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Francisco Ortiz Pinchetti

01/05/2015 - 12:01 am

El viejo cuadratín

A la memoria de Leopoldo Gutiérrez Ortega El nombre de una exitosa agencia de noticias que en México dirige periodísticamente mi querido amigo y colega Gonzalo Álvarez del Villar trajo a mi mente de regreso el término cuadratín (aunque ellos la escriben con “Q”, agencia Quadratín). La pura verdad es que como por arte de […]

A la memoria de Leopoldo Gutiérrez Ortega

El nombre de una exitosa agencia de noticias que en México dirige periodísticamente mi querido amigo y colega Gonzalo Álvarez del Villar trajo a mi mente de regreso el término cuadratín (aunque ellos la escriben con “Q”, agencia Quadratín). La pura verdad es que como por arte de magia han ido apareciendo en mis recuerdos toda una serie de vocablos relacionados con la simpática palabra, hoy prácticamente en desuso, que fue la pieza clave no sólo de todo un lenguaje especializado que prácticamente se ha perdido, sino también una tecnología tradicional de la industria gráfica en todo el mundo, esencial en el desarrollo del periodismo.

Pienso que hay palabras que deben ser escritas de vez en cuando para que no se olviden para siempre.  Por eso me parece importante dejar de lado esta vez todo tipo de calamidades y sinrazones a las que solemos dedicar nuestros espacios los opinadores diversos, para repasar esa terminología sui generis, entrañable, con la que hace no tanto tuvimos contacto intenso y cotidiano en nuestro quehacer informativo.

En tipografía, nos dice el Glosario Gráfico, un diccionario especializado, el cuadratín es un símbolo impreso con forma de cuadrado con el mismo ancho y alto que el cuerpo al que se refiere: Un cuadratín del 12 es un cuadratín de 12 puntos por lado. Por extensión, se llama también cuadratín al espacio blanco que mide lo mismo que un cuadratín. Esas son las definiciones clásicas que permiten también la existencia de espacios en blanco no flexibles conocidos como «medio cuadratín» y «cuarto de cuadratín», que se usaban como medida para separar elementos tipográficos de forma irrompible.

En la práctica cotidiana de la formación tipográfica de un periódico impreso, el cuadratín era nuestra medida básica. Con ella nos formamos. En el diario de formato estándar (como Excélsior o El Universal, por ejemplo) esa medida definía el ancho de cada una de las ocho columnas tradicionales: 11 cuadratines. Entre cada columna iba un medianil de medio cuadratín, de modo que el ancho de la plana completa era de 88 piezas. El largo de las columnas –o de los textos—se medía en cambio en líneas ágata. La herramienta clave para esas mediciones era el inolvidable tipómetro, una regleta metálica de cabeza plana con doble escala: centímetros de un lado y líneas ágata del otro. Los textos se medían en líneas ágata, multiplicadas por el número de columnas. De esa manera se cotizaban también las llamadas “gacetillas”, o inserciones aparentemente noticiosas que en realidad eran anuncios pagados disfrazados y que aún prevalecen en algunos medios.

En diarios como Excélsior, todavía a mediados de los años 70 (cuando ocurrió el “golpe” de perpetrado por Luis Echeverría que sacó del periódico a 300 periodistas, encabezados por Julio Scherer García) se empleaba una tecnología de composición llamada “caliente”, hoy definitivamente desplazada por las computadoras y los modernos sistemas de formación e impresión “en frío”. Los reporteros escribíamos nuestras notas en destartaladas máquinas de escribir Olivetti, sobre escritorios metálicos de la H Steele y Compañía, igualmente desvencijados que formaban tres hileras en la extensa redacción del tercer piso, en Reforma 18. Utilizábamos tres hojas tamaño carta de papel Revolución, entre las que intercalábamos dos hojas de papel carbón para formar lo que se conocía como libro. El original y una copia de cada nota los enviábamos a la mesa de redacción. Era el hueso, término que por extensión (y mala leche) se aplicaba también a los ayudantes de redacción de recogían el material para hacerlo llegar a los correctores de estilo que compartían con el subdirector, el jefe y el secretario de redacción y los cabeceros, el célebre guitarrón, una gran mesa de madera que tenía la forma del voluminoso instrumento musical.

 En la mesa de redacción el material era corregido a lápiz, cabeceado y jerarquizado. Ahí se decidía el destino de su publicación, si era el caso, se seleccionaban el tipo, las columnas y los pisos de su cabeza, y se incluían mediante una guía en el machote o esquema (o layout, diríamos hoy) correspondiente a cada plana. A determinadas notas se les escribía el término debe, lo que indicaba que debería ser incluida sin falta en la edición correspondiente. Cuando la leyenda ponía debe del director, su inclusión era sencillamente ineludible. Las notas ya debidamente procesadas, así como las fotografías con su encuadre marcado con lápiz rojo de cera y sus pies de grabado, eran enviadas mediante un singular sistema de transportación dentro de una cápsula de vidrio que era colocada en un tubo al vacío a través del cual llegaba en unos segundos a la sala de linotipos. Los textos se paraban en esas máquinas prodigiosas inventadas en 1896 por el relojero alemán Ottmar Mergenthaler en Baltimore, que hoy son si acaso piezas de museo. Entre los lingotes fundidos (con los moldes clasificados por tipo y puntaje dentro de los magazines) en una amalgama de plomo, antimonio y estaño, o para separar los párrafos, se colocaban pequeñas laminillas llamadas interlineado. Las cabezas grandes se armaban con tipo movible, que contenían las diversas cajas operadas por los hábiles cajistas. La cabeza principal, a ocho columnas siempre, se componía invariablemente con tipo “60 Alducin” (en honor de Rafael Alducin Bedoya, el fundador de Excélsior en 1917). Medía 60 puntos de alto y cabían justo 60 caracteres en las ocho columnas.

Los textos ya tipiados eran colocados en unas charolas alargadas llamadas  galeras, de las que obtenía una impresión en tiras de papel mediante un rodillo entintado. Las galeras, ya en papel, eran llevadas a una sala donde los correctores de galera (entre ellos mi querido “padrino” Ernesto Benítez) revisaban cada nota y hacían las correcciones pertinentes (marcadas con una simbología convencional característica) antes de regresarlas a linotipos para que se efectuaran los cambios de lingote pertinentes: cada errata implicaba cambiar el lingote respectivo, que equivalía a una línea de texto. Con los textos en metal debidamente corregidos, se armaban las planas en las mesas de composición, para lo cual se utilizaban las ramas, unos marcos de fierro de tamaño real. Ahí se ajustaban con pinzas metálicas textos, cabezas y fotografías, ya convertidas éstas en grabados o clisés de cinc u otro metal mediante el proceso de fotograbado. Las diferentes notas eran separadas mediante plecas igualmente metálicas. Ya ajustada cada página era colocada en un carro con ruedas para ser llevada a al área de estereotipia. Sobre cada plana era colocado un cartón especial que se sometía a la presión de un rodillo para que en él se grabaran todos los elementos de la composición: cabeza, textos, plecas, grabados. Dichos cartones eran luego cocidos en unos pequeños hornos cilíndricos, eléctricos, que los endurecían y les daban una forma semicircular, rígida. Con ellos como molde, se fundían en metal medios rodillos que eran fijados en la rotativa, para imprimir con ellos sobre el hule que una vez debidamente entintado trasmitiría la impresión final sobre el rollo de papel. Difícil olvidar ese olor a plomo y a tinta y esa estridencia casi ferrocarrilera de la rotativa al arrancar, luego de un prolongado timbrazo de alerta, en aquellos vetustos talleres de Bucareli 17. Y todo ello, a partir del viejo cuadratín. Válgame.

DE LA LIBRE-TA

Para los compañeros del viejo Excélsior, un “retrato hablado” de la mesa de redacción del Periódico de la Vida Nacional, a mediados de 1976. En la cabecera de la gran mesa conocida como el guitarrón por su forma, de espaldas a la ventana con balcón que daba al Paseo de la Reforma, el subdirector Manuel Becerra Acosta (hijo). A su izquierda, el jefe de Redacción, Arturo Sánchez Aussenac; a su derecha, el secretario de Redacción, Leopoldo Gutiérrez Ortega.  Repartidos a lo largo de la mesa, los cabeceros Manuel Campos Díaz, El Vate, y Gonzalo Martínez Maestre, y los correctores Carlos Narváez y Antonio López, entre otros. De pié, a ambos lados de la mesa, los ayudantes de redacción Víctor Manuel Juárez  y Fernando Belmont. Y junto a la puerta de cristal, el inolvidable oaxaco Senén Montero Crisanto.

Twitter: @fopinchetti

Francisco Ortiz Pinchetti
Fue reportero de Excélsior. Fundador del semanario Proceso, donde fue reportero, editor de asuntos especiales y codirector. Es director del periódico Libre en el Sur y del sitio www.libreenelsur.mx. Autor de De pueblo en pueblo (Océano, 2000) y coautor de El Fenómeno Fox (Planeta, 2001).
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