Author image

Alma Delia Murillo

21/03/2015 - 12:01 am

Estás bien rico, papacito

Estimado lector: sí, usted señor, joven, adulto contemporáneo, adolescente rozagante, a usted le propongo que hagamos un ejercicio. Imagine que, mientras va viajando en un abarrotado vagón del Metro, una señora se le acerca y se masturba junto a usted o, dejémonos de consideraciones: se masturba con usted restregándole el pubis contra su brazo, sus […]

Fotografía Tomada De La Red
Fotografía Tomada De La Red

Estimado lector: sí, usted señor, joven, adulto contemporáneo, adolescente rozagante, a usted le propongo que hagamos un ejercicio.

Imagine que, mientras va viajando en un abarrotado vagón del Metro, una señora se le acerca y se masturba junto a usted o, dejémonos de consideraciones: se masturba con usted restregándole el pubis contra su brazo, sus nalgas o la parte de su cuerpo que le quede a modo para tal propósito.

Una señora que, desde luego, a usted no le gusta en absoluto, todo lo contrario: para usted se trata del tipo de mujer que, en tanto que macho de mamífero humano tiene preferencias particulares, no es atractiva para aparearse con ella –suponiendo que las hembras de mamífero humano constituyan el interés de su orientación sexual–

Esta señora, tan mitad animal y mitad racional como corresponde a nuestra especie, simplemente pasa por alto si a usted le halaga o no ser el objeto de su erotización. Imagine también que, por causas misteriosas, ese día todas las mujeres que lo rodean están decididas a manifestarle el incontenible deseo carnal que provoca en ellas.

Avancemos, pues.

Estamos en el momento en que usted, paciente y aguerrido, se sobrepone al suceso poco agradable que acaba de vivir, baja del vagón en la estación de su destino y camina por el andén buscando la salida del Metro no sin antes enfrentar otro episodio: justo antes de subir, una mujer agazapada bajo la estructura de las escaleras y asegurándose de haber hecho contacto visual con usted, se levanta la falda y, carente de ropa interior, le muestra la vagina sólo porque sí, porque quiere y porque puede hacerlo.

Usted trepa los escalones de dos en dos y, todavía perturbado por la imagen del vello púbico de la desconocida, sacude la cabeza y trata de concentrarse en llegar a la oficina.

Pero he aquí que, tres mujeres que están a cargo del sitio de taxis que queda unos metros delante de la salida del metro, no pasan por alto su presencia y lo interpelan con estas frases pronunciadas con entonación sugerente:

-       Estás bien rico, papacito.

-       Qué sabroso se ve tu pito, mi amor.

-       Yo sí te daba, mi rey.

Irritado por la falta de respeto, porque lo que escuchó no le gusta y porque de una manera que no puede explicar, lejos de sentirse elogiado se siente expuesto y agredido, usted les contesta:

-       No me estén molestando, déjenme en paz.

Y esto es lo que recibe por respuesta:

-       No seas grosero, te estamos diciendo un piropo, un halago.

-       Además tú tienes la culpa, para qué te pones ese pantalón apretado que te marca el paquete.

-       Y bueno, ni que estuvieras tan guapo, te estamos haciendo un favor, además de pinche feo eres malagradecido.

Usted enmudece ante el hecho de que, para el entendimiento de estas tres mujeres, el que ha manifestado una actitud provocadora, ruin y grosera, es usted. Desiste de cualquier discusión y acelera su andar pero aún apurado como está, alcanza a percibir el “tsssss” lascivo que le dedica la joven con la que se ha cruzado en la acera.

Al llegar a su lugar de trabajo, agotado y deseando un poco de tranquilidad, se encuentra con su jefa que no deja de mirarle la entrepierna pues el volumen natural de sus genitales que se marca bajo el pantalón es atractivo para ella y no pierde oportunidad de manifestarlo:

-       Qué guapo te ves hoy, eh, si no tienes con quién comer, yo te acompaño.

Usted simplemente no responde pero se siente de lo más incómodo con la mujer clavándole los ojos sobre el pene y los testículos sin ningún disimulo.

La jornada no acaba allí, suceden otros eventos, tantos que ya no puede ni citarlos pero desbordemos un poco más su imaginación: supongamos, querido lector,  que esto le ocurre todos los días de su vida, en mayor o menor grado, manifestado de una forma o de otra; con palabras, manoseos, miradas insinuantes, abordajes en cualquier sitio público que lo mismo puede ser un vagón del Metro que el aeropuerto o un restaurante que eligió para comer en soledad simplemente por el placer de tener un momento para sí mismo.

No, no me estoy desgarrando las vestiduras ni dramatizando sobre lo que muchos consideran una condición “natural”; les estoy pidiendo un poco de empatía, de resonancia humana, de conducta honorable.

Y se me ocurrió este ejemplo porque a menudo me quedo sin palabras cuando trato de explicar por qué no es agradable ni halagador que algún desconocido le diga a una mujer desde la frase más soez hasta el piropo más ingenioso cuando ella solo quiere estar sola, estar en paz, estar en silencio.

O cuando trato de explicar por qué, cada mañana debo elegir qué me voy a poner bajo el criterio de “algo que me tape” y por qué aprender a poner cara de no me estés chingando es un recurso adaptativo o por qué me parece absurdo que tenga que justificarme cuando simplemente no quiero ser abordada y por qué, apreciable desconocido, si yo respeto tu intimidad, tu espacio y tu anonimato, lo más digno en tu comportamiento sería que tú respetaras el mío.

Porque tenía trece años la primera vez que, caminando por la calle, un tipo pasó corriendo junto a mí y me metió la mano en el vestido; tenía dieciocho cuando en el Metro otro se masturbó frente a mí, porque a mis treinta y siete escucho frases viles que me dicen cuando voy trotando hacia el bosque para hacer mi carrera del día y voy por la calle esquivando grupos de hombres pues sé que para ellos lo normal, lo “natural”, será decirme algo.

Porque hoy, al estar en la línea de revisión del aeropuerto, dos miembros de vigilancia me detuvieron un poco más de la cuenta para tratar de coquetear conmigo y al no recibir respuesta me preguntaron ¿pero no estás enojada, verdad? Y esta aparente nimiedad, esta sutileza importa por esto: lo que se espera de mí es que me muestre sonriente, seductora, agradecida por el interés y que busque la manera de agradar porque soy mujer.

No dejo de cuestionar por qué esos uniformados del aeropuerto no le preguntan a otros hombres en el mismo tono sugerente que lo hicieron conmigo si están enojados aludiendo a la expresión seria o adusta de su rostro.

Pero, sobre todo, escribo esto porque sé que mis historias son las de todas. Pregúntenles a las mujeres con quienes conviven qué se siente andar, cada día de tu vida, en estado de alerta o tapándote para que ningún hombre se sienta con derecho de “halagarte”.

Una se cansa, compañeros, así que les suplico que se abstengan del comentario “agradece que todavía te dicen cosas porque cuando tengas cincuenta años…” Lo digo en serio: entiendo la atracción natural, la seducción, la condición erótica de la especie pero lo que no entiendo, es que tengamos que resignarnos a que las cosas así son y nos declaremos incapaces de construir un espacio público tantito más evolucionado, nomás tantito.

@AlmaDeliaMC

en Sinembargo al Aire

Lo dice el Reportero

Opinión

más leídas

más leídas