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Jorge Javier Romero Vadillo

05/12/2014 - 12:04 am

¿Cómo salimos de ésta?

El hecho central que ha mostrado la crisis política en curso es la fragilidad del orden estatal en México, su débil legitimidad y su evidente insuficiencia técnica. El Estado mexicano no cae en el extremo de lo que se puede considerar fallido —no es Liberia—; de hecho, es relativamente fuerte si se le compara con […]

El hecho central que ha mostrado la crisis política en curso es la fragilidad del orden estatal en México, su débil legitimidad y su evidente insuficiencia técnica. El Estado mexicano no cae en el extremo de lo que se puede considerar fallido —no es Liberia—; de hecho, es relativamente fuerte si se le compara con otros de la misma región latinoamericana, entre los que ocupa una de las posiciones de mayor fortaleza, pero es un Estado muy fallón: sus capacidades técnicas son limitadas, su orden jurídico endeble, aplicado con discrecionalidad y poco aceptado socialmente, con policías y jueces venales, con políticos acostumbrados a enriquecerse gracias al tráfico de influencias y a su asociación inescrupulosa con el poder económico. Un Estado que reproduce la desigualdad precisamente por la falta de una legalidad aplicada de manera equitativa, que favorece a los son fuertes ya sea por sus recursos económicos, corporativos o políticos.

      Ideas sobre lo que se debe hacer no faltan. Por ejemplo, el Instituto de Estudios para la Transición a la Democracia presentó hace unos días un documento con un acucioso diagnóstico y siete propuestas para reformar el quehacer estatal. A esa lista sólo le faltó incluir la imperiosa necesidad de  acabar con la guerra contra las drogas a través de la construcción de un marco regulatorio que enfrente los usos problemáticos de sustancias  con políticas sanitarias y no con la prohibición y la persecución policíaca, acompañada de una sólida posición de México en los foros internacionales a favor de la reforma del sistema internacional de control de drogas, con el objeto de quitarles un lucrativo negocio a los delincuentes y debilitarlos, aunque el fin de la prohibición de las drogas no acabe por ensalmo con la violencia.

        Sin embargo, incluso si la agenda propuesta por el IETDE fuera adoptada de consuno por el gobierno y los partidos con representación legislativa y se hicieran las reformas necesarias para convertirla en acciones concretas, no se resolvería uno de los problemas históricos de la construcción estatal mexicana: la falta de aceptación social de la legalidad. Es verdad que la sociedad desconfía de la ley porque percibe que su aplicación es discrecional e injusta, pero también porque en la dimensión simbólica se le considera como una imposición de los poderosos y no como el producto de un acuerdo común. El problema más complejo que debe enfrentar la sociedad mexicana en el camino para conseguir un auténtico Estado democrático de derecho, con un orden constitucional eficaz, es el de la legitimidad social de la ley.

      Tengo para mi que sólo con un nuevo pacto fundacional,  auténticamente representativo de la pluralidad nacional, se va a poder resolver la cuestión del imperio real de la legalidad. La idea de abrir un proceso reconstituyente —que establezca un nuevo contrato social en el que se vean reflejados los ciudadanos concretos— no surge de la fantasía de que de él saldrá la ley perfecta;  sin duda el producto sería formalmente muy aproximado a lo que tenemos (aunque a la constitución mexicana no le vendría mal una revisión integral). El valor del nuevo constituyente radicaría en una lectura compartida del orden que tenemos hoy y en su reescritura colectiva.

            Tal vez ha llegado el momento de comenzar a construir una coalición social que tenga en el horizonte un nuevo pacto constituyente. Para lograrlo no se requiere el desmoronamiento del orden actual, ni la salida del presidente. Lo que se necesita es construir el consenso en torno a la necesidad de hacer una revisión integral de las bases de nuestro pacto constitucional, para lograr un acuerdo incluyente, laico, democrático y con un aparato estatal eficaz, honrado y que rinda cuentas de sus decisiones y sus resultados. Un estado que tenga la legítima capacidad fiscal para sostener una política social que promueva la inclusión y  un piso sólido de derechos sociales. Un Estado que garantice los derechos económicos de todos.

      Para llevar a cabo un nuevo pacto constitucional no es necesario convocar a un Congreso Constituyente, el cual, por lo demás, sólo sería posible subvirtiendo el orden constitucional vigente. Una revisión integral de la constitución, incluyente y participativa, podría ser producto de un golpe de estadista, (lo opuesto a un golpe de Estado) que convocara a una comisión plural de expertos encargada de elaborar una iniciativa presidencial de reforma integral de la Constitución, con base en un amplio debate nacional entre ONG, organizaciones empresariales, sindicales, académicas, de los pueblos indios, de los grupos vulnerables y de las diferentes regiones del país. Una comisión que escuchara todas las voces y todos los intereses con el apoyo de un cuerpo de relatores que fueran hasta el último rincón del país. La comisión elaboraría un proyecto que el presidente avalaría y presentaría como iniciativa al Constituyente permanente con el acuerdo político de que se aprobara. La nueva carta incluiría una disposición transitoria para efectuar un referéndum aprobatorio, con la posibilidad de que se votaran algunas disyuntivas polémicas. El resultado sería la constitución más legítima de la historia del país.

      Todas las constituciones de la historia mexicana han sido el producto del triunfo militar de una facción sobre las demás: republicanos vs. monárquicos, centralistas contra federalistas, liberales contra conservadores. En el Constituyente de 1917 sólo estuvieron presentes los victoriosos constitucionalistas: ni un villista, ni un zapatista, mucho menos algún porfirista. La ley en México siempre ha sido el orden de los ganadores contra los perdedores. No estaría mal que por primera vez tuviéramos una Constitución producto de un gran debate nacional en el que todos nos sintiéremos incluidos. Esa sería la auténtica primera piedra de la construcción de una legalidad auténticamente aceptada por el grueso de la sociedad, la base para la edificación de un Estado fuerte, no fallón como el que hoy tenemos. Seguro que no saldría la Constitución de Arcadia, pero, con sus errores y soluciones de compromiso, nos colocaría en un punto de partida mejor para, entonces sí, comenzar a resolver nuestros rezagos históricos

      Lamentablemente, el nuevo contrato social aparece hoy como un horizonte inalcanzable. Los políticos se aferran a lo que hoy tienen y no quieren apostar por el cambio de reglas del juego que les quitaría privilegios usurpados. Tampoco se ve al estadista con la voluntad y la capacidad de convocatoria para mover al gran pacto social. Cortos de miras, a lo más que aspiran quienes hoy tienen la capacidad de detonar el cambio institucional de fondo, es a parchar el traje raído del maltrecho Estado negociador de la desobediencia. Empero, si esta crisis cierra en falso, el problema será recurrente. Una y otra vez se volverá a mostrar la ineficacia de México para hacer reglas claras y hacerlas cumplir con amplia aceptación social.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.
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