El secuestro y asesinato del diputado Gabriel Gómez Michel puso la lupa de la seguridad en Jalisco, un estado que vivió una larga etapa de tranquilidad con respecto a otras entidades de la República. Esta relativa seguridad, que no es que fuera buena sino menos peor que otros estados, estaba basada en la ausencia de disputa territorial o, si se prefiere, en el control férreo que ejercía en la plaza uno de los grupos de delincuencia organizada, el cartel de Sinaloa, representado por Ignacio “Nacho” Coronel.
La muerte de Coronel, la caída del Lobo Valencia, la aprensión de Joaquín “El Chapo” Guzmán y el debilitamiento de los Zetas y el Los caballeros Templarios, dejaron campo libre para el crecimiento del Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG), un grupo originalmente llamados “Los Torcidos”, escisión del cartel de Los Valencia y cuya forma de abrirse campo en el mundo de la delincuencia organizada fue declarando la guerra a Los Zetas (ellos fueron los organizadores de las matanzas de Boca del Río y Nuevo Laredo) y a los Templarios (armando grupos de autodefensa).
La expansión de este grupo ha puesto a Jalisco nuevamente en el mapa nacional de la delincuencia, como uno de los cinco estados donde el número de crímenes vinculados a la delincuencia organizada está por encima de la media nacional y con tendencia al alza. Pero lo más preocupante e inédito del caso de Jalisco, es que la delincuencia está tocando a la clase política local.
El caso de Gómez Michel se suma a al asesinato del alcalde de Ayutla, un municipio de la misma zona, Manuel Gómez Torre, apenas en agosto, pero sobre todo a 60 funcionarios públicos, desde policías hasta funcionarios de diversos ayuntamientos. Más allá crimen del diputado, en que el aún no hay elementos claros para formular hipótesis alguna, pareciera que lo que está detrás del asesinato de los 60 funcionarios es la búsqueda de un control territorial de la zona sur de Jalisco en la lógica en que operaban La Familia Michoacana o los Zetas en el norte del país.
Las lógicas territoriales se desarrollaron en los primeros años del siglo XXI por los cambios en la estructura del negocio del narco; pasamos de grupos dedicados al trasiego de droga, donde lo importante era controlar rutas y puntos de introducción de droga en la frontera, a organizaciones de delincuenciales con control de territorios y diversos delitos más allá de la producción y trasiego de drogas, como la extorsión, secuestro, robo de autos, corrupción gubernamental, etcétera.
Es claro que las policías municipales son incapaces de enfrentarse a un esquema de esa naturaleza y que es la fuerza única del gobierno estatal, las policías federales (la Seido, la PFP y la Gendarmería) y las fuerzas armadas (Ejército y Marina) los que tienen que hacer frente a este nuevo grupo, el problema, como siempre, es de coordinación.
A ningún gobernador le gusta aceptar que tiene un problema de estas características en su territorio, pero para resolver el problema lo primero que hay que hacer es reconocerlo, y entre más se tarde más cara será la factura para el estado.