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Francisco Ortiz Pinchetti

21/08/2015 - 12:00 am

La fiesta

Ahora sí como diría Joan Manuel Serrat, vengo bajando la cuesta, porque allá en mi calle se acabó la fiesta… Y es que efectivamente el domingo pasado estuvimos de celebración de nuestro santo patrón, San Lorenzo Mártir (literalmente asado hasta su muerte en una parrilla, en el año de 258) en la hoy presuntuosa colonia […]

Ahora sí como diría Joan Manuel Serrat, vengo bajando la cuesta, porque allá en mi calle se acabó la fiesta… Y es que efectivamente el domingo pasado estuvimos de celebración de nuestro santo patrón, San Lorenzo Mártir (literalmente asado hasta su muerte en una parrilla, en el año de 258) en la hoy presuntuosa colonia de Tlacoquemécatl del Valle, en plena delegación Benito Juárez. Hubo de todo, como cada año desde hace más de un par de siglos, según dicen los abuelos. Para empezar, desde la víspera, los cohetones que tanto estresan a los perros de los nuevos habitantes de los condominios de la zona.

Ese sábado –mientras los juegos mecánicos de la feria y los puestos de antojitos y otras vendimias eran instalados sobre el arroyo de la calle Magnolias, mi calle— un puñado de vecinos recorrimos las calles de la colonia en peregrinación con la portada de flores que tenía hasta arriba la imagen del santo y que luego, al final del recorrido por Manzanas, Tejocotes, Fresas, Duraznos  y otras delicias viales, sería colocada en la fachada de la capilla franciscana del siglo XVI que es nuestro tesoro histórico y arquitectónico, declarado monumento por el INAH en 1930, en el extremo poniente del parque de San Lorenzo, a una cuadrita de Insurgentes Sur.

La celebración fue una de las mejores de los últimos años,  tanto por las insólitas bondades del clima como por la copiosa asistencia de niños y adultos a lo largo del día. Sin embargo, le realidad es que la fiesta de mi pueblo adoptivo está en riesgo de acabar, pero no en el sentido de la célebre canción del cantautor catalán, sino de manera definitiva: para siempre. Les cuento que cada año son menos los colonos participantes en su organización y cada menos los recursos de que disponen para  llevarla a cabo. Con apuros como nunca, incluso vendiendo antojitos los días previos, juntaron los centavos para el sonido local para el baile, la banda de música y, lo más caro, el material pirotécnico en el que destaca El Castillo, aunque sea en una versión muy austera. Esta vez no hubo función de lucha libre ni música en vivo. Tampoco alcanzó para mandar imprimir los programas del festejo que durante lustros ha sido llevado a cuestas por unas cuantas familias, especialmente la de los Omaña y los Sánchez Rojas. A la fecha quedan ya únicamente 20 familias originarias que sobreviven en la antigua Xochimanca. Y es que en el fondo, aquello de pueblos originarios es ya algo bastante relativo. En Benito Juárez, por ejemplo, donde hay once de esas comunidades primitivas reconocidas por la autoridad, la verdad es que de ellas quedan si bien les va algunas manifestaciones culturales eventuales, pero ya nada de su organización social y productiva originaria   Lo mismo ocurre en otras delegaciones centrales del Distrito Federal, como Cuauhtémoc o Miguel Hidalgo. En total, hay 145 pueblos originarios registrados en el DF, pero  la mayoría de ellos han acabado por ser devorados por la mancha urbana. La estadística oficial indica que abarcan cerca de 148 kilómetros cuadrados, es decir, 10.13 por ciento de la superficie de nuestra entidad. En ellos habitan un millón 509 mil 355 personas, esto es, 17 por ciento de la población total del Distrito Federal. Hay inclusive un Programa de Apoyo y Fortalecimiento de los Pueblos Originarios del DF, que de poco sirve. La pura verdad es que con excepción de las delegaciones del sureste del Valle de México, con Tláhuac, Milpa Alta, Tlalpan y Xochimilco, o Cuajimalpa y Magdalena Contreras al suroeste, en las que se conservan usos y costumbres, tierras y cultivos tradicionales e incluso la lengua, la mayoría de las comunidades que algún día tuvieron una identidad cultural y una cohesión social –como el caso de San Lorenzo—no lo son más.

Para colmo, como concretamente ocurre en mi barrio, para los residentes recientes de medio alto nivel socieconómico que habitan los condominios casi todos de lujo que desplazaron a las viviendas modestas y vecindades del antiguo pueblo, la celebración popular es una monserga. Para ellos significa solamente molestias, cohetones que no dejan dormir, apropiación de las calles aledañas al templo donde los juegos mecánicos y los puestos desplazan a los automóviles de sus cajones de estacionamiento. “Es puro folclor”, suelen decir con desprecio.  En consecuencia, no sólo no apoyan la celebración de la fiesta pueblerina ni aportan recursos para su organización, sino que se oponen a ella, la sabotean, se quejan en los medios y ahora en las redes sociales y apelan a la autoridad delegacional para que impida semejante “nacada”. Triste realidad.

El domingo, en fin, traté de no pensar en eso y disfrutar la fiesta. Arrancamos tempranito, a las siete de la mañana –apenas amanecía en nuestro parque–  con Las mañanitas en honor de  San Lorenzo, con el acompañamiento de una banda de mucho sabor pueblerino. Hubo misa que ofició uno de los curas españoles de la vecina iglesia de Santa Mónica y luego el ya menguado desayuno, del que se han suprimido los tamales  y que se limita ahora sólo a un vaso de atole blanco y un bizcocho por cabeza, que por supuesto se agradece. Más tarde llegaron los embajadores de otras comunidades vecinas, en particular la de San Juan Malinaltongo,  la más cercana, con sus respectivos estandartes y seguidas por una grupo de matachines que no paraban de danzar. Vinieron los de Santa Cruz Atoyac, los de  Mixcoac, los de Xoco, los de San Simón Ticomac, todos ellos catalogados como pueblos originarios de nuestra capital. En tanto se alternaban las piezas de la banda y las danzas de los matachines y los concheros que llegaron también.

Poco a poco creció la concurrencia, empezaron a funcionar los juegos mecánicos –el ratón loco, el látigo, los caballitos, las sillas voladoras, entre ellos—y el festejo fue tomando color después del soleado y caluroso mediodía. En la tarde era ya, como se dice, un hervidero, que no eran por cierto gente de cien mil raleas: aunque había algunos “extranjeros” entre la concurrencia, se trataba sobre todo antiguos de pobladores del barrio que aunque hoy viven en otros rumbos de la ciudad (muchos de ellos en Santa Cruz Meyehualco y Magdalena Contreras). Para ellos la fiesta es tema de evocaciones nostálgicas pero además ocasión de reencuentro con los antiguos vecinos y familiares. Y cada año regresan.

Por primera vez en los 33 años que llevo como vecino del barrio, y por lo tanto asistente infaltable de la celebración del santo patrono, ese domingo histórico no llovió. La tarde transcurrió espléndida y la noche tibia cayó poco a poco mientras se encendían las luces alimentados  con “diablitos”  que iluminaban profusamente la feria.

Había también puestos con diversos, típicos entretenimientos: el tiro de dardos para reventar globos, el de las canicas en una tabla con agujeros, el tiro al blanco tradicional  con rifles de municiones en el que no falta el botón que hace funcionar  a un diablo horrendo que mientras se contonea lanza chorros de agua a diestra y siniestra,  la “pesca”, en la que los pequeños atrapan con una varita de la que cuelga una cuerda con un arito que hace la función de anzuelo peces y patos de plástico y celuloide que nadan en una tina colorada. En todos esos juegos se premia la destreza del concursante con figuras de barro de distintos tamaños, como cochinitos alcancía, Cantinflas, perros o enmascarados de plata.

En cuanto a la comida, hubo en los andadores del parque  y entre los jardines puestos de quesadillas y sopes, tacos de suadero, elotes asados y cocidos, esquites, jícamas con chile y limón, birria, pambazos, carnitas, pan de pueblo ahí horneado, cacahuates y nueces garapiñadas, buñuelos con miel.

No faltó por supuesto la emblemática cabeza de puerco auténtica en el puesto del pozole, que había blanco y rojo. Ni los expendios un tanto clandestinos de “micheladas” y jarritos con piquete. Lo que de plano ya no se vieron fueron los tramposos juegos de azahar como el de “la bolita”, el de los naipes y uno que consistía en lanzar una canicas sobre un tablero para sumar puntos con el señuelo de ganarse una televisión o un estéreo, o dos o tres, pero que implicaban que la apuesta se duplicaba una y otra vez, hasta el infinito, aventura en la cual el inocente cliente acababa por rendirse, totalmente desplumado…

Los fuegos pirotécnicos, que incluyeron como siempre la quema del tradicional Castillo en la cancha de voleibol a la que acudió una nutrida y entusiasta multitud, marcaron el momento culminante de la fiesta, sin la presencia esta vez de la refrescante pero molesta lluvia. Esta vez hubo puros aplausos para el cohetero, que se lució de veras. El bailazo, por otra parte, empezó desde las siete de la tarde y fue agarrando fuerza bajo la carpa instalada en la cancha de básquet, única aportación de la Delegación Benito Juárez a la celebración, y los danzones y la salsa no pararon hasta en punto de la medianoche. La sorpresa final fue a la mañana siguiente, cuando al salir encontré la calle de Magnolias, mi calle, no sólo asombrosamente limpia sino  totalmente libre de juegos mecánicos, vendimias y demás puestos, con sus autos estacionados como siempre y su tráfico cotidiano, como si nada hubiera ocurrido… Lo cual hace que todo se convierta en sueño, porque uno no puede tener la certeza absoluta de que en efecto hubo fiesta. Válgame.

Twitter: @fopinchetti  

Francisco Ortiz Pinchetti
Fue reportero de Excélsior. Fundador del semanario Proceso, donde fue reportero, editor de asuntos especiales y codirector. Es director del periódico Libre en el Sur y del sitio www.libreenelsur.mx. Autor de De pueblo en pueblo (Océano, 2000) y coautor de El Fenómeno Fox (Planeta, 2001).
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