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Arnoldo Cuellar

19/03/2015 - 12:02 am

Aristegui: el debate de fondo

Son diversas las expresiones que ha despertado el conflicto entre la empresa MVS y la periodista Carmen Aristegui, buena parte de ellas polarizadas, pero todas alejadas del punto esencial: ¿contamos en el país o no contamos con el derecho a la libertad de expresión? Leo a periodistas veteranos como Raymundo Rivapalacio o Carlos Ramírez, haciendo […]

Son diversas las expresiones que ha despertado el conflicto entre la empresa MVS y la periodista Carmen Aristegui, buena parte de ellas polarizadas, pero todas alejadas del punto esencial: ¿contamos en el país o no contamos con el derecho a la libertad de expresión?

Leo a periodistas veteranos como Raymundo Rivapalacio o Carlos Ramírez, haciendo sesudos análisis sobre el conflicto entre Aristegui, la familia Vargas y la presidencia de la República. Se hacen valoraciones, se prevén cambios de rumbo, se analiza el balance de fuerzas.

Leo las redes sociales y encuentro a quienes han ubicado un motivo más para profundizar una indignación que ya tenían; veo a quienes personalizan sus comentarios y caen en insultos lanzados en todos direcciones; veo la acción de los ejércitos de bots que ponen y quitan trendings que no impactan a nadie, mucho menos a la realidad.

Escucho a los comentaristas que se quedaron en MVS, derechitos como soldados como suele ocurrir cuando el compañero de al lado ha recibido un castigo ejemplar, lanzando al aire “posturas personales” que nada tienen de personal, sino que replican todas las tesis de la empresa en la que trabajan y donde seguramente quieren prosperar.

Veo que ponderan su ejercicio crítico, nunca censurado por nadie, comentaristas cuyos mayores aportes al análisis político son juicios escasamente argumentados; conductores que nunca han conducido una investigación periodística, más allá de una que otra afortunada “filtración”.

El tema central, del que nadie se ocupa, es si es posible investigar una historia, medianamente soportada, que ponga en evidencia al más alto nivel el carácter rapaz de la clase política que nos gobierna, de la que forman parte todos los partidos políticos del espectro. Si es posible publicarla en los medios masivos de que disponemos, la mayoría de ellos de corte empresarial. Y, finalmente, si es posible sobrevivir a todo ello.

En un país con una historia de autoritarismo presidencial, levemente interrumpida en los 12 años de dos gobiernos panistas que no ejercieron el mismo absolutismo, no por falta de voluntad, sino por desconocimiento de los mecanismos extraconstitucionales, la pérdida del espacio periodístico donde se documentó fehacientemente una historia de abuso del poder por parte del presidente de la República en funciones, no puede ser tomado sino como una nueva lección de las mismas viejas reglas de siempre: quien se mete con el presidente termina perdiendo.

El problema, entonces, es que el presidente de esta presunta República constitucional con división de poderes, puede hacer lo que quiera, pues no hay ni un sólo mecanismo legal, político, ni mucho menos social, para conminarlo a respetar los límites que deberían ser consustanciales a una democracia contemporánea.

Y como el presidente tiene ese enorme margen de maniobra, que para sustentarse requiere de profundas complicidades de sus subordinados y de los responsables de los otros poderes, entonces allí está la piedra de toque de la República de complicidades que siempre hemos sido y que hoy amenaza con hundirse ante el peso del saqueo y la ineficacia de la gestión de los asuntos públicos.

Ese es el punto donde hoy no se ve a los analistas y a los periodistas más experimentados de este país, ocupados unos en revisar el ajedrez de un ejercicio político que se ha vuelto insustancial en la medida que solo es cortesano y que no tiene influencia alguna en la realidad; mientras otros desperdician el espacio en la exhibición de unas filias y fobias que nada esclarecen.

El país está hundido. De ello dan cuenta hechos casi kafkianos como la constante elaboración de leyes para aumentar penas a delitos ya castigados por los códigos existentes, como si eso fuera a detener la ola de inseguridad; o como la decisión de Pemex de renunciar a enviar gasolina por los ductos instalados a un alto costo en todo el país, ante la imposibilidad de evitar el saqueo.

La clase política cleptocrática que padecemos, evidenciada cientos de veces y día tras día por la misma realidad, y por la forma en que la sufrimos todos los que lidiamos con instancias y trámites de gobierno, ha dejado de ejercer su responsabilidad para dedicarse de forma prioritaria a su propio beneficio.

De esos temas, pero a sus niveles más altos, justo donde el problema empieza y se derrama hacia el resto de la sociedad, hablaba el trabajo periodístico de Aristegui, con método y continuidad. Desde luego, es algo de lo más incómodo para sus empleadores, hombres pertenecientes a la élite de los grandes negocios que dependen, precisamente, de decisiones de los mismos gobernantes.

Por eso, análisis como los de Carlos Ramírez y Raymundo Rivapalacio tienen sentido: Carmen Aristegui fue en contra de los intereses de sus patrones, tenía que pagar las consecuencias. Otros no lo dicen, pero lo piensan: hizo periodismo de investigación, donde nadie lo hace, ¿qué se creía: que era mejor que los demás?

Pero toda esa barahúnda de comentarios elude lo principal: en verdad ¿estamos condenados a seguir así en México: con un Estado que roba el dinero de todos y que nos gobierna de forma pésima, sin que nadie pueda decirlo porque en ello nos va el trabajo, si bien nos va; o la vida, si mal?

¿Tenía razón, entonces, el filósofo Enrique Peña Nieto cuando les respondió a los periodistas convocados por el Fondo de Cultura Económica, que en México la corrupción “es cultural”? ¿Será que en la tarea inacabada de indagar la esencia del mexicano, la continuación del Laberinto de la soledad es el Laberinto de la corrupción?

Por lo pronto, a mí me queda claro que el despido por un desliz administrativo de dos periodistas que formaron parte de las investigaciones más exitosas de develamiento de secretos públicos en los últimos años en el país, es un caso evidente de represalia y, por ello, de afectación de la libertad de expresión.

Me parece el colmo de la hipocresía y el doble discurso que MVS, por lo demás en un comunicado pésimamente redactado, rechace lo que llama un ultimátum y pontifique aduciendo: “El diálogo, no se atiende imponiendo condiciones, sino escuchando a las partes y tratando de alcanzar acuerdos.”

Pues bien, el diálogo, la escucha de razones o explicaciones y la posibilidad de alcanzar acuerdos, fue algo de lo que nunca gozaron Daniel Lizárraga e Irving Huerta, despedidos de una forma soez si se toma en cuenta lo que habían aportado en su paso por MVS, tanto en calidad periodística, y compromiso, como en éxito de audiencia.

El hecho de que Aristegui respaldara a sus colaboradores ha sido calificado por sus detractores como “soberbia y orgullo”. No veo como la periodista, que lidera un equipo, no por delegación de responsabilidades, sino porque lo ha construido a lo largo de los años, podría haber aceptado que le cortaran las alas y la dejaran en calidad de lectora de noticias supervisadas por un ejecutivo que obedece órdenes directas del dueño y que, hasta donde se sabe, no tiene en sus manos ni una sola historia de éxito en el oficio.

Entiendo que en un país donde el hilo se suele romper por lo más delgado y no importa mucho dejar a otros en la estacada, defender con vehemencia a un equipo pueda ser calificado de “soberbia”. Es parte de lo que nos tiene donde estamos.

Queda lo evidente: la aplicada edificación de un escenario de conflicto que pudo haber sido por el caso Méxicoleaks o por cualquier otro en el futuro, tendiente a romper con la relación profesional entre Carmen Aristegui y MVS, no puede proceder sino de un interés superior para la empresa radiofónica, que solo así compensará el muy factible daño de perder el liderazgo del espectro matutino en el país.

¿Cuál es ese interés? Lo sabremos, tarde que temprano.

Lo otro, lo que ya sabíamos y volvimos a constatar, es que la evolución de nuestra nación a mejores formas de convivencia democrática, conducida por gobiernos decentes y responsables, no está en manos de los actuales políticos, ni de sus aliados, los grandes empresarios. Ellos ya ganan con la corrupción y la complicidad ¿por qué habrían de cambiar?

La pelota, definitivamente, está en la cancha de los ciudadanos.

Arnoldo Cuellar
Periodista, analista político. Reportero y columnista en medios escritos y electrónicos en Guanajuato y León desde 1981. Autor del blog Guanajuato Escenarios Políticos (arnoldocuellar.com).
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