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Antonio María Calera-Grobet

12/02/2015 - 12:00 am

Discurso de un tragón en las Naciones Unidas

Presidentes, embajadores, señoras y señores del gran jurado. Me dirigiré a ustedes con todo respeto, como mi propia defensa. Estoy aquí porque he sido acusado de ser un tragón. Sí, como se oye y con todas sus letras: un tragón. Y debo dejar claro que, si ser tragón significa ser culpable de algún delito, me […]

Presidentes, embajadores, señoras y señores del gran jurado. Me dirigiré a ustedes con todo respeto, como mi propia defensa. Estoy aquí porque he sido acusado de ser un tragón. Sí, como se oye y con todas sus letras: un tragón. Y debo dejar claro que, si ser tragón significa ser culpable de algún delito, me declaro absolutamente culpable. Y comienzo mi defensa por donde se debe. Les pregunto: ¿qué significa ser un tragón, respetadas autoridades? Les pido que no se rían y tomen esto a la ligera. ¿Podrían responderme? Porque el tragón no es el que más come, ¿eh? Por si así lo pensaban. No como un fin. Eso va más con los espíritus atragantados, insaciables. Un tragón no va por ahí, no es tan fácil tildarlo de zafado. ¿Acaso el que pica de comer por aquí y por allá, a deshoras, el antojadizo, el que de pronto se pone a cocinar para darse gusto, el que de pronto para el auto por algún restauro, hace una pausa ante tal o cual puesto de comida para tapar un diente (yo diría cubrir una deuda, saldar un sueño), y seguir con su vida cotidiana?  Eso está un tanto mejor, sí. Eso bien pudiera ser un tragón. O yo diría, un aficionado a perfeccionar su sentido del gusto, un hedonista culinario, un ser vivo que halla un real placer en darse satisfacción por la vía de la cultura culinaria. Así yo lo pondría. Porque, qué dice la palaba tragón. Casi nada. Y ahora me pregunto: ¿qué hay de malo en ello? Porque yo no lo sé y habrán de explicármelo para que no llegue a casa con esta cara de asustado, explicar a los míos porque tarde tanto si tan sólo iba a la tortillería, por qué vine a dar hasta acá, de cara a todos ustedes, la espada contra la pared. ¿Qué tiene de malo, digo, la proclividad natural de un alma hacia los bienes del paladar, a la curiosidad de probar nuevos sabores de aquí y allá, nuevas formas de placer palatino, experimentar dicha y consuelo mientras sacia su apetito? ¡Qué hay de malo en ello, señores! ¿No en todo caso se trata de algo bonito? Porque no se hace daño a nadie con ello o sí, ¿eminentes señores del deber ser? Supongo que no. Que nadie más que el mismo espíritu tragón es afectado por ello. Y afectado como decir regalado y hasta aventajado por ello, quiero decir, por esto de haberse buscado y entregado, abandonado a su placer. Y corrijo: no solamente suyo, que quede claro, ¿eh? Porque los glotones no somos unos pobres tipos egoístas. Permítanme defender a mi grey. Esos en todo caso llevan otros nombres: comesolos, mal compartidos, pedinches, codos. No: los glotones, disponga lo que disponga el destino en la bandeja de la vida, comemos codo a codo con los otros, nos encanta comer acompañados, compartir nuestros tesoros con nuestro grupo de locos: gustamos ante todo, sépanlo bien, no pararnos de la mesa, conversar y seguir comiendo, bebiendo con los demás hasta calmar las penas. Eso: llegar a un estado de gracia donde no haya ningún problema. No tenemos nada que perder y mucho por gozar. Porque esos que saquean los refrigeradores para robarse helados gigantes cuando se sienten deprimidos, los que se atascan en la privacidad para después vomitar todo y cargarse una culpa de los mil demonios son otros, un mero invento de Hollywood. Y son tristes. He ahí una clara diferencia, señoras y señores. Los glotones somos felices, ¿saben? No deben de creerse ese viejo cuento que dice que los gorditos no se sienten a gusto. Esas son clasificaciones secas, frías, calculadas por las mentes más cerradas. Cosas de la televisión y las modas. El falso decoro. No. El glotón refina de lo lindo y en francachela. Con sus novias y amiguetes en manada, en familia, en días laborales o los fines de semana. Y viéndolo así, el tragón resulta en todo caso un tipo más maduro que aquellos que se flagelan a cada rato por haberse aventado un asado, un kilo de tortillas, en fin, un momento libre y atascado. Ni disfrutan sus días libres por andar pensado en los kilos que habrán ganado. Y eso no está bien, claro que no, señoras y señores del gran jurado. Porque como ustedes saben y yo sólo aprendo, la libertad consiste en poder hacer todo aquello que uno quiere siempre y cuando no se perjudique a otro: por eso, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre, como la glotonería feliz, el ser un mero y redomado tragaldabas, licenciado en el arte de las cosas de la panza, no tiene otros límites que los que garantizan a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos. Y tales límites, respetadas autoridades,  sólo pueden ser determinados por el tragón. ¿No es así? ¿Me regreso? Y una cosa más: los glotones no nos metemos con los demás. ¿O sí? Los glotones van por el amor y paz. Y en este mundo en que vivimos, la ley sólo tiene derecho a prohibir los actos perjudiciales para la sociedad. Nada que no esté prohibido por la ley puede ser impedido, y nadie puede ser constreñido a hacer algo que ésta no ordene. ¿En las leyes de los pueblos está determinado que nadie se vaya por los caminos del tragón? Pregunto a ustedes, como lo he dicho en mi presentación, presidentes, embajadores, señoras y señores del gran jurado, con absoluto respeto. Pregunto: ¿alguna ley prohíbe que me chute unos tacos, me reviente unas tortas, me acerque mis viandas y vituallas como Dios manda? ¿No verdad? Ya lo decía yo. Quiero decir, ya me lo imaginaba. Entonces pido respeto a la  libertad al espíritu tragón. ¿No somos acaso mayores de edad? No gobernamos nuestros cuerpos desde la más absoluta modernidad? Sí. Mil veces sí, señoras y señores. ¿Acaso los glotones nos metemos con los pruritos y perversiones, en fin, vicios y virtudes de nuestra querida sociedad? ¡No, verdad! ¿Por qué? Porque los glotones somos seres de paz. O por lo menos yo lo soy. ¿Porque, qué es lo que busca el tragón sino comer en paz? ¿Simple y llanamente comer en paz con los demás? Y ya que la libre comunicación de pensamientos y de opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre, dado que todo ciudadano puede decir y escribir libremente lo que siente, diré ante ustedes lo siguiente: en el mundo hay dolor. Las penas son muchas. Abundan. Al parecer nos queda poco tiempo sobre la tierra y es necesario pasarla bien. Ser felices y pasarla bien. Ese quizá es el último tesoro al que estamos invitados a hincar el diente. Entonces yo digo: hinquémoselo. Hinquémoselo de una vez por todas, antes que sea demasiado tarde. ¿O es que ustedes sentados en estas elegantes tribunas tienen la vida comprada? ¿Es así? Nosotros, acá abajo, no. Por el contrario, nos hemos convencido que venimos a la vida a vivir sólo un poco. Y tal vez por ello es que nos provocamos el mayor disfrute posible, nos volcamos con todo hacia todo. Hay sucesos de la vida cotidiana en que casi nadie repara. A nadie le importan. Es cuando estos sucesos de pronto se multiplican que ustedes los atienden con suma atención. Sí, hemos crecido, lo sé, lo advierto. Los tragones vamos al alza y entiendo que esto les preocupe: demasiada felicidad ha de ser difícil de comprender, tolerar. Sólo les pido lo siguiente: déjenos ser. Vean cuan sedientos estamos todos de placer. Y cuando nos vean comer, piensen que el acto ciertamente imperioso de saciar nuestra sed es la manera en que procuramos sosiego a este mundo. Un mundo que, hasta donde sé, es también es el suyo. Sólo eso pido. Quedo de ustedes, pues, en espera de su veredicto.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.
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