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Alma Delia Murillo

18/04/2015 - 12:01 am

¿Matar al padre?

Sí, sí, ya sé que suena terrible pero por supuesto la sentencia es en sentido figurado. Habrán escuchado del parricidio y matricidio psicológicos que se supone debemos cometer para construir la propia identidad y no vivir en un eterno homenaje a papá  y mamá. Haciendo una relectura de Hamlet me puse a pensar en el […]

Laurence Olivier Como Hamlet Fotografía Tomada De La Red
Laurence Olivier Como Hamlet Fotografía Tomada De La Red

Sí, sí, ya sé que suena terrible pero por supuesto la sentencia es en sentido figurado.

Habrán escuchado del parricidio y matricidio psicológicos que se supone debemos cometer para construir la propia identidad y no vivir en un eterno homenaje a papá  y mamá.

Haciendo una relectura de Hamlet me puse a pensar en el fenómeno de los hijos que nunca se liberan de los invencibles pactos secretos, de las lealtades intrínsecas, de los mandatos y sentencias traumáticas con las que los padres (y las madres también, cómo no) les marcan para siempre.

¿Digo fenómeno en el párrafo anterior como si se tratara de una rareza? Pues debería decir costumbre, hábito, tendencia: o sea, naturaleza humana.

Sin ponernos melodramáticos ni trágicos pero sí tragicómicos, yo creo que vale la pena analizar el tema. Porque un padre o una madre puede gobernar la vida de los hijos con esta simple pero poderosísima frase: “me sacrifiqué por ti y estás en deuda conmigo”.

Lo mismo si los progenitores aún respiran que si están muertos, el calado profundo de esa sentencia puede tener consecuencias insospechadas pues plantea un laberinto sin salida, una condena perpetua porque, vamos a ver, ¿qué es exactamente estar en “deuda” con los padres y cómo y cuándo se liquida esa cosa?, ¿hay manera de saldar semejante cuenta por pagar?

Pues no, no hay manera, lo que los padres y madres hacen por los hijos es impagable y por lo tanto la amenaza, atisbo, sugerencia velada, rostro lloroso a lo Libertad Lamarque o histérico grito echado en cara acerca de “la deuda” es una chingadera mayúscula. Es que “La deuda” se convierte entonces en un eterno fantasma que acecha (como el padre de Hamlet) al vástago incesantemente.

Entrar en el juego y firmar el pagaré puede hacer que los hijos jóvenes –y no tan jóvenes– nunca se diferencien de la familia y nunca tomen la sana, vital y necesaria distancia para encontrar su yo, su “sí mismo”, las elecciones personales que les darán identidad, resumiendo: nunca se vuelven adultos.

Me refiero a convertirse en adulto como convertirse en un entero, en un uno, un único ser diferenciado de los padres que, en el mejor de los casos, los superará y esa será la manera de devolverles un poco de lo recibido, la mejor manera de homenajearlos. Ah, pero cómo cuesta trabajo superar los demonios y temores para lograrlo.

Aquí les voy a dejar, a manera de ejemplo, un fragmento de una tesis de la psicóloga Anne Ancelin Schützenberger sobre los lazos generacionales, secretos familiares y lealtades invisibles que da para pensar, y mucho:

< “Las lealtades familiares invisibles demuestran hasta qué punto es difícil para un buen hijo o una buena hija, superar el nivel de estudios de su padre; tendrá por ejemplo, una enfermedad la víspera, o un accidente yendo al examen, o un “olvido” momentáneo y dará hoja blanca, incluso y sobre todo si él (ella) era brillante y “el mejor de la clase”. Porque de hecho e inconscientemente, la promoción social e intelectual correría el riesgo de crear una distancia o una ruptura entre él y su familia: ya no tendrían las mismas costumbres, los mismos gustos, los mismos hábitos en la mesa y la comida, ni siquiera la misma ropa, lecturas (o ausencia de lecturas de libros), las mismas normas, las mismas necesidades...; ya no vivirían en los mismos barrios, no frecuentarían las mismas personas y tendrían un nivel financiero diferente. Al saber perfectamente que esto puede plantear problemas y crear sufrimientos, alejamiento y un sentimiento de infidelidad a los padres, a los abuelos y a la clase social, el hijo o la hija “renuncia” inconscientemente por un acto de fracaso a franquear esta barrera que sus padres o los suyos no pudieron franquear. Al hacer esto, responde inconscientemente al mensaje doblemente coercitivo de su padre (o de su madre):

“Haz como yo, sobre todo no hagas como yo”; “lo hago todo por ti y tu éxito... y temo que me superes y nos “sueltes” o nos “dejes.”

El hijo o la hija se olvidará entonces de dar cuerda al despertador una noche antes del examen, olvidará llevarse los papeles de identidad, llegará tarde, tendrá un accidente en camino... precisamente ese día. Frecuentemente se ve este acto de “fracaso accidental” para una etapa decisiva de estudios (bachiller, entrada en la Universidad, licencia, tesina, doctorado) o de entrada en la vida activa profesional (la mañana de una entrevista de trabajo, por ejemplo). Nos gobierna la fidelidad a los ancestros, hecha inconsciente o a ciegas, y por ello es importante hacerla visible, tomar consciencia de ella, comprender qué es lo que nos obliga, lo que nos gobierna y considerar si, eventualmente, no se debería romper y reacomodar esta lealtad, para recobrar el derecho de vivir la propia vida.>

Uf, ya sé que me puse muy intensa pero es que cuántas y cuántas veces he visto, con el corazón encogido, esta conducta en amigos queridísimos, en parientes, hermanos y por supuesto, en mí misma. Talentos y capacidades truncados, contenidos, renunciados por temor de traicionar aquéllos mandatos familiares.

No me malentiendan, no digo que haya que dejar de querer a los nuestros, todo lo contrario: el amor por la familia se vuelve más fuerte, más genuino, incondicional y gozoso cuando no hay resentimientos de por medio si cada miembro de ella tiene libertad para hacer de sí mismo según su deseo.

Y lo digo sin ánimo de lapidar a los padres pero sí con ánimo de incitar a todo mundo a mandar al carajo ese fantasma hecho de herencias, deseos frustrados, lealtades invisibles y roles sustitutos; la vida es muy breve como para gastarla obedeciendo deseos ajenos de mamá, papá o hermanos mayores.

Tal vez la única deuda que deberíamos asumir es la de llegar hasta nuestro ser profundo, ese que se merece la libertad de elegir quién es y en quién quiere convertirse aceptando que cada uno se debe a sí mismo el esfuerzo de dejar la piel, el alma y las vísceras para ser lo que desee y pueda llegar a ser y no menos. Vaya cosa.

Esta bocazas está a punto de callarse pero quiero dejar una última sugerencia aunque, desde luego, siéntanse libres de mandarme al carajo: no sigan viviendo sin leer Hamlet, esa creación extraordinaria de un tal William Shakespeare que se supone llegó al mundo y lo abandonó precisamente un mes de abril, como este caluroso que vamos implacablemente deshojando.

@AlmaDeliaMC

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