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Jorge Javier Romero Vadillo

24/10/2014 - 12:03 am

Iguala y el “narco”

En torno a la desaparición forzada de los estudiantes de la escuela normal rural de Ayotzinapa se han escrito ya miles de páginas cargadas de indignación y estupor, junto a sesudos análisis sobre las vinculaciones entre los políticos y los narcotraficantes que han dado como resultado hipérboles como la de decir que lo que existe […]

En torno a la desaparición forzada de los estudiantes de la escuela normal rural de Ayotzinapa se han escrito ya miles de páginas cargadas de indignación y estupor, junto a sesudos análisis sobre las vinculaciones entre los políticos y los narcotraficantes que han dado como resultado hipérboles como la de decir que lo que existe en México es un “narcoestado”. Hoy, como durante la última década, buena parte de los males del país, la causa de toda la violencia que lo atenaza, la principal fuente de corrupción de los políticos locales, la razón de la ineficacia de las policías municipales, se le atribuye al “narco”: una carcoma impersonal que impregna como la peste a la sociedad. Desde finales del siglo pasado, pero sobre todo durante el malhadado gobierno de Calderón, el narco se convirtió en el subterfugio para justificar la persistencia de muchas de las ancestrales taras del Estado mexicano. Calderón parecía suspirar: “Ah, si no hubiera narco, México sería jauja...”

El narco, así, aparece como un mal que llegó de fuera a acabar con la paz y harmonía de los mexicanos. Se trata de una imagen invertida en la que el efecto aparece como causa. En la realidad, eso que hemos dado en llamar narco es un producto de las flaquezas de un Estado construido sobre la base de negociaciones particulares que no ha terminado de construir un dominio real y simbólico basado en instituciones formales, en reglas del juego explícitas aceptadas y compartidas por la comunidad nacional. Es en los entresijos y costurones de la construcción estatal mexicana donde se produjeron las condiciones para que crecieran y se fortalecieran los grupos que hoy controlan territorios y le disputan al Estado el cobro de impuestos a cambio de protección. Como en la metáfora criminal de Olson, ahí donde el Estado deja de ejercer sus funciones básicas de monopolio de la violencia que garantiza la vida y la propiedad de las personas, sus competidores mafiosos ocupan el vacío y se convierten en chantajistas, con horizontes temporales de corto plazo, lo que los vuelve esencialmente depredadores de las comunidades sobre las que instalan su dominio.

Hoy las drogas son lo de menos para entender a estas organizaciones que han medrado en las grietas del mal cimentado edificio estatal mexicano. El despropósito de la prohibición y la persecución policiaca desmesurada del comercio de sustancias ilícitas —justificadas en nombre de la salud, pero que han terminado por enfermar con su estela de muerte a poblaciones enteras mucho más que la droga más letal imaginada— sirvió, de manera paradójica, para aumentar las oportunidades de grupos que de otra manera se hubieran podido mantener relativamente contenidos.

El mercado ilícito de las drogas se convirtió en la fuente de la acumulación originaria para organizaciones especializadas en mercados clandestinos. La “guerra contra las drogas” promovida en el mundo por los Estados Unidos —aunque asumida con entusiasmo por casi todos los países—, no sólo sacó de toda proporción el problema de salud asociado al consumo de psicotrópicos sino que generó incentivos perversos que acabaron por empoderar a quienes de otra manera hubieran sido bandidos comunes, como los que siempre existieron en México. De hecho, antes de que en la década de 1980 se convirtiera al tráfico de drogas en un crimen más abominable que el robo, el secuestro o el homicidio mismo, los traficantes mexicanos usaban dosis contenidas de violencia para resolver sus asuntos y los enfrentamientos con las fuerzas de seguridad del Estado eran esporádicos. Si bien es un mito la imagen idealizada del narcotraficante benefactor de su comunidad, la presencia de narcotraficantes no carcomía el tejido social como lo hace ahora.

Cuando se comenzó a perseguir al narcotráfico —un delito de mercado al fin y al cabo— con la violencia que debería usarse para contener los delitos depredadores, el precio de sus mercancías aumentó, con lo que crecieron los incentivos para participar en ese mercado y para defenderlo por la fuerza de quienes intentaban erradicarlo. La guerra contra las drogas empoderó a las organizaciones especializadas en mercados clandestinos y le proveyó los recursos para armarse y reclutar tropa en un campo sin muchas opciones de prosperidad para la población flotante, sin tierras y sin otras oportunidades además de la emigración al Norte.

La prohibición de las drogas prohijó a estás organizaciones especializadas en la violencia, las hizo crecer y multiplicarse. Sin embargo, hoy el comercio de las drogas no es ya el centro de su actividad. Si bien un proceso de regulación bien diseñado que le diera al Estado el control del mercado de las sustancias con las que hoy trafican los delincuentes tendría enormes beneficios para la salud de los usuarios y sin duda les restaría recursos a las bandas de criminales, el poder que han alcanzado sólo disminuirá en la medida en la que se reconstruya al Estado mexicano sobre la base de la legalidad. Una reconstrucción que debe comenzar en el municipio, la célula estatal más descompuesta precisamente porque sus funciones básicas han sido usurpadas por delincuentes despiadados sin limitaciones éticas ni, desde luego, jurídicas. Sólo si los municipios y los gobiernos estatales lograren construir no sólo las capacidades técnicas para contener la violencia sino la legitimidad social necesaria para utilizarlas podremos contar en México con una organización estatal que evite que sean los chantajistas mafiosos los que pretendan imponer su orden.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.
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