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Antonio María Calera-Grobet

26/03/2015 - 12:00 am

LA CRUDA

Por ahora no bebo. Estoy, luego de arduos años, en descanso. Y algo bueno de ello es que no extraño la cruda. Extrañar la cruda sería como decir que uno extraña, cuando sale del país, no sus playas o sus montañas, sus mujeres guapas, sino las fotografías de sus políticos durmiendo en las cámaras. Sería […]

Por ahora no bebo. Estoy, luego de arduos años, en descanso. Y algo bueno de ello es que no extraño la cruda. Extrañar la cruda sería como decir que uno extraña, cuando sale del país, no sus playas o sus montañas, sus mujeres guapas, sino las fotografías de sus políticos durmiendo en las cámaras. Sería como decir que uno extraña el olor de sus establos y no el jamón serrano, las salas de espera de los aeropuertos y no el viaje alado, las biblias de los hoteles y no lo que hemos hecho sobre sus camas, encuerados. Extraño ser el gran histrión de mi película, no las colas de la taquilla. Al maravilloso elenco, el guión que los mueve a través de esa película. Yo fui fanático libérrimo del hermoso set de las cantinas, hermosas piqueras en donde tejí mi vida.

Eso es lo que extraño. No lo que está fuera del cuadro. Uno extraña estar borracho con sus amigos: sentirse Picasso en París, torear como Manolete, brincar al trompo como Mohammed Ali. Eso extraño. Salir de mi propia persona, por un momento y vaciarme, regarme sobre la existencia (tal y como baja un trago en las rocas por la garganta), por un momento cometer ese desdoblamiento rimbaudiano de ser otro. “Yo soy otro”, decirle a la vida. Decirle: “Yo soy tu padre”. Y beber libre, y bailar y cantar libre, hablar libremente, libre de mente, hasta el amanecer. Verme ahí parado, ahí en la proa de mi barco, sobre las nimiedades del mundo. Extraño eso, pues. Eso que pudiéramos llamar la espuma del beber, la grupa domada y encabalgada del beber, sin sentir, a cada tranco, a cada galopada, que uno va dando tumbos, a destiempo, contra la luz, a contratiempo. Extraño esa sincronización del movimiento de uno, trago a trago, con el mundo.

Pero resulta, lectores bebedores aquí reunidos que, como sabemos, la cosa va junto con pegado. La borrachera y la cruda son caras de una misma moneda. Estar crudo es estar en la cara dura, en el lado oscuro, Estoy crudo y, así, veo al mundo: crudamente, sin caretas. No es el mundo un perro vivito y colando cuando se está crudo. Es un perro descoyuntado en el asfalto. Destripado. Por cierto que caigo en cuenta que decir: Crudo (repitámoslo un par de veces: Crudo: Crudo), suena bien. Suena ralo, suena romo, suena seco. Rotundo: crudo. Hasta parece que atiende una cosa metafísica. Nuestra carne está cruda. El crudo como un pedazo de carne que no se coció. Que está abierto así, en canal, se le paran las moscas. Porque se verdea un crudo. Se pone azul o verde porque se está oxidando, se está pudriendo ahí, sitiado en su cárcel de humanidad sudorosa. Tal vez por eso le caiga de peso la luz del sol al crudo. Porque con la luz se cuece el infeliz. Por eso es que el crudo reclama un refresco al mundo: el derecho de macerarse en un vaso de cerveza, o de pulque: un trago de alcohol para atemperarse con su hielo fresquito como piscina temporal. Y volver así humectándose, aligerándose, salseándose en ese spa, en esa alberca que se llena por el esófago, un ser digno de volver a respirar, caminar, vivir, derecho de ser vivo o por lo menos arrastrarse en esta vida lastimera.

Decía yo que la cosa va junta con pegada: borrachera y cruda como cara de la misma moneda. Y eso lo sabemos bien: porque luego de la borrachera la cruda siempre llega. Cumple su promesa. La cruda pues como la tía gorda, chimuela y tuerta, la tía fea, chaperona de nuestra borrachera. Las hermanas orates de Cenicienta, que vendrán  tarde o temprano a cobrar su derecho de piso, resentidas, despechadas, dolidas, abandonadas, rucas que vendrán a trepanarnos el seso, hacérnosla pasar mal, verdaderamente mal en esta realidad de mierda. Así veo la cruda, ese estado de conciencia que apenas se asoma, ni llega aún, y ya nos apedrea. La cruda como una imagen de Julio Ruelas, que se difumina, se tuerce, se retuerce poco a poco hasta ser una Pintura Negra. De estar en el origen del mundo en la borrachera, pasas a Ruelas, y de Ruelas a Goya en apenas unas horas. Esa es la cruda. De la luz a la oscuridad de veras. Cosa de quitarnos las vendas y quedarnos momias: te la deja ir (me refiero por supuesto a la realidad), entera.

Pero como no todo en este texto irá por fustigar sólo a una cara de la moneda debo decir que si bien uno no puede escribir borracho (dudo que alguien pueda escribir buenas cosas estando rabiosamente alcoholizado), debo decir que la cruda será una vieja fea pero algo tolera. Pese a estar uno casi aniquilado, tolera atisbar, olisquear, cierto estado de lucidez. No dije claridad, mucho menos un tinglado de sabiduría pero algo parecido: nos deja una sensibilidad torcida pero que aún planea, una mira desde donde, atribulado, el yo otea su sinrazón, su desazón, su spleen de cierta manera. Desasido. Desvinculado. Mal herido. Y uno sí que alcanza a atrapar cierto estado de las cosas estando ahí dejado, arrojado. Algo pesado, claro, sin altivez, si se quiere, hasta francamente bajo. Porque hay que decir que uno observa desde ahí las cosas tal y como le fue en la feria anterior pero en sentido contrario, inversamente proporcional al paraíso previo, como una feria que ya ha cerrado: no hay juegos mecánicos abiertos (vamos por el mundo con el cuerpo cortado), ni fuegos pirotécnicos, acaso nuestra cabeza sea una ruleta, una montaña rusa de pensamientos enfermos y atascados, un martillo que golpea y golpea sin tocar ninguna campana. O todas las campanas. Eso: la cruda es un carrito chocón que se da una y otras veces contra su mismo terror. La cruda: la casa de los espejos del terror y sus anamorfosis reflejadas en el eco de nuestra vacuidad, contra su propia cara triste. Porque la cruda nos deja ahí, como carne asoleada, azorada y empanizada de tristeza. Una tristeza que somete, claro, pero también alimenta. Vaya que con toda su rareza alimenta. Agridulce la cruda, dulce y ácida, agria y salada, de todo un poco. Es un tuétano aterido, una pileta de hojas secas, un mirador enterrado en la niebla, un maizal podrido por la nevada pero que aún se desgrana y prende sus calorías en nuestra cabeza. Ya dijimos, muy a su manera. Tiesa manera. Terca manera. Tensa. Y ahí nos parapetamos, ahí nos guarecemos. En ese cobertizo agujerado. Nos curte ahí la cruda, la cruda como salmuera de nuestra conserva, ahí nos metemos a cuarentena, a rehogar como reformatorio, nuestras ideas.

Y cuando digo que la cruda nos deja ver, muy a su manera, caigo en cuenta que tal manera pudiera verse como un zoom: la cruda como una lupa en la que los sujetos que uno ve, a través de sus espejismos, parecen estar mucho más cerca de lo que en verdad están. Menos etéreos y más concretos, sin decir que menos mentirosos y más verdaderos. Eso no lo sabemos ni sabremos. Lo que sí es que parecen menos lejos. Tal vez por ello la gente cruda ase siente mal. Devuelve la cruda realidad luego de tanto verla, de tanto olerla,  de tanto escucharla gritar, porque la cruda realidad lo marea. E insisto: será lo que sea pero la cruda algo deja a la escritura. Un resabio de algo que perdura: ya sea por la calentura de un cierto deseo cárnico o descarnado, ya por la perplejidad que causa el saberse sobreviviente a un nuevo terremoto propinado, eso sí, exclusivamente, y a nuestro antojo, por nosotros: nuestro gusto, claro, nuestro mal gusto, muchas veces, y la calidad de los pomos.

En fin. Reconozcamos y reconozcámonos en la cruda también en su cosa buena, al fin y al cabo es el estado de la república que más visitamos, el cuadro de honor en el que más figuramos, el traje que nos queda luego de tanta fiesta y por ello es el que más usamos.  A fin de cuentas ella no fue por nosotros. Nosotros fuimos los que tocamos, una y otra vez, a su puerta. Y sin dejar de apuntar que la cruda también funciona para aglutinar comunidad: porque bien que necesitamos de la infantería  para que la hija de puta no nos rompa la crisma: le rogamos todos por piedad, entre todos por piedad. Juntitos. Y ahí vamos en hordas a cualquier tugurio, a darnos baños de pueblo de elegidos entre “compas”, “pares” y “maestros” para sentirnos vivos o menos turbios. La cruda entonces también como fomentadora del turismo etílico, porque nos hace recorrer la ciudad en busca de cantinas, templos dominicales para zozobrar y sanar. Encallar y sanar. Y bueno: también la cruda como grillete de casa, para pasa tiempo con los seres queridos, entre las cuatro paredes, hundidos. En casa a la caza de nuestros propios sentidos. A la caza de nosotros mismos.

Vieja amiga esa cruda tan vilipendiada sólo por decirnos las cosas tal cual, sin máscaras: y más que nada por recordarnos, cuando quisimos ser espíritus libres, que también somos meros cuerpos. Ajados, cascados. Tasajeados por el cosmos. Esa que se burló en nuestra cara. Cruda: siempre la primera y siempre legendaria. Para ella no hay venas: hay alambre de púas. No hay piernas: hay tubos de piedras. No hay sesos: puros funerales de pensamientos enfermos. Cruda: la muy piruja de todos pero que, por algún motivo, los sentimos algo real (vaya que lo sentimos de verdad), pensamos lo quiere más a uno. Seria y decidida a demolernos, nunca duda la cruda. La cruda es dura. Y dura y dura y dura.

Y para terminar, quisiera sacarme una espina que tengo clavada desde hace rato. Hay una frase hecha que va por el mundo diciendo: “Dios, si con mi borrachera te he ofendido, con la cruda me sales debiendo”. Me parece mal. Muy mal. En todo caso que haya sido un Dios el causante de nuestra cruda, deberíamos de ir más allá. Por ejemplo: desclavarlo, bajarlo de las greñas, aporrearlo, emborracharlo con tinto, vodka, cerveza, y volverlo a la cruz, para que sufra lo mismo allá en las alturas, a la derecha de su padre, el jefe de jefes, absolutamente ebrio.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.
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