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Tomás Calvillo Unna

17/12/2014 - 12:05 am

El enigma de la ausencia

Uno de los pasajes más enigmáticos y evocadores de un conocimiento fundamental sobre la misma existencia al alcance de la mano que constantemente se nos escapa u oculta, se encuentra en el Evangelio de San Juan, cuando María Magdalena va a la tumba de Jesucristo. Esas breves líneas en su sencillez contienen la intensidad y […]

Uno de los pasajes más enigmáticos y evocadores de un conocimiento fundamental sobre la misma existencia al alcance de la mano que constantemente se nos escapa u oculta, se encuentra en el Evangelio de San Juan, cuando María Magdalena va a la tumba de Jesucristo. Esas breves líneas en su sencillez contienen la intensidad y esencia de una fe y un camino de sabiduría.

Con algunos amigos que son católicos suelo comentarlo y advertir que la mayoría no se fija en esas palabras y las suelen pasar por alto. No profeso esa fe, pero creo que ese intercambio entre Jesucristo y María Magdalena es el que encierra el sentido de las enseñanzas del nuevo testamento, y se vincula mejor a los caminos de otras tradiciones.

María Magdalena, descubre que la tumba está vacía y encuentra a un hombre al que ella cree el jardinero y le pregunta por el cuerpo del crucificado, este le responde pronunciando su nombre María, y ella de inmediato lo reconoce y exclama “Oh Rabí”, asombrada y apenada a la vez con su Maestro, el mismo que puede hacer resonar en su interior la voz de su propio nombre; es el bautizo de fuego que va más allá de las entrañas de su cuerpo hasta alumbrar la identidad de su alma en su propia conciencia.

María ha reconocido a Cristo no por su figura sino por su palabra, la vibración de su propio nombre en la interioridad de su ser. Ese nombre que conlleva la identidad y que se vincula a otras tradiciones donde el sonido primordial, el naam, la vibración, el nombre secreto de la Divinidad, son en su experiencia el acto más elevado de la conciencia del ser humano, al que apuntan las enseñanzas más profundas de algunas de las principales tradiciones espirituales.

El segundo momento extraordinario de ese pasaje evangélico, es cuando María impulsada por el gozo de ver a su maestro amado, pretende tocarlo y abrazarlo, no obstante él se lo impide diciendo “No me toques que no he vuelto al Padre”.

Si al oír su nombre quedó atónita ante la revelación de la propia palabra dentro de sí, ahora en el umbral de la muerte desgarrada ante sus ojos, acepta esa distancia donde los cuerpos ya no pueden tocarse, porque la vida no está contenida más en la carne.

“No me toques”, le dice Jesús, porque probablemente eso que ella miraba, era un campo de energía y luz a la manera de un holograma, que al abrazarlo no tendría consistencia alguna, solo aire e imagen, lo que le hubiera provocado un sobresalto mayúsculo.

La mujer se adelanta a reconocer el camino de la vida, María Magdalena es el primer testigo de la resurrección.

Ese relato sucede durante los tres días después de su muerte, lo que coincide con la medida del tiempo de la misma experiencia en otras tradiciones como la budista-tibetana, donde el paso de una dimensión a otra dinamiza los conceptos de vida-muerte, reencarnación-resurrección.

La experiencia de la muerte es intrínseca al cuerpo y la identificación de la vida con este último nos es inseparable. El testimonio del cuerpo del fallecido permite culminar un ciclo de vida, su adiós es un antiquísimo ritual de dolor, paz y esperanza.

Cuando las víctimas no pueden ver el cuerpo de sus seres queridos, el vacío es inmenso y el dolor aparece atrapado en los días y las noches y hasta en los mismos sueños. En esas condiciones el tiempo de la muerte se prolonga indefinidamente, y quisiera vencer a la vida en todos los frentes, incluso en el de la justicia y la esperanza.

Entre el grito y el silencio también hay un lugar para la experiencia de otros que han narrado sus visiones, mismas que pueden ayudar a recuperar la dignidad de los ausentes y la paz perdida.

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