Jorge Zepeda Patterson
15/02/2015 - 12:00 am
Historia del maldito toldo
La historia sería difícil de creer si no la conociese de primera mano. Mi amigo Pepe tuvo la fortuna de enamorar a una hermosa europea que además resultó una extraordinaria cocinera. Tan buena, que de después de algunos meses de casados decidieron ambos dejar aparcados sus oficios para instalar una acogedora fonda gourmet en uno […]
La historia sería difícil de creer si no la conociese de primera mano. Mi amigo Pepe tuvo la fortuna de enamorar a una hermosa europea que además resultó una extraordinaria cocinera. Tan buena, que de después de algunos meses de casados decidieron ambos dejar aparcados sus oficios para instalar una acogedora fonda gourmet en uno de los barrios de moda de la ciudad de México (los nombres y algunas referencias cambiadas para evitar represalias, verán por qué).
El lugar comenzó a aclientarse lentamente a fuerza de jornadas larguísimas de autoexplotación inclemente. Ellos cocinaban, atendían al público, hacían las compras, la limpieza o la contabilidad. Yo me dejaba caer de vez en vez para probar sus platillos exquisitos y para escuchar el relato entusiasmado de los progresos que registraba su changarro. Observaba en ellos ojeras cada vez más pronunciadas pero nunca en detrimento del brillo vehemente de sus miradas. Luego de un par de meses juzgaron que el negocio podía permitirse una empleada y decidieron emprender una segunda etapa: instalar un toldo.
La idea era dar mayor visibilidad y ofrecer una terraza en la banqueta como lo hacen tantos otros negocios en la zona. Pepe y su esposa procedieron de la misma forma en que lo habían hecho para fundar el negocio: siguiendo al pie de la letra las exigencias legales y administrativas. Enterados del carácter laberíntico del trámite, decidieron contratar a un gestor profesional. Nueve mil pesos más tarde (además de los honorarios del gestor) contaban ya con un “permiso de enseres” para poder colocar mesas y sillas en la banqueta, y exhibir en la fachada el dichoso toldo. Semanas después, y con diez mil pesos menos, tuvieron por fin en sus manos la lona y su estructura. La mañana en que habrían de instalarlo Luna (así la llamaremos) tendría que haber ido al mercado a las compras, pero decidió acudir a la fonda para no perderse el momento en que ascendiera al entrepecho el ansiado toldo. La operación terminó en tragedia, al menos para la joven pareja.
Una patrulla se apersonó en el lugar apenas iniciadas las primeras maniobras para instalar los tubos. Pepe y Luna se felicitaron de su previsión y, ufanos, mostraron a los policías su flamante permiso.
-Ah no, jóvenes. Este permiso es para tener un toldo en la fachada, pero en ningún lugar dice que se les autoriza a trabajar en la vía pública para instalarlo.
La pareja festejó lo que parecía una broma, pero el arribo de una segunda patrulla instantes más tarde mostró que los agentes no habían llegado allí para reírse. De hecho habían llegado allí para aterrorizarlos. Al parecer el uso de la escalera apoyada en la pared constituía un crimen de lesa humanidad que obligaría a una multa millonaria, al posible cierre del lugar y a la incautación del toldo.
Todos los esfuerzos que hicieron los mini empresarios para explicar lo kafkiano que suponía un permiso que autorizaba tener un toldo pero no a instalarlo se estrellaron contra la argumentación cantinflesca y siempre autoritaria de los policías. Finalmente, cuando estos juzgaron que sus víctimas estaban suficientemente ablandadas sugirieron la posibilidad de “arreglarse”. Con resignación, Pepe acudió a la exigua caja registradora, pero Luna paró en seco sus movimientos. Adujo que por ningún motivo su negocio iba a prosperar mediante un acto de corrupción. Él pensó en hacerle ver a su esposa la inutilidad de toda resistencia, explicarle que lo normal era avenirse a un arreglo, pero un segundo más tarde cayó en cuenta de que lo normal tendría que ser lo que Luna sostenía. Así es que regresó con los policías y les informó que suspendía la operación y que sacaría un permiso ex profeso para instalar el toldo. Para su fortuna fue tal la sorpresa de los agentes de la ley que decidieron retirarse por el momento, sumidos en la confusión.
Días más tarde Pepe descubrió que no hay en la delegación Cuauhtémoc ningún trámite explícito para usar la banqueta mientras se instala el toldo. Posee un permiso para tenerlo, pero no para colocarlo. Al parecer el edificio tendría que haber nacido con su pestaña de lona. El día en que ellos me lo contaron fue la primera vez que noté la ausencia de brillo en sus miradas.
Todo esta historia la recordé ayer, cuando salí a la calle y encontré una patrulla en la rampa de mi vecino. Este me saludó y me dijo medio en broma y medio indignado que lo iban a llevar a la cárcel. Un policía levantaba un acta por la escalera que estaba recostada contra la pared, mi vecino había estado sellando con silicón una ventana exterior cuando fue sorprendido en “delito infraganti”. Prometí enviarle cigarros a la cárcel y lo dejé descargando su indignación contra los agentes. Yo me quedé pensando en esa otra escalera de la corrupción que va del primer peldaño de un vacío legal diseñado para sobornar en la calle hasta el mecanismo que permite a un presidente designar a un compinche para que lo investigue. Y concluí que el primer peldaño explica el último y viceversa.
P.D. Pepe me envió hace un par de días la foto de su toldo ya instalado. En el transcurso de la semana espero enterarme de cómo lo hizo. Les aviso.
@jorgezepedap
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