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Alma Delia Murillo

14/03/2015 - 12:01 am

La ruta de las cosas hermosas

A mi izquierda está Frida, tiene dieciséis años. A mi derecha Madi con solo diecinueve; son mis sobrinas. Yo tengo más edad de la que ellas dos suman y sé de cierto que el tiempo no es relativo, que Einstein le vaya a otra con ese cuento y no a mí que noto su paso […]

Fotografía Tomada De La Red
Fotografía Tomada De La Red

A mi izquierda está Frida, tiene dieciséis años. A mi derecha Madi con solo diecinueve; son mis sobrinas. Yo tengo más edad de la que ellas dos suman y sé de cierto que el tiempo no es relativo, que Einstein le vaya a otra con ese cuento y no a mí que noto su paso en cada pequeño pliegue de mi cuerpo y en cada inmenso pliegue de mi alma.

Pero ahí están, son tan jóvenes que casi resulta doloroso verlas, que dan ganas de rebautizarlas y nombrarlas Vida o Aliento.

Hoy  comprendí exactamente qué es la nostalgia.

Tengo nostalgia de mí misma siendo una adolescente, de lo aguerrida que fui, de cómo me lancé con fiereza a conquistar la vida independiente cuando era tan niña como ellas peleando contra esta enorme ciudad y sus gigantes molinos de viento sintiendo que galopaba al ritmo de mi destartalado Rocinante del que hubiera podido jurar que era un pura sangre y no un anhelante saco de piel y huesos como el del terco Quijote que todos los soñadores irredentos llevamos dentro.

¿Puedo recordar con precisión aquellos años?

El tiempo es cabrón, lo sé, pero es más cabrona la vida. Cabrona y bonita, para acabarla de joder, es decir que tiene todas las de ganar.

Y así, de repente, de ida y vuelta me siento feliz y triste por los años andados, un hilo agridulce me atraviesa entera. Nostalgia. Se llama nostalgia.

Tengo tan buena memoria y soy capaz de recordar tanto que a veces me agoto de esa cualidad pero hoy se me ha ocurrido que habría que poner especial empeño en memorizar un mapa personal que nos permita llegar a la hermosura, una ruta individual que, en el momento más desesperado, sea capaz de llevarnos directo a la propia experiencia de belleza.

Porque no me negarán, colegas, que cada día perdido tiene su logística inversa y puede convertirse en un día ganado, entonces durante unos minutos –juro que no estoy en drogas– hago el ejercicio de ponerme a prueba para ir desde este instante hacia atrás y saber cuántos eventos soy capaz de recordar con precisión para ponerlos en mi mapa de lo bello.

Las caritas de mis sobrinas, sus pieles brillantes, sus carcajadas estridentes, su torpeza de cervatillos atolondrados hasta para prepararse un café. He ahí mi punto de partida, el kilómetro cero.

Retrotraigo en mi cabeza la entrada de mi casa por la que pasé hace unos minutos y puedo reproducir las huellas de las jacarandas machacadas contra la banqueta que la pintan de un color extraordinario, de un gris violáceo que probablemente el cemento anhela durante todo el año aunque mi vecino se irrite porque las flores ensucian el piso. Ahí donde él ve suciedad yo veo belleza y me empeño en retenerla en mi memoria.

Retrocedo una noche y me encuentro con un lunar a la altura del ilíaco derecho del hombre al que amo, así nomás, un pedacito de piel, una ínfima manchita que puede volverse significativa y adorable.

Voy más atrás y puedo sentir lo que quería sentir el sábado pasado durante el concierto de jazz de Wynton Marsalis y su orquesta en Bellas Artes; me veo en la orilla de la butaca, con la mano sobre el pecho e imaginando cómo sería ser ellos y sentir los dedos resbalosos sobre la trompeta, los sobacos sudorosos por el esfuerzo de sostener los trombones o de hacer sonar la batería, el aire contenido en los pulmones para hacer trinar al saxofón… en fin, queriendo palpar los entramados carnales de la música que no es etérea sino humana, sudorosa, entrañable.

Y más temprano, ese mismo día, con la sincronía magistral que sólo la cabrona vida puede coordinar, tuve una experiencia de contraste perfecto a la de mis sobrinas: por razones tan variadas como sencillas llegué a una reunión con mujeres cuya edad promedio era de setenta y cinco años. Yo, a mis treinta y siete, fui llamada “niña” reiteradamente y animada a comer, a disfrutar, a beber… cuando les pregunté de qué se arrepentían se hizo un silencio encantador, un elegantísimo paréntesis en blanco, “de nada, bueno, tal vez de tonterías… debí comer y beber más”. La reunión tuvo un final inmejorable: cantamos a grito pelado y golpeando sobre la mesa Cuando yo me muera, tengo ya dispuesto en mi testamento que me han de enterrar, que me han de enterrar, con una botella repleta de vino y un racimo de uvas en el paladar…

Vida solo hay una, pienso, caminos para llegar a la belleza hay muchos, tantos como estemos dispuestos a mirar, pero cuidado: también debemos estar dispuestos a asumir el riesgo de recibir una herida permanente, un dolor que no se irá nunca y que nace cuando descubrimos por qué la vida es tan hermosa. Ahora sé que ese dolor, al menos para mí y para las coordenadas de mi mapa, se llama nostalgia.

@AlmaDeliaMC

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