Francisco Ortiz Pinchetti
20/02/2015 - 12:00 am
Regreso a Chapultepec
Pocos lugares de la ciudad de México me resultan tan entrañables como el viejo Bosque de Chapultepec. Aparte de su carácter absolutamente emblemático, lo siento parte de mi historia personal y referente obligado de mis años infantiles y juveniles, cuando menos. Luego de varios años sin visitarlo regresé hace pocos días a ese refugio poblado […]
Pocos lugares de la ciudad de México me resultan tan entrañables como el viejo Bosque de Chapultepec. Aparte de su carácter absolutamente emblemático, lo siento parte de mi historia personal y referente obligado de mis años infantiles y juveniles, cuando menos. Luego de varios años sin visitarlo regresé hace pocos días a ese refugio poblado de fresnos, cedros, pinos y ahuehuetes. Era una tarde soleada pero a la vez fría de este febrero loco que nos ha tocado padecer. Mi primer impulso fue el confrontar los sitios que sobreviven en el parque con mis recuerdos de los mismos. No era una buena idea. Preferí ubicar referencias o vestigios de los lugares, que por fortuna existen, y agarrarme de ellos para restablecer mis recuerdos y poder contárselos a ustedes.
Fue emocionante el reencuentro con nuestro inmenso parque urbano de cerca de 300 hectáreas sólo en su primera sección, afortunadamente rescatada por especialistas de la UNAM en los años recientes. Ingresé a él como solía hacerlo siempre por una de sus entradas laterales, la que da justo al mercado de flores del viejo Cambio de Dolores, en el encuentro de avenida Chapultepec , Pedro Antonio de los Santos y la avenida Constituyentes. Ahí había efectivamente hasta principios de los años sesenta del siglo pasado un cambio de vías, que permitía a los viejos tranvías amarillos –y luego a los de color crema con franjas verdes, uno de los cuales estuvo a punto de arrollarme un día— optar por el camino de rieles que llevaba a Tacubaya, San Pedro de los Pinos, Mixcoac y San Ángel, o acometer la hazaña de trepar la entonces llamada calzada de Madereros para llegar al Panteón de Dolores. Casi de manera intuitiva caminé hacia donde se ubican los Baños de Moctezuma, esa enorme pileta de piedra cubierta parcialmente de musgo y hoy protegida por una reja pintada de verde. Era nuestro camino obligado. De ahí pasábamos a una extraña formación de rocas y huecos que posiblemente algún día fue un pequeño lago, un estanque, y que ya seco servía lo mismo para carreras de bicicletas, para escalar un acantilado o para jugar a las escondidas. Se le llamaba “el hoyo de los toreros”, porque su parte central, plana y casi redonda, servía a los maletillas para entrenar sus suertes taurinas con un desteñido capote o una muleta parchada, sin duda imaginando los olés de un público inexistente.
Durante mi recorrido sin prisas constaté que subsisten, además de los baños prehispánicos del emperador mexica, los lugares y construcciones históricas del Bosque, como la Casa Colorada, la fuente de Netzahualcóyotl, la fuente de las Ranas, la fuente del Quijote, la fuente de la Templanza, el Altar a la Patria, el obelisco a los Niños Héroes, el monumento a las Águilas Caídas, el Ahuehuete y la Casa de los Espejos. Mis primeros recuerdos infantiles, sin embargo, tienen que ver directamente con el bosque, especialmente el espacio arbolado partido en dos por la calzada del Rey, hoy bellamente adoquinada. Ahí mi padre nos contaba historias de gnomos y duendes, que por supuesto habitaban en los huecos de los cedros más viejos.
Esos parajes tampoco son ajenos a mis añoranzas sobre las excursiones que realizaba de vez en cuando con mis hermanos y mis primos. Todos –y todos eran cuando menos ocho niños y tres o cuatro adultos— trepábamos en el inolvidable Opel de la tía Bicha, que yo recuerdo de color azul. Era un auto pequeñito y simpático, siempre oloroso a gasolina, de capacidad similar tal vez a la de un vocho. Si acaso. Los chicos ocupábamos todos los espacios posibles, incluido el hueco maletero de la parte posterior de la cabina, mientras los grandes se hacían un ovillo para poder entrar. Los lugares favoritos para esos paseos generalmente sabatinos –durante los cuales no podía faltar el consumo de chicharrones de harina con limón y salsa picante y las enormes y frágiles tostadas dulces llamadas “morenas”, endémicas de Chapultepec— eran la Fuente Monumental o De la Templanza (ubicada frente a la reja que limita el parque por el lado de la avenida Chapultepec, donde estuvo el famoso restaurante El Cisne en el que tuvo lugar el desayuno de mi primera comunión); el zoológico y el jardín botánico, luego convertido en espacio para adultos mayores, y las inmediaciones del lago.
También nos gustaba ir a lo que fue la hacienda de La Hormiga, en el extremo poniente del parque –pegado ya a los terrenos que fueron arrancados al bosque para incorporarlos a la residencia presidencial de Los Pinos. Ahí había renta de bicicletas, lo que representaba un atractivo mayor. De hecho, fue en las veredas asfaltadas de La Hormiga, entre jardines empastados, que yo aprendí a andar en bicicleta, incluidos no pocos porrazos, ayudado primero por mi padre y luego por mi hermano Humberto, con quien compartí durante años lo mejor del viejo Chapultepec.
Humberto y yo, en efecto, solíamos atravesar el bosque todas las tardes. Era la segunda mitad de los años cincuenta y vivíamos a unas cuadras del bosque, en la avenida Pedro Antonio de los Santos, frente a San Miguel Chapultepec. Nos íbamos en la bicicleta a la escuela, el Instituto Patria, que estaba ubicado en la parte alta de Polanco. Beto conducía la bicla mientras yo, apenas un adolescente, iba “en ancas”, parado sobre los diablitos colocados en el eje de la rueda trasera. Además de esas travesías cotidianas, solíamos ir a Chapultepec con mucha frecuencia. Nos gustaban los trayectos y competencias en bici a campo traviesa que implicaban evidentes peligros, ya que había que sortear bajadas y subidas, zanjas, vados y pequeños precipicios que imaginábamos como sobrecogedoras barrancas. Otra diversión frecuente de ambos era llevar a nuestros propios patos a nadar en un estanque que estaba cerca del monumento a los Niños Héroes y del histórico Ahuehuete de Moctezuma, donde hubo en algún tiempo una pista de patinaje. Se llamaban Patis y Boro, blancos ambos, y los habíamos criado desde pequeños en la casa. Era conmovedora su escandalosa alegría por poder nadar a sus anchas y desesperante su resistencia a salir del agua para regresar a su poco atractiva cotidianidad, que incluía si acaso un chapuzón en la tinita ovalada de lámina galvanizada de que disponían a falta de estanque en la azotea de la casa.
Nada más grato, entonces y ahora, que caminar por la calzada de los Poetas y detenerse en las bancas que rodean a la fuente de El Quijote, cubiertas de mosaicos que reproducen escenas de la portentosa historia del Hombre de la Mancha. Por supuesto disfruté de los dos lagos del parque, tanto el mayor como el menor. Aunque no pertenecíamos a la llamada “escuela naval Fray Juan de Zumárraga” (un colegio ubicado frente al parque de “María Enriqueta Camarillo”, en la colonia Del Valle, cuyos alumnos cobraron fama por su afición incontrolable al canotaje), más de una vez nos fuimos de pinta para embarcarnos, mis compañeros de secundaria y yo, y cruzar a remo las aguas chocolatosas de ambos estanques y el túnel que los unía bajo el circuito vehicular. También acostumbrábamos ir “de pesca”, para lo cual utilizábamos en lugar de un anzuelo alguna pobre lombriz despistada que atábamos en el extremo de un cordel y que nos permitía atrapar vivos a charales y otros pequeños peces, los que poníamos en agua dentro de un frasco de Nescafé.
La vigilancia en el parque estaba a cargo de un cuerpo de guardabosques que vestían un uniforme gris y que eran especialmente arbitrarios y corruptos. Les platico que un buen día, que a la postre no lo fue tanto, Beto y yo trepamos a nuestra bicicleta para ir a comprar como todos los domingos los volovanes rellenos de camarón para la comida familiar, en la panadería Elizondo de Río Lerma y Río Sena, en la colonia Cuauhtémoc. Ya de regreso a casa, con el envoltorio de la docena y media de volovanes rellenos de camarón atado por una cuerda que colgaba de mi mano izquierda, atravesamos para cortar camino por una parte del bosque sin imaginar lo que nos esperaba: dos adustos guardabosques nos marcaron el alto y nos advirtieron que estaba prohibido llevar a un segundo pasajero, por lo cual mi hermano Beto, el conductor, quedaría detenido en calidad de indiciado y por lo pronto condenado a lavar los excusados de la Comandancia, que ocupaba esa especie de castillito cercano a la Casa de los Espejos que hasta la fecha existe. Yo salí disparado con todo y mi envoltorio de volovanes rellenos de camarón hasta la casa, distante unas seis, siete cuadras, para llevar a la familia la funesta noticia. Como era norma en aquellos tiempos, cualquier contingencia que pudiera tener alguna implicación legal era motivo para solicitar la intervención del abogado de la familia, don Enrico Pinchetti. Las súplicas de mi madre deben haberlo conmovido, porque efectivamente el tío Quico accedió a dejar su descanso dominical para ir a litigar la libertad de mi queridísimo hermano. Nunca supe de qué artes se valió, pero en menos de una hora Beto y la bicicleta, libres ambos, estaban de regreso en casa.
Varios años después tuve un nuevo e infortunado encuentro con esos oficiales vestidos de gris. Una mañana, mi novia y yo incursionamos por las solitarias faldas del cerrito en cuya cúspide se asienta el histórico Castillo para disfrutar de las caricias inocentes que sin embargo en aquellos tiempos difícilmente podíamos prodigarnos en otros escenarios. Ella era poco menos recatada que la Madre Teresa de Calcuta y robarle un primer beso me había llevado cerca de dos años de tenaz insistencia. De pronto, cuando tendidos boca arriba en el césped mirábamos el sol que se colaba entre las copas de los abedules que ahí se levantaban, se nos hicieron presentes como terrible aparición los guardabosques vestidos de gris, uno flaco y lampiño y el otro gordo y bigotón. Fueron directo a la extorsión: “tú puedes irte, pero la señorita se queda: vamos a llamar a sus papás”, dijo el flaco. Con un valor sólo explicable por mi amor juvenil me atreví a preguntar el por qué. La respuesta me aterró en ese momento, pero con el paso de los años se convirtió en motivo de legítimo orgullo. “Faltas a la moral”, respondió el bigotón con tono de sentencia. Válgame.
Twitter: @fopinchetti
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