Alma Delia Murillo
02/05/2015 - 12:00 am
La Santa Inquisición Digital
“La humillación digital se ha convertido en deporte de masas gracias a las redes sociales” leí en el suplemento semanal de El País el domingo pasado precisamente minutos después de encontrar en mi página de Facebook comentarios en los que me llamaban idiota, traumada, pobre niña abandonada que debía superarlo o de plano me deseaban […]
“La humillación digital se ha convertido en deporte de masas gracias a las redes sociales” leí en el suplemento semanal de El País el domingo pasado precisamente minutos después de encontrar en mi página de Facebook comentarios en los que me llamaban idiota, traumada, pobre niña abandonada que debía superarlo o de plano me deseaban que ojalá tuviera un hijo que se me muriera. Todo a raíz de la columna Humanos desde chiquitos que escribí el fin de semana anterior y donde cuestioné ese burdo cliché que asegura que todos los niños son buenos y puros.
En casi todos los casos, a los insultos seguía alguna frase religiosa o moral a modo de reprimenda: “Ojalá que se te muera un hijo para que aprendas que los niños son buenos y que todos somos creación de Dios”, por ejemplo. Sí, el chiste se cuenta solo. En la más pura de las contradicciones, estas personas trataban de convencerme de que la bondad divina habita a los seres humanos diciéndome cosas crueles.
Ah, chingá, barájemela más despacio, compadre.
La publicación de El País me llevó a descargar el libro (que recomiendo enormemente) So You’ve Been Publicly Shamed de Jon Ronson donde documenta montones de historias de linchamiento digital y sus inimaginables consecuencias y, descubre, casi como si se nos hubiera olvidado, que detrás de cada pira digital hay un ser humano al que, sin exagerar, le destruimos la vida. El caso de Justine Sacco, que se narra en el texto de Ronson, ilustra perfectamente el monstruoso fenómeno de deshumanización en el que entramos cuando nos contagiamos de la histeria digital colectiva.
Justine, torpemente confiada de que se comprendería su sentido del humor cáustico pues en realidad se estaba burlando de la mentalidad estadounidense de supremacía blanca, tuiteó antes de subirse a un avión para volar al Continente Africano: “Rumbo a África. Espero no contagiarme de SIDA. Bromeo. ¡Si soy blanca!”.
No tuvo tiempo ni oportunidad de explicar que era una burla contra sí misma, una crítica ácida contra las peores prácticas de la cultura blanca totémica a la que ella misma pertenece.
Cuando su vuelo aterrizó y encendió el teléfono se enteró de que su tuit le había dado la vuelta al mundo. Y la violencia colectiva no se hizo esperar, le llamaron puta blanca racista y le desearon que sufriera una violación masiva para que se contagiara y aprendiera su lección. Perdió el empleo pues la turba pedía su cabeza a la empresa para la que trabajaba y la empresa, temerosa de contagiarse de la mala imagen y siempre velando por la credibilidad de sus marcas, la despidió. Si buscan en Google el nombre de Justine Sacco, se encontrarán la historia completa. Es tremenda.
Desde luego que mi caso es insignificante comparado con otras historias de verdadero acoso en la red, pero me interesaba poner luz sobre el fenómeno de las hogueras digitales que arden frente a nuestra nariz disfrazadas de supuesta justicia o aleccionamiento moral cuando, en colectivo, creemos que alguien hizo algo incorrecto o simplemente salivamos y cedemos golosos al placer irresistible de mofarnos de algún personaje público (o no tanto), famoso (o anónimo), que cometió un error en su cuenta de Twitter o de Facebook y no importa si el desventurado autor del error lo borra o se disculpa: una vez cometido el error, la condena es inapelable y los pantallazos -que ahora fungen como testigos honorables para dar fe de cualquier cosa- seguirán circulando en la red, los memes no se harán esperar y la tormenta de mierda (o shitstorm) llegará a tal grado que, probablemente, el desafortunado que la cagó en grande (o mínimamente) perderá su empleo y durante muchos meses, o tal vez años, ni siquiera podrá llevar su currículo a una entrevista de trabajo sin el secreto temor de que le reconozcan. La tormenta de mierda en cada caso podrá durar, cuando mucho, semana y media, luego correremos como fieras famélicas tras otro trozo de carne o el olor de otro rastro de sangre que habrá dejado un nuevo error difundido en las redes sociales.
Sé lo que están pensando: que si la falla no es falla sino un abuso de poder que cometió algún funcionario público y su parentela, llámense el director de Conagua utilizando un helicóptero federal para irse de vacaciones o la hija del titular de la Profeco cerrando restaurantes por berrinche y prepotencia: pues sí, el señalamiento público digital que hizo renunciar a sus cargos a uno y a otro, estuvo muy bien.
El problema es que nuestra vocación “justiciera” no discrimina y, a menudo, más que una verdadera denuncia ciudadana; se trata de nuestra hambre insaciable por señalar, descalificar y defender a toda costa nuestros siempre cuestionables códigos morales de cualquiera que no piense igual que nosotros.
En México hemos linchado lo mismo a Joaquín López Dóriga por no saber hablar inglés que a Denise Dresser por exigir un buen servicio de la cuasi monopólica compañía telefónica Telmex o al instituto de Filología de la Universidad Nacional Autónoma de México por la campaña de fomento a la lectura “Perrea un libro” que molestó a nuestros aburridos, torpes y limitadísimos estándares de cómo debe ser el acercamiento a la literatura. A la actriz Martha Higareda por mostrar las tetas y ponerse implantes para agrandarlas como si no tuviera derecho a hacer lo que le dé la gana con su cuerpo, o al estudiante Sandino Bucio porque usaba el pelo largo y no parecía muy prolijo aunque su causa era defenderse de un levantamiento injustificado por parte de la Policía Federal cuando el tema de Ayotzinapa ardía en el país … ¿sigo?
A uno por ser miembro de la empresa que monopoliza el contenido televisivo en el país, a otra por exigir un servicio y tener cierto renombre y a los demás porque no cumplen con las formas que nos satisfacen y no se ven como creemos que deberían verse. Nosotros agarramos parejo cuando se trata de linchar porque más que firmes valores o posiciones sociales nos mueve el vicio por criticar a otros seres humanos hasta sus últimas consecuencias.
¿Qué nos pasa?, ¿quiénes somos para juzgar hasta el hartazgo los cuerpos de las actrices que aparecen desnudas en alguna foto, haya sido hackeada o no?, ¿con qué derecho lanzamos piedras y antorchas a diestra y siniestra bajo la vergonzante comodidad del anonimato y de la virtualidad?
El artículo de El País Semanal cierra señalando que, por supuesto, con nuestra pulsión inquisidora incrementamos las cifras de alguna cuenta en Silicon Valley y la hacemos crecer en cantidades que ni siquiera imaginamos. Y es verdad, en medio de todo esto, hay una industria millonaria cada vez más rentable.
Lo alarmante es no darnos por enterados de que esto que hacemos en línea equivale a esos videos de bullying escolar que tanto nos preocupan cuando un grupo entero golpea o violenta a un niño o niña y todos los demás asisten al espectáculo y lo nutren asumiendo el papel de público atento.
¿Y la compasión?
¿Y la empatía?
Si las olvidamos o las diluimos bajo el pretexto de que todo ocurre en la bruma de lo digital, entonces vamos directo y sin la menor resistencia a la deshumanización porque les aseguro que la tecnología digital no hará otra cosa que seguir tomando más y más territorios de nuestra existencia cotidiana, ¿vamos a entregarnos así, por completo, sin detenernos a elegir cómo queremos que trastorne o no la manera de relacionarnos?
Ojalá que no, ojalá que estemos dispuestos a dar la única batalla que debería convocarnos sin distinción: la de preservar nuestra sensibilidad humana.
@AlmaDeliaMC
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