Jorge Javier Romero Vadillo
19/12/2014 - 12:00 am
La crisis política y la guerra contra las drogas
La descomposición política que está viviendo México, especialmente grave por el momento temprano del ciclo gubernamental de seis años en el que se ha producido, no es simplemente producto de las torpezas u omisiones del gobierno de Peña Nieto. A pesar de que sí tienen responsabilidad el actual presidente y su gabinete en la agudización […]
La descomposición política que está viviendo México, especialmente grave por el momento temprano del ciclo gubernamental de seis años en el que se ha producido, no es simplemente producto de las torpezas u omisiones del gobierno de Peña Nieto. A pesar de que sí tienen responsabilidad el actual presidente y su gabinete en la agudización de la crisis —sobre todo cuando evidencian lo imbuidos que están en la práctica cultural de la corrupción, para ponerlo en los propios términos de Peña—, el brete en el que está atrapada la actual administración es el producto de la falta de reformas esenciales del Estado mexicano, incapaz de completar su modernización durante los últimos 20 años y dependiente en extremo de su trayectoria institucional.
Sin embargo, el atolladero actual ha tenido como catalizador una catastrófica decisión política del gobierno de Felipe Calderón: concentrar la fuerza del Estado en el combate al narcotráfico para congraciarse con el gobierno de los Estados Unidos y conseguir de éste el apoyo económico y político necesarios para revertir la extremada debilidad interna con la que comenzó su gobierno y para presentar una imagen de fortaleza ante la sociedad mexicana y con ello aumentar su legitimidad. Así, decidió eludir la necesaria reforma del sistema de justicia y optó por utilizar buena parte de los mecanismos de lo que Ana Laura Magaloni ha llamado con precisión “el modelo de persecución criminal autoritario”.
Tal como lo documenta Magaloni en un trabajo recientemente presentado en el Seminario de Política de Drogas del CIDE y que está próximo a publicarse, Calderón tomo conscientemente la decisión de aplazar la reforma del sistema de procuración e impartición de justicia para utilizar los mecanismos tradicionales del régimen autoritario en el combate frontal al tráfico de drogas y al crimen organizado. “La decisión de Calderón de posponer la reforma penal —dice Magaloni— significó diluir (más de lo que estaba) la línea que separa la fuerza pública de la violencia delictiva. Con ello, la violencia simplemente se multiplicó: abuso de poder y violencia criminal juntos generan espirales de violencia que fracturan el pacto de civilidad.”
En efecto, Calderón decidió mantener un sistema de persecución del delito basado en la arbitrariedad de los cuerpos de seguridad y en la falta de controles por parte del ministerio público y el poder judicial sobre la actuación de las policías, pero cambió la tradicional negociación de las fuerzas del orden con la desobediencia de la ley, que sirvió durante décadas para administrar la violencia de las organizaciones de narcotraficantes, por un enfrentamiento directo y abierto con ellas —o al menos con algunas de ellas— que involucró al Ejército y la marina de manera mucho más amplia de lo que hasta entonces se había conocido en México. La utilización del ejército en tareas de combate al narcotráfico no era una novedad, pero sí el grado de despliegue y el mandato para utilizar sus capacidades de manera prácticamente discrecional.
La política tradicional del Estado mexicano respecto al tráfico de drogas había consistido en una adhesión formal a los tratados internacionales —reflejada en una legalidad incluso más restrictiva que la mandatada por el sistema internacional de control de drogas—, pero con una gestión cotidiana de los delitos relacionados a la producción y trasiego de estupefacientes similar a la utilizada para enfrentar el resto de los delitos: una negociación informal entre policías y delincuentes que servía al Estado para garantizar que la actividad criminal no generara alarma social y para mantener relativamente bajos los niveles de violencia. Las policías establecían pactos con grupos concretos de narcotraficantes ( lo mismo que con otro tipo de delincuentes) y le cobraba por sus servicios particulares de protección, al tiempo que obtenía información útil para resolver algunos casos relevantes. Nadie, ni el ministerio público, ni el poder judicial, ni el legislativo, le exigía cuentas a las policías por sus actos, generalmente arbitrarios y violatorios de garantías individuales, pero relativamente eficaces para gestionar una política de drogas que se reconocía como inviable en sus términos formales.
El arreglo desarrollado durante la época clásica del régimen del PRI generaba beneficios mutuos para los narcotraficantes, para las policías y para el ejército. Se trataba de la manera pragmática de lidiar con el despropósito de la prohibición de las drogas impuesto desde el exterior, mientras la demanda de sustancias en Estados Unidos mantenía una tendencia creciente. Cíclicamente, la presión norteamericana obligaba a acciones de persecución, más destinadas a mostrar ante la opinión pública el compromiso con el combate al narcotráfico que a lograr su erradicación, lo cual se sabía imposible.
Aquel arreglo perverso permitió el enriquecimiento de los capos de la droga y aumentó su capacidad para reclutar personal a su servicio y para armarse. Los carteles fortalecidos, ya con una buena infraestructura organizativa y de armamento, comenzaron a diversificar sus operaciones hacia delitos depredadores, mientras que el alto grado de impunidad generado por un sistema de control del delito basado en la arbitrariedad y la corrupción de las policías abrió ventanas de oportunidad para el crecimiento de la delincuencia no vinculada al tráfico de drogas.
El modelo de orden autoritario ya había hecho crisis cuando Calderón llegó a la presidencia, pero en lugar de apostar por su reforma a fondo, su gobierno optó intencionalmente por reemplazar a las fuerzas del orden local y sus pactos con una irrupción del ejército, la policía federal y la marina para abrir una guerra frontal al comercio de drogas —por más que después tratara de justificarse diciendo que era contra el crimen organizado en su conjunto—, pero sin desarrollar mecanismos fuertes de control judicial a su actuación, basados en el respeto al orden jurídico, con lo que consiguió que una forma caduca de ejercer la fuerza del Estado acabara provocando una de las mayores crisis de violencia de la de por sí violenta historia de México y un aumento desmesurado de la violación de los derechos humanos, ya de suyo violados de manera consuetudinaria por las formas tradicionales de la arbitrariedad policiaca.
La irrupción de las fuerzas federales en el combate frontal al tráfico de drogas no sólo trastocó los pactos de complicidad existentes entre traficantes y autoridades locales, sino que descompuso el orden tradicional que contenía otras formas de delito y violencia. La guerra frontal no redujo, empero, los incentivos económicos para la producción y el tráfico de drogas; por el contrario, los aumentó, pues la elevación de los precios provocados por el embate hizo que ahí donde caía un capo y se destruía una organización surgieran otras varias con intenciones de pelear por el mercado.
La guerra de Calderón no sólo fracasó en su intención expresa de reducir la producción y el comercio de drogas, sino que tuvo efectos catastróficos sobre la sociedad y sobre el ya de por sí degenerado y corrompido orden político heredado del régimen del PRI. Emprenderla fue un despropósito, en primer lugar porque ya para entonces era evidente que la estrategia prohibicionista como política de drogas era errónea, pues causa muchos más problemas de salud y de seguridad que los que pretende resolver, mientras que en segundo término, era evidente que las capacidades del Estado mexicano para enfrentarla eran precarias.
Los acontecimientos aberrantes de Tlatlaya e Iguala han sido sólo la muestra evidente de la manera en la que la guerra contra las drogas aceleró la descomposición del orden autoritario que la alternancia política no había desmontado. No deja de sorprenderme, sin embargo, cómo ha estado ausente de la discusión pública la necesidad de cambiar la estrategia interna y de política exterior para enfrentar al crimen. Como bien dice la corriente Democracia Deliberada, en el reciente comunicado donde expone su decálogo alternativo para salir de la crisis, “los operativos, la fragmentación de cárteles, la quema de plantíos y la militarización no sólo no han resuelto el supuesto problema de las drogas, lo han empeorado al extender la violencia a todo el país. Urge la aplicación de políticas anti mafias efectivas, por ejemplo, de inteligencia financiera, programas de testigos protegidos, arrestos estratégicos y perseguir la diversidad de delitos patrimoniales que sustentan financieramente a las organizaciones criminales. Podríamos empezar por aplicar la Convención de Palermo de las Naciones Unidas. Además, es urgente cambiar el enfoque del tema de drogas a un tema de salud pública que aleje a los ciudadanos de los mercados negros.” Todo ello, desde luego, de manera paralela a la aceleración de la reforma judicial, del ministerio público y de las policías para sustituir la justicia autoritaria por una justicia democrática, con controles y contrapesos, que rinda cuentas y apegada al orden jurídico.
En efecto, también es tiempo de que México cuestione fuertemente con su política exterior al sistema internacional de control de drogas. Con ello no se terminaría completamente con la violencia, ni se terminaría con la crisis política —que requiere, ahora sí en serio, de una reforma democrática y legalista del Estado—, pero sería un paso muy importante para salir del atolladero.
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