Benito Taibo
16/08/2015 - 12:00 am
El poeta y la jirafa
Me parece que el Festival Internacional de Poesía de Morelia en 1981, ha sido uno de los eventos más deslumbrantes (en todos los sentidos) que a nivel cultural se hayan realizado en este país, y tal vez en el mundo entero. Jamás se ha reunido una pléyade de poetas de tal categoría desde entonces. Durante […]
Me parece que el Festival Internacional de Poesía de Morelia en 1981, ha sido uno de los eventos más deslumbrantes (en todos los sentidos) que a nivel cultural se hayan realizado en este país, y tal vez en el mundo entero. Jamás se ha reunido una pléyade de poetas de tal categoría desde entonces.
Durante unos cuantos días, la capital michoacana, hoy cercada y temblorosa, se iluminó de inmensa (como diría Ungaretti) con la presencia de un centenar de personajes del mundo entero.
No lo sabíamos entonces, pero cuatro de esos poetas, recibirían después el premio Nobel: el irlandés Seamus Heaney, el sueco Tomas Transtörmer, el alemán Günther Grass y el mexicano Octavio Paz.
Pero entonces, en aquel agosto de 1981, caminaban como simples mortales por las calles morelianas, brindaban con charanda con todo el mundo, felices y relajados, e incluso daban consejos que muchos no escucharon, por el alto nivel etílico al que estaban (estábamos) sometidos.
Yo iba como periodista. A cubrir el evento. Y entrevisté a tres de cuatro.
Pero también escuché al mítico Allen Ginsberg (—“He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura…”), al rumano Marín Sorescu, al maravilloso Elías Nandino, al espectacular Wole Soyinka y a otros muchos que recuerdo como sí hubiera sido ayer.
Fueron días espectaculares y emocionantes. Contaré que mi carnal Federico Engels (escritor, locutor, hombre de bien, voz insigne de Radio Universidad, al que extraño tanto) y un servidor, muy borrachos después de una comida larga y llena de poetas, nos tuvimos que quedar en Pátzcuaro, porque no podíamos, ninguno, manejar. En un hotelito nos registramos como Federico Engels (él, cierto) y Carlos Marx (yo, no tan cierto). Hace un par de años pasé por allí, y vi que tienen enmarcado ese registro y lo ostentan orgullosamente en la recepción. Lloré de la nostalgia.
Todo esto viene a cuento, porque, una de esas tardes asombrosas, mi amiga Maricarmen (relaciones públicas del Festival) me pidió que la acompañara, sin decir más.
Me subí en la camioneta y avanzamos a un hotel en la montaña.
Allí recogimos a Jorge Luis Borges y a María Kodama.
Y los llevamos al otro extremo de la ciudad (me parece que a una recepción, la memoria me falla). Yo iba en el asiento del copiloto, mudo, empequeñecido, muerto del susto. Atardecía. El viejo poeta ciego me pidió que le fuera describiendo lo que había alrededor mientras viajábamos.
-Un acueducto virreinal, de cantera, inmenso y precioso. Una fuente labrada, con tres mujeres al centro que llevan sobre sus cabezas una ofrenda de flores, se llama “De las Tarascas”. Un montón de pájaros negros que revolotean en el aire buscando insectos para comer…- Iba yo diciendo y conforme avanzábamos, intentaba con todas mis fuerzas hacerlo bien. –Tres autos llenos de chicas que van a una fiesta de quince años vestidas para la ocasión…
Borges iba sonriendo y asintiendo con la cabeza. Su mujer era de piedra, como las tarascas de la fuente.
Yo seguía con mi interminable cháchara descriptiva, como un guía de turistas enloquecido que descubría, los insondables misterios de una ciudad que había visto muchas veces.
-Un vendedor de charamuscas. Las charamuscas son…
Y en ese momento la vi, por sobre un muro, observándonos atentamente mientras el semáforo cambiaba de color.
-¡Una jirafa!
Borges comenzó a reírse. Estábamos pasando enfrente del zoológico de Morelia.
-¿Hay muchas por aquí?- Me preguntó.
Y respondí, con un hilo de voz:
-No, es la única. Pero se asoma cuando vienen los grandes poetas.
-Salúdela de mi parte.- Dijo.
Y yo, saqué medio cuerpo por la ventana de la camioneta y saludé, agitando la mano, a la jirafa que rumiaba sin cesar, hojas de un árbol por sobre la barda que la encerraba.
Seguimos nuestro camino.
Oí, como en susurros, el poeta le preguntaba a su acompañante sí había una jirafa de verdad. Ella no le contestó.
Tengo El Aleph firmado por Borges, aquí a mi lado. Con letra diminuta que parece caca de mosca sobre el papel, creo que dice: “A Benito y la jirafa”. Y su firma.
Yo la vi. Puedo dejar testimonio frente a un notario.
Hay gente que no puede ver a las jirafas aunque crucen por debajo de sus largas, esbeltas piernas morelianas.
Lo siento por ellas.
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