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Alma Delia Murillo

11/04/2015 - 12:01 am

A chingarle

Luego de años de culiachatarme conduciendo cuatro horas diarias para ejecutar mi jornada oficinera pues los principios canónicos del corporativismo empresarial (o del godinismo) así lo exigían, he vuelto al transporte público y a andar sobre mis dos piernas. Voy del metro al metrobús, a uno que otro camión, hago largas caminatas y no podía […]

Fotografía Tomada De La Red
Fotografía Tomada De La Red

Luego de años de culiachatarme conduciendo cuatro horas diarias para ejecutar mi jornada oficinera pues los principios canónicos del corporativismo empresarial (o del godinismo) así lo exigían, he vuelto al transporte público y a andar sobre mis dos piernas. Voy del metro al metrobús, a uno que otro camión, hago largas caminatas y no podía faltar el recurrente abordaje de taxis.

Sí, ha llegado el momento de hablar de Uber que es la gran cosa; usted descarga una aplicación en su teléfono inteligente, activa el sistema de posicionamiento global y solicita un auto. Toda una experiencia: facilidad para hacer el cargo a una tarjeta bancaria sin preocuparse por llevar dinero en efectivo, servicio excelente, disponibilidad infaltable, caballeros medievales que abren y cierran la puerta y ofrecen botellitas de agua y se presentan armados también con GPS para localizar casi cualquier destino y, cien por ciento garantizado: conductores perfumados con tal exceso que dejan intoxicado el epitelio olfativo.

Todas las florituras que gusten y manden pero los conductores de Uber tienen una mayúscula carencia que los deja en franca desventaja contra los taxistas tradicionales y es que los de Uber no cuentan historias. No son una caja de Pandora llena de accidentes gramaticales y crónicas de la ciudad, no tienen un gramo de la simpatía natural con la que estos juglares –callejeros o de sitio- suelen convertir un trayecto en un verdadero recorrido por el México profundo y desgranar anecdotarios personales entre los que se cuelan historias legendarias.

Y es que la anatomía de un pueblo es su lenguaje, ya se sabe. Y aunque mucho se ha discurrido y explorado sobre el mexicanísimo vocablo chingar y sus derivaciones más insospechadas y contradictorias, yo creo que una de sus acepciones más bonitas es aquella que se refiere al trabajo.

Cuando decimos “a chingarle” o “aquí, chingándole” queda claro que la tarea se asume con resignación pero también con ímpetu, con un poco de rabia pero con cierto gozo latente.

No sé, el arco narrativo de la expresión es tan extenso y combativo que bien alcanzaría para desarrollar una batalla épica cuyo grito de guerra podría ser lo mismo ¡Por Júpiter! que ¡A chingarle!

Y es que fue precisamente un taxista de cepa, de aquellos al volante de un sedán amarillo el que me enseñó esa frase que, aunque la he escuchado en otros lados y a menudo la utilizo, se la atribuyo a él y la recuerdo como una experiencia iniciática.

Ahí tienen que estábamos detenidos por el semáforo en rojo cuando se le acercó un compañero de clan a bordo de su respectiva máquina amarilla, se saludaron con un intercambio de silbiditos que podrían causar la envidia del más afinado de los canarios y se miraron fijamente a los ojos. Cuando la luz cambió a verde, esto fue todo lo que se dijeron:

-       A chingarle.

-       A chingaaaarle.

Apenas arrancamos, el hombre me miró por el retrovisor y se disculpó conmigo por su lenguaje altisonante; “está bien” respondí, de eso se trata. Y fue cuando procedió a explicarme, con una extraordinaria habilidad didáctica, por qué el verbo “chingarle” era el único que había que aprender a conjugar en la vida.

No se me olvidará nunca y aunque, repito, lo he escuchado ya de otras personas, mi fuente primaria seguirá siendo él.

Y me acordé porque ayer, a bordo de un Uber cuyo servicio, insisto, es impecable, me entró una repentina nostalgia por los taxistas bocazas que de tanto andar por las calles de esta ciudad devorando historias y kilómetros, se les desbordan los relatos en cuanto se sube un pasajero a su unidad.

El trajeado de Uber ni siquiera hablaba conmigo sino con su Smartphone y cuando respondió a una llamada personal con el insípido “estoy en servicio” que no es ni remotamente estimulante y mucho menos motivador como el “aquí, chingándole”, pensé que todos esos códigos de conducta que van imponiendo las empresas más exitosas, no dejan de representar un pequeño réquiem por las expresiones vitales perdidas. Porque el progreso por más progreso que sea a veces es triste, tieso, aburrido y hasta feo.

O sea que cuando el caos se corporativiza, ya se chingó la esencia vital de la experiencia.

Lo único que espero es que no se nos ocurra desarrollar un up-grade para que la aplicación le cuente historias grabadas al pasajero para evitar, a toda costa, que los dos seres humanos a bordo se pongan a conversar.

¡¿Cómo?!, ¡¿es acaso que al pasajero tampoco le interesa interactuar con el conductor?!

Ya.

Perdonen entonces a esta insensata que cerrará la boca en el próximo viaje y durante el trayecto “conversará” en redes sociales teléfono en mano pero pondrá, eso sí, su mejor cara de estar chingándole.

@AlmaDeliaMC

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