Alma Delia Murillo
16/05/2015 - 12:01 am
Devorarse a sí mismo
Para mi madre y hermanos, que me enseñaron a amar la vida sin prejuicios Para Jorge, mi amor, por atreverse conmigo Magdalena tiembla, el malestar por la resaca y la falta de sueño circula alrededor de ella como si quisiera cazarla, atraparla, comérsela viva. Tratando de ponerse el collar de perlas descubre que no […]
Para mi madre y hermanos, que me enseñaron a amar la vida sin prejuicios
Para Jorge, mi amor, por atreverse conmigo
Magdalena tiembla, el malestar por la resaca y la falta de sueño circula alrededor de ella como si quisiera cazarla, atraparla, comérsela viva. Tratando de ponerse el collar de perlas descubre que no sólo le duele la cabeza, también le duele la vagina.
El tirón para unir el broche ha sido demasiado fuerte y súbitamente el hilo se rompe. Las perlas caen rebotando por el piso de su elegante penthouse, se inclina para tratar de recuperarlas pero las que han caído bajo la cama la obligan a tirarse en el suelo y alargando el brazo las levanta una a una. Al tanteo de la mano el contacto con un condón pegajoso y húmedo la sacude como un latigazo, atrae el preservativo hacia sí, se sienta en la cama y lo mira estupefacta, como si no pudiera comprender cómo fue que el pedazo de látex lleno de semen llegó ahí.
Piensa si alguna perla del collar se habrá quedado sola, escondida, huérfana de pertenencia como se siente ella el día de su cumpleaños número cuarenta y nueve. Tiene ganas de llorar pero no llora.
Sabe que vendrá un largo día de reuniones en la oficina, frases vacías, miradas corporativas, pasteles horrendos, abrazos asexuales con la pelvis colocada a la distancia correcta, falsos buenos deseos y regalos de pésimo gusto.
Y con el día vendrá la noche y ella seguirá sola y sin calma.
¿Cuándo fue la última vez que despertó acompañada el día de su cumpleaños?
¿Cuándo apareció esa monstruosa peca en su mano derecha?
¿Se puede regatear el tiempo?, ¿se puede negociar con el destino?
Pero Magdalena odia la autocompasión más que ninguna otra cosa y aún sabiendo que debajo de ese extraordinario abrigo azul de cachemira y que debajo de ese hermoso cuerpo todavía deseable, sus huesos y su alma crujen como los de cualquier mujer que se acerca a los cincuenta años; se pone la sonrisa y luego de dar una última mirada al espejo para acomodarse el pelo sale casi corriendo.
Les presento a Magdalena, uno de los cuatro personajes de mi primera novela Las noches habitadas.
Junto a ella están Carlota, Claudia y Dalia. Las cuatro sufren de insomnio y digo sufren porque realmente lo padecen, porque si no pueden dormir es por algo, en principio porque están demasiado vivas para entregarse al sueño.
Yo tampoco dormí mucho durante los meses que escribí la novela y así aprendí que esto de la escritura es un oficio de autofagia, un desgaste tremendo, la más hermosa de las desgracias. Los textos se alimentan de quien los crea, de sus horas de sueño, de sus fantasías, de su entorno, del oído alerta y de los ojos abiertos, de la piel, del miedo, de las incomodidades, de todo. Escribir es devorarse a sí mismo, lo dijeron muchos antes que yo y es totalmente cierto.
Escribir es una paliza interior, un atentado contra la autoestima, se los digo en serio: primero está la página en blanco delante de la que se tiembla como cachorrito perdido y cuando por fin aparecen los personajes y van dictando sus historias también aparecen las dudas, ¿será bueno lo que estoy contando?, ¿valdrá la pena?, ¿será todo una mierda y no vale la pena seguir?, ¿qué va a pasar con Carlota y Julián después del accidente?, ¿regresará Adrián luego de haber desaparecido sin avisar?
Lloré con Dalia por su amor transgresor y su alma perturbada, me reí con Claudia y sus obsesiones por José Manuel, me enamoré de Carlota, mi adolescente irresistible; me sorprendí con los encuentros sexuales de Magdalena… me las llevé a correr al bosque todas las mañanas, las odié algunas tardes en las que anduve como alma en pena con mi computadora bajo el brazo buscando dónde escribir.
El día que puse punto final sentí que me quedaba ¿huérfana? – al que pierde un padre se le llama huérfano pero ¿cómo se llama el que pierde un hijo?, ¿cómo, el que pierde el tiempo? se pregunta Jaime Sabines – ¿cómo se llama a quien crea personajes el día que estos le abandonan? me pregunto yo.
Escribir no se parece a nada y, las más de las veces, es horrible porque duele, pica, abochorna, incomoda. Pero también es necesario e inevitable y, muy de vez en cuando, provoca un gozo absolutamente único y es entonces cuando se vuelve adictivo, vital, impostergable.
Debo decir, para matizar mi drama (já, já), que escribir también es curativo porque es verdad que las palabras curan al alma y que a veces se escribe para aliviar un dolor panza o un nudo en la garganta. O al menos yo, que no he dejado de preguntarme si la ansiedad me dejará en paz algún día.
Las construí a las cuatro andando por toda la ciudad y ahora se las entrego tal y como se me presentaron ellas: frágiles y enteras, divertidas e intensas; las entrego resignada a que ya no son mías sino de quien las lea.
No me queda más remedio que dejar en Las noches habitadas a mis criaturas “salvajemente humanas” como me dijo algún lector generoso y entrañable. Ojalá tenga la suerte de que ustedes encuentren algo de esa humanidad en ellas.
¿Que qué voy a hacer ahora? Pues sí, esto no tiene remedio: ya estoy retorciéndome en la silla escribiendo notas para mi próxima novela, ¿qué más?
Las noches habitadas
Alma Delia Murillo, editorial Planeta, 2015.
Disponible en librerías y en formato electrónico.
@AlmaDeliaMC
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