Entre más rascan hacia abajo más cadáveres encuentran; entre más rascan hacia arriba más políticos aparecen implicados, no solo con la desaparición de 43 normalistas sino en general con el crimen organizado. La tentación de dejar de rascar es grande, quisiéramos no saber de las existencia de más cadáveres ni de más autoridades involucradas, pero mientras no lleguemos a la raíz, taparlo será sólo para que vuela a surgir, cada vez peor, como ha sucedido desde hace 80 años.
Hasta ahora el caso Ayotzinapa ha involucrado al menos a dos alcaldes, el secretario de salud, el procurador y al gobernador de Guerrero. Todos ellos participaron en el encubrimientos de un crimen que aún no está claro quién ordenó, pero todos hicieron algo para ocultar o proteger. ¿Es Ángel Aguirre el eslabón más alto de esa cadena?; ¿cuántas otras cadenas como estás hay en Guerrero y en todo el país?
En los próximos días Peña Nieto tendrá que decidir si le pone la cara al problema de la relación del crimen con la política, con las consecuencias de gobernabilidad que ello tendría, o mantiene la apuesta por sólo administrar el problema, como ha sido hasta ahora.
Lo primero que hay que tener claro es que no se trata, como se ha manejado en el discurso oficial, de una infiltración del crimen organizado en la política, sino de un aparato criminal organizado desde la política. Esto es, no es que el crimen toque la esfera política y la contamine, sino que la génesis de las mafias de este país es el propio Estado. Poner cara al problema puede significar para el presidente Peña Nieto que el tema lo arrastre, más aún de lo que arrastró a Felipe Calderón, y tener que renunciar a su famosa nueva narrativa. Administrar el problema, cerrar la herida sin quitar la pus, significaría esperar a que ésta vuelva a brotar, cada vez con más violencia y virulencia, sin que pueda preverse cuándo, cómo, ni a quién se le romperá la silla, porque el crimen organizado, cual polilla, seguirá minando las instituciones del Estado, hasta que un día, eso que perece un mueble firme, terminará por derrumbarse convertido en una polvareda.
La gran apuesta de este gobierno fue el crecimiento económico, poner a México en movimiento, tratando de mitigar el problema de la pobreza con programas sociales más agresivos, pero sin tocar la estructura social, y administrando el tema de la violencia y la debilidad del Estado. Ahora sí que valga la metáfora, los consultores reestructuraron el negocio (reformas estructurales), pintaron la fachada (nueva narrativa), pero no arreglaron los cimientos de la fábrica (las instituciones del Estado) ni el problema de la herencia (el reparto de la riqueza). Por más buenos administradores y mercadólogos que sean los Peña boys, si no se corrigen los problemas de fondo no hay negocio que marche.
No se trata, pues, sólo de un simple golpe de timón, sino de replantear la estrategia completa. Es el momento de Peña.