la mesa sino que, como la concepción misma del arte se ha expandido, diversificado), para sentir, durante días enteros, que somos libres y eternos. Esas burbujas que llamamos comilonas, festines, lo serán de verdad siempre y cuando nos hagan sentir eso: que el tiempo se ha detenido y nada nos hace falta y nada nos sobra. En pocas palabras: que nos estamos alimentando de nosotros mismos.
Escribir así, pues. Y tal y como se come o como se debería comer: sin prisas. Haciendo el relato entretejiendo varios platillos, varias voces, dejando que la suma y diversidad de los elementos, acontezca. Porque hay que decir también que, como sucede con los platillos y las comidas entre familiares y amigos, escribir sobre comida debe de representar, antes que nada, un deseo de juego libre con el otro. Nada estropea, malogra más un platillo que el uso excesivo de un ingrediente y, de la misma manera, nada acaba más rápido con un banquete que la voz egoísta del que irrumpe, interrumpe, intenta manejar la fiesta a su ritmo mediante las técnicas más estúpidas para la búsqueda del poder. El egoísmo en este horizonte de mundo representa entonces el más temible de los enemigos porque simboliza todo lo que hemos intentado ocultar a toda costa: las dictaduras de pensamiento, las reglas en donde se calla lo que uno quiere decir o sólo se escucha una sola tesitura, un solo mensaje. Una buena burbuja implica la noción de clan, de grupo, niega a los gobiernos no electos, las comuniones que se piensan obligadas, los encierros de cualquier tipo. Las comidas y su escritura deben siempre ser aireadas, livianas. Deben proponer y no clausurar, deben ofrecer (ofrecerse), y su deseo más potente es gustar, degustar y volver a hacerlo. No hay urgencia en ellas por decidirse a comer o saber de una u otra opciones, no promueve uno u otro sabor, el trabajo de uno u otro cocinero, favorecer el punto de vista de uno u otro comensal. Desea con toda su fuerza dar a probar. Porque se cocina, se come y se escribe sobre ello para el placer de los otros. Son una invitación y no una obligación. Nadie está obligado a comer o a leer lo que no le parezca. Así escribir, sin apremios, sin reclamos, apenas anunciando y compartiendo cada uno de nuestros apegos. Promoviendo el deseo.
Y que no se malentienda esto. Si alguien desea embonar a la ciencia en los menesteres de la cocina, tal intención es, por supuesto, bienvenida. La ciencia es de todos, para todos, y desde ahí siempre es que se ha cocinado y se cocina. Echando mano y pidiendo consejo de la física y de la química de los elementos. Pero eso sí: ni las motivaciones artísticas o las científicas deberán obnubilar con su jerga perversa el arte vivo del comer, que comienza y termina en la pura biología. Comer es, desde el principio y hasta el fin, un acto reflejo, un estímulo de los seres vivos para prodigarse placer, sentir rico, sentirse divinos. Comer pulpos, comer mangos, cortas las cañas de azúcar para ser felices. Asar, salar. Mezclar. Ahí fuimos y somos dioses. Ahí sobreviene la magia y se sumerge a lo nimio. Esos mínimos gestos son ya motivo de júbilo gastronómico y con ese gusto por el descubrimiento y el juego es que debemos quedarnos. No es necesario ni justo empañar la mirada culinaria con extraños catalejos. Comemos con los otros porque somos uno mismo. Comemos juntos porque queremos. Sin ligazones políticas ni por intereses borrosos. Nos motiva y motivará, si esto es puro y honesto, el amor por la vida. Basta ya de cuadricular, medir, tasar todo lo que el hombre crea: paremos de tergiversar nuestros frutos en aras del “bienestar futuro”, de la “expansión de mercado” alguno. No. Esto es nuestro. Nos constituye: nos da cara y memoria. Basta ya de alimentar las fauces salvajes de la publicidad, esa vena enferma que confunde al capitalismo con romanticismo, y nos quiere hacer devorar lo incomible, pasar de largo los grandes tesoros que son nuestros desde antaño. Lo suyo es oropel, nunca oro. Un bolillo caliente es un bolillo caliente, un trozo de mantequilla fina es eso y es una maravilla. No pide nada más al mundo. Ambiciona ser, en todo caso, una gran mantequilla. Un elote es un elote, un buen plato de frijoles será siempre un buen plato de frijoles y ese epazote, que viene envuelto en papel periódico desde de la tierra prometida del golfo, levantan ese potaje al cielo de lo que somos. Lo sabemos. Esos frijoles, lo hemos sentido cuando de veras comemos, se van directamente a vivir a nuestro cerebro. Decía, al cielo más alto de lo que somos. ¿Y qué somos? Seres arrojados a este aquí, que apenas vienen de paso a prodigarse su placer. Tan poco y tan mucho. ¿No es así? Es pues, tiempo de viajar, tiempo de pasear, de comer. Tiempo de ensoñar, de aventurarse, de jugar. No más de morir: tiempo de vivir.
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