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Tomás Calvillo Unna

18/06/2015 - 12:01 am

El delirio de las elecciones

La inercia dominó, no obstante ya aparecen signos que apuntan a posibles escenarios inéditos, tan necesarios como inciertos. Esa incertidumbre propia de las elecciones que se ha desdibujado al mínimo, debido a la ya trillada partidocracia, un club cuyas acciones las aprovechan al máximo un pequeño grupo de propietarios del llamado quehacer público, que han […]

La inercia dominó, no obstante ya aparecen signos que apuntan a posibles escenarios inéditos, tan necesarios como inciertos. Esa incertidumbre propia de las elecciones que se ha desdibujado al mínimo, debido a la ya trillada partidocracia, un club cuyas acciones las aprovechan al máximo un pequeño grupo de propietarios del llamado quehacer público, que han pretendido encapsular hasta la misma imaginación política del país.

Más allá de los datos duros, y no por ello cargados de grietas que los hacen frágiles mensajeros de una atmósfera edificada con cientos de millones de pesos, para legitimar votos de candidatos y partidos, es un hecho que la república ha perdido su ritmo, su rumbo e incluso el sutil pero contunde halo de su alma.

La violencia fue el actor constante antes, durante y después, y no sólo se expresó en el asesinato de dos decenas de políticos de diversos partidos, sino además hay una cifra elevada que no se cuenta, que se ignora y margina.

Lo sabemos los que vivimos en la llamada provincia. La política se ha permeado de violencia criminal que gana terreno oculta bajo la máscara de discursos populistas como una de sus vertientes y en otras, asumiendo la apología del orden a como dé lugar.

Junto a las consignas de la mercadotecnia que tritura las palabras con frases insulsas como santo y seña de campañas, la amenaza velada o abierta acompañada de movilizaciones que explotan la desigualdad social, y de avisos con cuerpos desmembrados, vidas perdidas, que se abandonan ante la invasión del miedo, cuyo núcleo son prácticas de terror, los partidos políticos se convierten en cómplices activos o en testigos pasivos de ese hundimiento del ser mismo de la nación.

Los discursos de beneplácito por los resultados no acallan ese doloroso grito que advierte la política siniestra de quienes son testigos y prefieren encubrir. Las autoridades electorales tienen cifras que informar y que cuadran bien con su quehacer, cumplieron con la mecánica de hacer posible todavía un sistema electoral que se desangra; y dilapida no sólo recursos económicos sino el potencial democrático de una sociedad abrumada y amenazada.

La otra realidad, la de esa violencia que asiste a triunfadores en varios lugares del país, no existe más que traducida en la cantidad de votos logrados. Las constancias que se entregan no dicen nada sobre los millones de pesos invertidos en un negocio cuya meta de estabilidad es cada vez más cuestionable, costosa y dudosa.

LosLos inversionistas fuertes comienzan a hacer el guiño a otras opciones que eviten un colapso anunciado y que en algunos lugares del país ya es evidente con todo y la rutina electoral.

Algo no anda bien, lo saben y mientras tanto habrá que esperar cómo la conflictividad se agudiza y los nuevos reacomodos políticos y económicos dan un poco de oxígeno antes de un descalabro mayor.

Lo que impera es la fragmentación debido a una suerte de confusión cuando se aprecian los signos de la tormenta y no hay claridad de qué hacer, y entonces mejor conviene refugiarse en lo que ahí está; no obstante que los fuertes vientos ya comienzan a derribar muros y volar techos, a pesar de la publicidad de que nada sucede.
Se insiste en el voto incólume, sin valorar su costo y las formas en que se consigue y ostenta incluyendo el crimen; se pretende que sigue representando el sentir de la nación. Extraña fe de una nueva orden, incapaz de asumir críticamente y con sentido común y criterio, la naturaleza del mismo proceso vivido y el sentido de los resultados más allá de una distribución de poder político en representaciones que se han vaciado de significado.

Las lecciones de la reciente contienda electoral nos muestran las amenazas a la estabilidad del país que no provienen de organizaciones magisteriales, sino de: la evidente fragmentación del poder político y su posible pulverización; del proceso de atomización y desarticulación de una transición fallida del estado autoritario a la administración territorial de un capitalismo salvaje; del binomio impunidad-corrupción que produce la hegemonía de la violencia en la disputa por el poder donde aparece el narco populismo como un actor cada vez más relevante, lo que ahonda la fractura de pueblos, comunidades y ciudades.

En estos escenarios la amenaza y el miedo se han sumado a las dádivas clientelares de las milicias electorales. En todo ello los ciudadanos se desdibujan y se focalizan en voces aisladas que apuntan al menos a la sobrevivencia de un pulso democrático.

En términos más generales lo que se está expresando en el ámbito político es parte de un capitalismo salvaje que se ha apropiado del tiempo y espacio de la nación, fracturando la vocación de tierra y pueblos y expropiando el mañana con proyectos reventados de abuso; hay sin duda una pérdida de sabiduría, el conocimiento se subordina fundamentalmente a la ganancia desproporcionada y desigual, y a la velocidad que impera y destruye las posibilidades de la reflexión y de edificar comunidades políticas amplias que fortalezcan lo que en otros tiempos se llamaba un centro de unión y hoy lo llamaríamos un centro de gravedad nacional.

Los tiempos por venir, tarde o temprano ahondarán y dinamizarán la lucha política por edificar esos nuevos centros de gravedad que re-articulen los procesos democráticos y planteen un horizonte posible para México. La coyuntura electoral del 2018, será valiosa pero no suficiente. La re-ingeniería institucional tendrá que ser un primer paso y no puede quedar otra vez en manos sólo de la partidocracia.

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