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Benito Taibo

03/05/2015 - 12:01 am

La crispación

-Éste es otro México.- Me dice el viejo Don Raúl, que aparentemente podría haberlo visto todo en sus noventa largos años de ciudadano de a pie. Puedo notar que en su voz no hay resignación, asombro, encono. Ni siquiera dolor. Es una afirmación categórica y un poco espeluznante por lo que esconde y lo que […]

-Éste es otro México.- Me dice el viejo Don Raúl, que aparentemente podría haberlo visto todo en sus noventa largos años de ciudadano de a pie.

Puedo notar que en su voz no hay resignación, asombro, encono. Ni siquiera dolor. Es una afirmación categórica y un poco espeluznante por lo que esconde y lo que encierra. Llevamos largo rato platicando mientras la tarde va cayendo lentamente, pintándose de naranja. Es mi vecino en la Magdalena Contreras, sus abuelos comuneros nacieron aquí y de aquí son todos desde antes que Lázaro Cárdenas nacionalizara la industria petrolera.

A veces, cuando me harto de estar frente a la computadora, salgo a sentarme a su lado, siempre durante el atardecer a contar esas historias de todos que se cuentan alrededor de una simbólica hoguera; fuma a escondidas de su nieta, con largas caladas, mientras mira a ninguna parte. Está sentado en una silla de mimbre desvencijada, en medio de la calle; busca y rebusca las palabras en el aire y luego las suelta siempre en frases cortas, de una contundencia que en mucho se parecería a un hachazo. Suspira de tanto en tanto mientras con el rabillo del ojo mira hacia la casa por si sale Rebeca a regañarlo.

Tiene en las manos un paquete envuelto en plástico negro. Lleva en un pegote su nombre y dirección.

-¿Y eso?- señalo con el dedo.

-El “verdepaquete”, me llegó hoy. Estoy esperando que pasen para devolverlo.

Sé que dentro tiene una mochila y quien sabe cuántas cosas más de parte del Partido Verde, ese que ni es verde, ni es partido ni es nada, excepto tal vez una pandilla.

Ya repasamos Ayotzinapa, Tlatlaya, la captura de la Tuta, la casa blanca, las otras millonarias casas, los helicópteros públicos que se usan para fines privados, la insistente cantaleta de los partidos por la radio y la televisión, los muertos en toda la geografía nacional, la impunidad, el descrédito de los partidos políticos, los desaparecidos, la transa, el cochupo, las prepotencias que se han vuelto dueñas y señoras de esta tierra; los levantadedos y los lamebotas que se agitan en torno al poder como polillas alrededor de los faroles.

-¿Otro, cómo?- Digo.

Hace un signo en el aire con la mano, abarcando el alrededor, todo, lo visible y lo invisible. Parece un personaje de Rulfo.

Y me contesta con una pregunta: -¿No lo sientes?

Y ahora soy yo el que se queda callado.

Sí, si lo siento, pienso. Una desazón que atenaza la garganta, esos ojos que nos han ido creciendo en la nuca, esa sensación de que las cosas ya no están en su sitio, ese ruido que nunca escuchamos cuando se cayó el espejo pero que dejó su huella indeleble en los trozos resquebrajados sobre el suelo, devolviéndonos tan sólo pedazos pequeñísimos de lo que alguna vez quisimos ser. La crispación, esa sombra que parece estar sobre nosotros siempre.

Lo siento…

Y sin embargo, me rehúso a creer que estamos condenados, que hemos sido elegidos para presenciar el desplome inminente y trágico de los restos de una civilización. Don Raúl lo nota, levanta las cejas exigiéndome una respuesta que no quiero dar, pisa la colilla con su bota de obrero. Saca de la chamarra una anforita, da un trago corto, carraspea (no me ofrece porque sabe que lo dejé hace ya mucho), se está haciendo de noche.

-Es como si de vecino tuvieras al diablo- Me suelta de sopetón.

-Pero yo tengo suerte- Le digo. –De vecino lo tengo a usted.

Y es justo en ese momento en el que tengo una “antropofanía”, que es la epifanía muy humana de los muy incrédulos como yo que no creemos en dioses ni en diablos.

Y empiezo a contarle de los cientos de muchachos que he visto en los últimos tiempos esgrimiendo un libro como si de un ariete se tratara, y sirviera para romper el muro de lo injusto y lo desigual. A las comunidades que se reúnen para defenderse, a la sociedad civil que se organiza y sale a la calle a reclamar sin banderas de partidos sobre sus cabezas, a los que todos los días se rompen el alma trabajando sin empuñar una pistola, a los vecinos como él, decentes. A los que resisten y a los que se rebelan.

Dicen que un optimista es un pesimista mal informado, pero no es mi caso. Veo junto a lo que veo y que me crispa como a todos, esas tablas de salvación para el naufragio que se llaman Raúl, Julia, Fernando, Juana, Miguel, Aurora. Madres, padres, hermanos, hijos, ciudadanos. Y en cada una de esas miradas veo también al otro que como yo, no quiere ser testigo del derrumbe.

Y paro de hablar porque ya vienen caminando por las viejas vías del tren, los jovencitos de la secundaria vespertina, riéndose y haciendo bromas, envolviéndolo todo con esa vida que les sale por los poros.

Dijo Nietzsche que “Quien con monstruos lucha cuide de convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”

Pero yo no estoy viendo el abismo, y Don Raúl tampoco. Vemos a esos que vienen caminando y que habrán de construir desde ahora, junto con todos, un destino donde no quepa la abyección, la ignominia ni los monstruos.

Ya se encendieron los focos de los postes.

Se escucha una sonora carcajada. Pero no es del diablo, es de mi viejo vecino que está viendo caminar frente a nosotros, junto a nosotros, a la esperanza.

Ya viene hacia aquí Rebeca a avisarle al abuelo que es hora de la cena.

Antes de meterse a su casa, Don Raúl me sonríe.

Deja el paquete del Verde en medio de la calle.

Yo lo recojo cobijado por las sombras y después de quitarle la dirección de mi vecino lo tiro al tambo de basura de la esquina.

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