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Tomás Calvillo Unna

22/04/2015 - 12:02 am

No se trata del voto

El ambiente cargado de la política impide ver horizonte alguno. La retórica aparece como una mezcla de buenos propósitos desgastados, insultos por doquier acompañados de campañas de difamaciones que a todos salpican, envueltas como mercancía que se puede adquirir al precio de votos. Así, prácticamente se entierra cualquier posibilidad de discutir los principales problemas del […]

El ambiente cargado de la política impide ver horizonte alguno. La retórica aparece como una mezcla de buenos propósitos desgastados, insultos por doquier acompañados de campañas de difamaciones que a todos salpican, envueltas como mercancía que se puede adquirir al precio de votos. Así, prácticamente se entierra cualquier posibilidad de discutir los principales problemas del país y sus soluciones posibles.

¿Dónde se están analizando y discutiendo los temas centrales que atañen a millones? ¿En qué espacios públicos se reflexiona sobre los retos que implica la violencia? ¿Cuáles son las alternativas ante los dilemas de la educación en el siglo XXI?, ¿Cómo replantear la relación de la sociedad industrial contemporánea con los recursos energéticos, con su protección y cuidado en la era del cambio climático?, ¿Cuál es el destino de una sociedad donde el agua se disputa sin planeación alguna y está sometida a intereses particulares que responden solo a la lógica del negocio poniendo en riesgo la supervivencia misma?, ¿Dónde se debate sobre un sistema político empantanado por su incapacidad de retornarle al estado sus responsabilidades sustanciales de garantizar seguridad; fortalecer un régimen de derecho; proteger por igual las garantías individuales y sociales que permitan una prosperidad, asegurando condiciones de igualdad a ciudadanos y regiones? ¿Dónde se está buscando desarrollar la fuerza social necesaria para recuperar al país del crimen que ha destruido la paz de miles de familias?

Las campañas políticas están encapsuladas en una suerte de pantomima que pareciera responder a los intereses de sectores económicos poderosos, que usan a los partidos políticos para imponer reformas económicas que los beneficien; y cuando esas fuerzas políticas ya no les son útiles, buscan que otros partidos se encarguen de administrar la etapa que sigue. El propósito es no perder el control social de un proceso que requiere de administradores políticos eficientes que garanticen estabilidad y no pongan en riesgo el territorio económico ganado.

El gran drama de la democracia contemporánea es el desmantelamiento de los estados reducidos a su mínima expresión, convertidos en mediadores políticos de los procesos tecnológicos económicos impuestos por la dinámica de la cultura de la revolución digital (un cambio civilizatorio donde el cuerpo físico es sustituido por la mente como instrumento y receptáculo de los ciclos productivos adheridos a la sociedad totalitaria del consumo).

El tema que agrava en extremo esta condición en México es la violencia, que expresa el otro circuito económico del capitalismo salvaje, que desde su ámbito de ilegalidad, pero de necesidad de consumo estratégico por la riqueza que produce, mantiene vasos comunicantes con el circuito legal del capital; siendo el orden político, jurídico y policiaco la bisagra para que dicha maquinaria pueda continuar su función. La democracia se cocina en esa intersección de la cual están prácticamente excluidos los ciudadanos (sólo participan como consumidores o víctimas).

Los partidos políticos, algunos sin saberlo incluso, aceitan dicha maquinaria con sus juegos electorales que ayudan, en el mejor de los casos, a ajustar esas fuerzas económicas que se intercalan, se confrontan y se mezclan. La democracia es cada vez más una fachada de lo que en México algunos llaman poderes fácticos; de ahí los otros extremos surgen, como aquellos que justifican sus definiciones autoritarias como un rescate de la voluntad popular. En esos extremos se expresa la debilidad de los propios estados por la incapacidad de un sistema político atrapado en su propia fragilidad estructural y sometido en ocasiones, y aliado en otras, por igual a los actores legales e ilegales, los del capital del mercado internacional y los del crimen global. De esta manera la experiencia democrática se descarrila como en México, o se deforma en modelos autoritarios ya conocidos por sus fallidos ejercicios políticos de discursos unívocos y prácticas arbitrarias.

Hechos como los de Tlatlaya, Ayotzinapa y Apatzingán, expresan una violencia que se multiplica de diversas formas y cuestiona la legitimidad de los procesos electorales; ante la parálisis, y en ocasiones complicidad de los partidos políticos, en los escenarios que el crimen ha impuesto en México.

La presencia del sicario, el anónimo y cruel accionista a ras de la calle, que remplaza al vagabundo como ícono solitario, muestra la profundidad de este drama, incluso en la marginalidad más extrema.

No se trata del voto, ojalá ese fuera el problema, pero el voto ha perdido su poder de significar un instrumento democrático para expresar la voluntad ciudadana. En las condiciones que vive México hoy en día eso ha dejado de ser relevante, gane quien gane, sólo son matices de una debacle de la democracia electoral que queda como residuo de un proyecto de transición que se desfondó por razones internas y externas, que con anterioridad hemos referido. El tema central de ese desgajamiento es la simbiosis del crimen y la política; y la incapacidad del sistema político mismo de reactivar la representación ciudadana para fortalecer el ámbito público en todas sus vertientes.

Desde esta perspectiva, el país más temprano que tarde, habrá de encaminarse hacia la construcción de un nuevo constituyente, donde la fuerza social creativa que ahora parece fragmentada se pueda comenzar a reunir; esa dinámica seguramente no tardará en aparecer por instinto político de la propia sociedad y por razones de sobrevivencia como comunidad nacional. Para ello será necesario rehacer los mismos procesos democráticos, en otras condiciones que eviten la distorsión, que significa la partidocracia y el sobrepeso de los corporativos económicos que afectan drásticamente la salud de la República.

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