Antonio María Calera-Grobet
18/12/2014 - 12:00 am
La última cena o la primera
en memoria de Érika Kassandra Bravo Caro. “La memoria se construye”, nos repiten. Ya lo creo. Repensar lo bueno, decantar lo malo de nuestros días, constituiría en todo caso un derecho fundamental. Algo así como supervisar la edición de nuestras propias vidas, dejarnos bien parados, como pasarnos, cada quien como indudables protagonistas, nuestra propia […]
en memoria de Érika Kassandra Bravo Caro.
“La memoria se construye”, nos repiten. Ya lo creo. Repensar lo bueno, decantar lo malo de nuestros días, constituiría en todo caso un derecho fundamental. Algo así como supervisar la edición de nuestras propias vidas, dejarnos bien parados, como pasarnos, cada quien como indudables protagonistas, nuestra propia película. Y además, si no lo hacemos nosotros quién lo haría, ¿no es así? Ahora bien, siendo sinceros, en tal recuento que nos contamos de nuestra vida: ¿qué es lo que realmente existe? ¿lo que realmente quedaría?
Pareciera que esta es una pregunta difícil pero en realidad no lo es. Porque nosotros sabemos, perfectamente bien lo que en verdad vivimos, lo que en verdad aquilatamos, lo que guardamos como sentimiento vivo. Nadie por más que nos conozca, sabe con exactitud la veracidad de lo que atesoramos en esa caja honda y oscura que llamamos memoria. Nuestros carbones encendidos pero también nuestras cenizas, por supuesto, las historias que no pintaron, que se quedaron sin tinta. En fin que, apenas en la orilla de la conciencia, a la mano de la nostalgia, es que llevamos nuestros más bellos recuerdos: amores y desamores, aprovechamientos y usuras, alegrías y depresiones, durezas y dulzuras. Y en ello quizá, es que radique nuestra más profunda humanidad.
Pues bien, ese es el espacio del que quiero hablar. El espacio del recuerdo, el que nos hemos ido, más que inventando, creando, construyendo a lo largo del tiempo. Te pido pues que des un rodeo, una vuelta de reconocimiento por tal urdimbre de recuerdos. ¿Ya viste cuáles son sus principales elementos? Claro. Lo que más aparece es la familia, los amigos, los amoríos. Esos son nuestros mejores momentos, los que compartimos con nuestros seres queridos, los que fin de cuentas son sinónimo de nuestra alegría. Ahora bien: te has dado cuenta que mucha de esa alegría la hemos pasado en la cocina o sentados a la mesa. O bien, dicho de otra manera: alrededor de los placeres dela comida y la bebida. Casi todo tiene que ver con ello. Ya lo creo. Porque comer es la gran fiesta de sentirse vivo: comidas con familiares en celebraciones como cumpleaños y otros aniversarios, comidas con amigos en otras conmemoraciones, meros días festivos. O bien comilitonas con quien haya sido, por puro placer, por puro capricho.
La cocina es al parecer el escenario perfecto (o la comida, pues, el inmejorable pretexto), para la felicidad tanto nuestra como la de los nuestros. Y tal vez una signifique lo mismo que la otra, hablemos de una sola: la serenidad de los pares, sean o no de la misma sangre. ¿No es la cocina, por cierto, ese estudio en el que más nos hemos fotografiado para el álbum familiar? ¿Los patios y los asadores? ¿Los grandes restaurantes elegantes, los salones de fiestas, los comedores? Yo digo que sí. Para nosotros, una comida familiar o una borrachera con la pandilla es más que un acontecimiento: es una forma de ritual: un ritual de sanación, para la sanidad mental.
Porque para nosotros comer, lo sabemos, es más que alimentarnos. Es una forma de querernos, de mimarnos y por ello uno de nuestros más queridos patrimonios, una manera de espantar la sensación de muerte, de sentirnos ungidos-elegidos-protegidos, lejos y a salvo de todos los demonios. Por eso mismo es que te escribo ahora, en este diciembre, querido amigo. Porque si es cierto que la comida es tanto como digo y yo no creo que sea menos, no me arrepiento, en pocos días habremos de medirnos contra el tiempo, contra el miedo, contra los poderes del infierno. ¿Tanto así, medirás? Tanto así, yo creo, y déjame que te argumente lo que pienso, lo que siento.
Creo que los fines de año son los tiempos naturales que los humanos nos dado para saber cómo es que vamos, cómo es que la llevamos. Y tengamos o no los mismos credos, porque entiendo esto como algo distinto a las religiones: si bien en relación con las formas de encarar la vida o la muerte, digamos lo que hay entretelones, más sobre cosas interiores, palabras mayores. Eso: palabras mayores. Pienso en diciembre, si se quiere, más que como el mes en que bebemos ponche, como el mes en que nos damos de piquetes. No como el mes en que se hacemos más pavos sino el mes en que analizamos nuestras pavadas. Diciembre, pues, como el mes en que debemos cuidarnos de nuestras palabras. ¿De cuáles palabras? Pues de las que nos colgamos sean buenas o malas, a las que les tapamos su cara negra o lustramos su cara blanca, representen el éxito o el fracaso, el amor o el desamor: nos den o nos quiten el aliento, nos den miedo o nos llamen al atrevimiento, nos griten que aún podemos hacer un cambio o nos digan todo lo contrario: que eso es justo lo que no podemos, que ya no hay tiempo, lo hemos perdido, desperdiciado. Y sin importar lleguen a nosotros las palabras que no queremos, o las que no nos esperamos nos sean dadas, cada uno habrá de propinarse, a sí mismo, una palabra: ya sea una palabra dura (que critique un tanto el esfuerzo realizado en el año), o una palabra blanda (que avalando el esfuerzo realizado), brinde un poco de calma. Y que conste que no se trata de un examen, ¿eh? Simplemente de una cosa que hacemos aunque no queramos para no ir por el mundo viéndonos la cara. Y a fin de cuentas en verdad no pasa nada, ¿o sí? Ya vendrá otro año para enderezar la plana, ¿no es así?). Sí que sí.
Pues bien, ahora, luego de esta introducción, pensemos en lo verdaderamente importante. Tú y los tuyos de fiesta, sobre la mesa. No importa ahora si has hecho o no suficientes cosas este año. Nunca nadie hace poco y nunca nadie hace tanto. Date un trato justo y no te hagas tanto daño. Piensa. Estás con los tuyos a la mesa y eso es la perfección. ¿Lo ves? No importa nada más. Importan tu papá, tu mamá, tus tíos, tus primos en la mesa como desde niños. ¿Y tus muertos? ¡Vamos, están a tu lado! ¡Ahora dedícate a los vivos! Mira a tus hijos. Comiendo lo de siempre, hecho por tus manos. A eso se le llama cultura. Eso y no otra cosa nos distingue como humanos. Comer y beber, levantar el relato.
Piensa. Así es nuestra vida sobre la tierra y gran parte de ella la hemos decidido vivir sobre una mesa. Así es que nos haremos historia, pasaremos a la historia, nos convertiremos en historia: seremos, ya muertos, una plática de sobremesa. Nada de pompas y proezas, que si pudimos o no alcanzar nuestras metas: seremos puras palabras de sobremesa.
Ahora bien, estás en medio de lo importante, pon atención. Cuando llegue el momento haz que todos se sientan parte de la fiesta, que todos formen parte de la ecuación. Que unos vayan por el pan recién horneado, otros te ayuden a limpiar o a decorar. Que nadie se quede sentado. Hay en verdad muchas cosas que organizar. Cada uno tiene un papel dentro del ritual y saberse parte de él es algo fundamental. Pregunta cómo se conocieron los abuelos, cómo se portaban tus papás a tu edad. ¿Ya les dijiste por qué guisas lo que guisas? ¿Por qué en estas fiestas de fin de año lo que se cena en familia es especial y diferente a lo que pudieran cenar los demás? ¿Quién inventó esa salsa, quién esa ensalada? Por cierto, ¿quién te enseñó a cocinar?
Hay que levantar entre todos el relato general. Y frente a tus ojos lo central, lo vital, lo medular. Esto es lo que realmente existe. Lo que debe quedar, los días de guardar. No para trabajar. No para orar. No dedicados a alguna santidad particular. Días de guardar en la memoria porque se trata de las pocas veces en que tu familia se da cita en el hogar. Para compartir el pan. En salud. ¡Viva! ¡Que viva! ¡Salud! Y es más: no veas a esta como la última cena del año. Podría ser la primera. Así: esta no es la última cena ni la preferida, es acaso, apenas, la primera cena del resto de nuestras vidas. Por tu sangre reunida.
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