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Tomás Calvillo Unna

08/04/2015 - 12:00 am

¿Qué hacer con las elecciones?

En la vorágine de información de cada día, es difícil seleccionar lo que es preponderante, sobre todo si tomamos en cuenta que esa información a la que accedemos ya está editada, es decir, ya fue elegida por alguien más para que se convierta en relevante para nosotros. De cualquier manera lo que llamamos noticia no […]

En la vorágine de información de cada día, es difícil seleccionar lo que es preponderante, sobre todo si tomamos en cuenta que esa información a la que accedemos ya está editada, es decir, ya fue elegida por alguien más para que se convierta en relevante para nosotros. De cualquier manera lo que llamamos noticia no deja de ser una huella de la vasta realidad donde día a día nos desenvolvemos.

En el caso de México,  al Gobierno le preocupa el haber perdido su capacidad de editar la realidad, eso le impide posicionar su agenda en la sociedad mexicana. Durante los primeros meses fue distinto gracias a su eficiente operación política a nivel de las elites, tanto de los partidos como de los empresarios.

No obstante, más temprano que tarde, lo que podemos denominar como la “real realidad”, aquella que no está determinada únicamente por la percepción sino por la experiencia de la vida cotidiana, emergió con tal ímpetu y contundencia que prácticamente desbordó la capacidad del gobierno en turno y de la mayor parte de su clase política de dar respuesta a las demandas específicas de los ciudadanos que apuntan a la justicia, a la seguridad, la paz, el fin de la corrupción y la impunidad y el inicio de una prosperidad tangible. En esa condición general estamos cuando arriban los tiempos electorales, dando un aparente respiro al sistema político mexicano tan vapuleado dentro como fuera del país.

Los millones de pesos que las elecciones hacen circular seguramente reducirán por un corto periodo el malestar general, sin embargo también pueden convertirse en un episodio más de la decadencia política que vive el país. Y no es una afirmación que uno deseara expresar, es una evidencia que día a día nos confronta con una pregunta que tarde o temprano tendremos que responder, nos guste o no, con amenaza de cárcel o sin ella ¿qué hacer? con elecciones que han extraviado su vitalidad democrática.

En lo particular, creo que es necesario profundizar en la discusión del sentido que hoy en día tienen las propias elecciones e incluso la actual polémica que las mismas suscitan. Algunos analistas mantienen su anclaje en una realidad donde, en el mejor de los casos consideran la actual circunstancia como una democracia insuficiente; para ellos pareciera que esta experiencia política es reversible y superable a partir de los parámetros presentes del sistema electoral vigente, que con alguna nuevas reformas puede garantizar una especie de normalidad democrática.

No ven la emergencia nacional que desde hace un buen rato vive el país, no se trata solo de los escándalos de algunos funcionarios o representantes, ni siquiera de la galopante corrupción e impunidad vigente. El tema es más de fondo hay un desgarramiento funcional y fundacional del propio Estado Mexicano que ningún gobierno o fuerza política podrá modificar.

La disminución del Estado Mexicano (que comenzó a subastarse hace unas tres décadas) coincidió con la alternancia democrática, la globalización económica, el avasallamiento de la sociedad de consumo, el dinero exprés y el empoderamiento del crimen en un mundo que multiplica sus adicciones y formas de violencia; todo ello dinamizó una degradación en la cultura política del país y contaminó hasta sus entrañas el propio circuito económico de la región donde México también se convirtió en un operador clave de todo tipo de transacciones ilegales. Esa realidad ha permeado todos los ámbitos, principalmente del quehacer económico y político, y aunque algunos consideran que el proceso electoral es la llave del régimen democrático, no deja de ser un aseveración en las actuales condiciones que peca de ingenua, por decir lo menos.

El país requiere una cirugía mayor que ya no está en manos de los partidos políticos; para nuestra desgracia, su conducta agravó más las cosas y nos complicó la realidad de manera extrema.

Hay demasiado resentimiento, odio, coraje, indolencia, menosprecio y estupidez en el ambiente que no nos ayudan si queremos encontrar algo mejor y no empeorar aún más las cosas. La inercia de la maquinaria política domina momentáneamente el escenario nacional, a pesar de los signos que advierten el estado de gravedad de la nación. Lo menos que se podría esperar es una buena dosis de honestidad intelectual para desprenderse de apegos a conceptos que ya no explican la naturaleza de lo que solemos llamar estado nacional. Este se encuentra en una mutación profunda que si no queremos ver, nos llevará incluso a su desintegración.

Así de grave es el asunto y no se necesita argumentar que son visiones apocalípticas, incluso las referidas a su acepción etimológica de revelación o toma de conciencia, o darse cuenta o un poco al menos de sentido común. Estamos inmersos en este naufragio y nos cuesta trabajo dimensionarlo, pensamos que es solo una mala etapa que pasará, de un proceso democrático que pronto se recuperará junto con la economía. No, no es así, ojalá lo fuera, la conmoción actual rebasa el ámbito de lo estrictamente político, por eso no se debe dejar de insistir que tenemos que discutir las propias raíces que nos estructuran como nación. No es utópico proponer caminar hacia un nuevo constituyente, que permita una reflexión colectiva, a fondo, de los requerimientos que la sociedad actual exige para permitir su sobrevivencia.

Es posible generar una dinámica cuya geometría política vaya de abajo hacia arriba de arriba hacia abajo, que asuma diversas experiencias locales, regionales, nacionales y mundiales, donde las comunidades y los ciudadanos han logrado reducir la violencia, consolidar el bienestar común, y articularse más sabiamente con su entorno, cuidando no solo la herencia de la tierra sino respetando el hogar del mañana donde habitarán las generaciones por venir.

El capitalismo y el socialismo históricos han dejado sus enseñanzas, muchas de ellas dolorosas y otras que alumbran caminos a seguir.

Imaginar que somos capaces de hacerlo es lo primero, para ello se necesita recuperar el carácter de la nación, que naufraga en el océano de las corruptelas entre los restos de un Estado que ha malbaratado las riquezas de sus habitantes.

Todo ello al ritmo de los capitales que compiten sin mayor reparo, absorbidos en la vorágine de la velocidad de las tecnologías y sin tener la capacidad para sustituir la responsabilidades de las instituciones públicas, como entidades políticas; y no solo como agentes de bienes raíces o facilitadores de nuevos territorios de consumo en que se han convertido los gobiernos en turno y que en muchas ocasiones significan la devastación de los patrimonios comunitarios y la perdida de la diversidad.

Tenemos que volver a conectarnos con el alma de la nación, aunque la expresión misma de ello suene a subjetividad pura, pero de eso se trata, de ahondar en el territorio de la interioridad, de lo que no es mercancía o ideología, ambas son relevantes, pero la naturaleza del desafío que enfrentamos obliga a disminuir su peso en la visión que se requiere edificar.

en Sinembargo al Aire

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