Francisco Ortiz Pinchetti
16/09/2014 - 12:00 am
El traje del desfile
Algo le hizo el PRI a nuestras Fiestas Patrias que las dejó lánguidas y deslavadas. Quizá fue tanto refregarlas con el nacionalismo revolucionario. O simplemente sufrieron el mismo desgaste que la credibilidad del discurso oficial a través de los años. El caso es que hoy no tienen ya ni por asomo el color ni el […]
Algo le hizo el PRI a nuestras Fiestas Patrias que las dejó lánguidas y deslavadas. Quizá fue tanto refregarlas con el nacionalismo revolucionario. O simplemente sufrieron el mismo desgaste que la credibilidad del discurso oficial a través de los años. El caso es que hoy no tienen ya ni por asomo el color ni el sabor de otros tiempos. Ahora son más ocasión de reventón o desmadre juvenil que de alegre y fervorosa conmemoración, de fiesta.
Pese a todo, a mí me siguen gustando las Fiestas Patrias. Tal vez sea la pura nostalgia de otros tiempos, el recuerdo lejano de vivencias que se grabaron para siempre. De niño me encantaba el desfile del 16 de septiembre. El grito del 15 nos era un tanto ajeno a los pequeños, salvo que tuvieran la suerte de que sus padres los llevaran al Zócalo, lo que entonces se tenía por una aventura peligrosa, y no existía la posibilidad de verlo por televisión; pero el desfile no lo perdonábamos, aunque en esos tiempos pareciera que la parada militar se repetía exacta año con año.
No se me olvidan las escenas de los niños y las niñas encaramadas en los hombros de sus papás para ver el desfile por encima de la valla humana que se formaba a ambos lados de la calle, la abundancia de sombrillas multicolores con la que la gente se protegía del sol, las viejitas sentadas en sillas de palo que ganaban desde el amanecer el privilegio de la primera fila. Era un ambiente peculiar, único. Nosotros teníamos la ventura familiar de que un amigo de mi querido tío Enrico Pinchetti, prominente abogado fallecido hace poco, tenía su despacho en la avenida Juárez, cerca de la calle Dolores. Lo mejor es que contaba con un balcón que miraba a la Alameda Central, justo donde se ubica el Hemiciclo a Juárez. De modo que no podíamos tener mejor localidad, prestada además, para ver pasar las inacabables hileras de soldados vestidos de verde, los tanques de guerra, los transportes militares, los cañones, la caballería, los cadetes de la Heroica Escuela Militar, los marinos con sus uniformes blancos y su gorrita redonda, los médicos y enfermeras de la escuela Médico Militar. Al final venían siempre los bomberos, que eran los que se llevaban los más abundantes y contundentes aplausos, y como colofón los charros y las charras cuyos briosos y enjaezados corceles se encargaban de dejar como muladar el arroyo vehicular desde el Zócalo, todo Madero, avenida Juárez y Paseo de la Reforma, hasta Chapultepec.
Hubo un año, muy a principios de los años cincuenta, que recuerdo especialmente. La verdad es que no estoy tan seguro de tenerlo en la memoria de manera original, o si es producto de lo que, tiempo después, me platicaron mis hermanos mayores y tal vez de alguna fotografía que me muestra como yo supongo que me recordaba a mí mismo. ¿Se entendió? El caso es que tendría unos seis o siete años de edad. En vísperas ya de las Fiestas Patrias, mis padres me habrían llevado a la sastrería Macazaga, que estaba en Venustiano Carranza y Bolívar, a comprar un traje de paño gris, jaspeado, sumamente elegante. Era un traje de pantalón corto, que incluía una camisa blanca de cuello abierto. Me lo estrené para ir al desfile del 16 de Septiembre en el balcón del amigo de mi tío, peinado con un copete parecido al de Peña Nieto que mi mamá me conformaba tieso, tieso, con jugo de limón. Fue una experiencia seguramente inolvidable, porque hasta la fecha no se me olvida. Desde ese día memorable, mi trajecito nuevo se llamó El traje del desfile, que así me refería a él durante un buen tiempo. Dudo que haya llegado con él al desfile del año siguiente, porque seguramente habré crecido suficiente para dejarlo chico. “¿Me voy a poner el traje del desfile?”, preguntaba ante el anuncio alguna fiesta infantil, algún paseo.
Por lo demás, los días patrios me huelen todavía a pólvora de los cohetes, que entonces no estaban prohibidos; me saben a pambazo compuesto de papa con chorizo y tostada de tinga, me suenan a corneta de cartón y a matraca de madera y me recuerdan los judas de papel con cola con figuras de charro o de diablito que comprábamos en Madero y que tronábamos en el patio de la casa o, mejor, colgados de algún árbol durante un día de campo.
Pasar las Fiestas Patrias en el extranjero es una experiencia diferente. Les platico que solamente en dos ocasiones me ha ocurrido. Curiosamente, ambas veces que he pasado El Grito fuera de mi país ha sido en el mismo lugar y en dos años consecutivos: en Lima, Perú, donde me encontraba por motivos de trabajo. La primera vez fue en 1989. El embajador mexicano Jesús Puente Leyva me invitó a la celebración en la embajada de México, que ocupaba –y ocupa—una bella mansión en el barrio limeño de San Isidro. Puente Leyva, fallecido en noviembre de 2011, era de esos seres que uno se arrepentía por no haberlo conocido antes y no haberlo tratado más. Un intelectual y diplomático fuera de serie, cálido y simpático, ocurrente, que se ganaba a la gente en dos minutos. El festejo patrio en la embajada fue naturalmente sobrio y breve, con brindis de tequila, bocadillos mexicanos, banderitas tricolores y el Grito inevitable. Recuerdo que de pronto apareció en el patio donde estaban dispuestas mesas y sillas bajo un toldo el almirante Luis Carlos Ruano Angulo. Puente Leyva me lo presentó: era el agregado naval de la embajada. Un tipo alto, de cuidadísima barba blanca, impecablemente vestido con su uniforme de gala azul marino, donde destacaban insignias y condecoraciones, y tocado con su gorra blanca. Caminaba con parsimonia y traía consigo una caja de fina caoba, de no más de 40 centímetros de alto y de lado, con una agarradera dorada en la parte superior. El almirante la colocó sobre una mesa, sacó de su bolsillo una pequeña llave y abrió la chapa y la puerta de aquella caja sorprendente. De su interior sacó una copa coñaquera de cristal y una botella de Hennessy Paradis, no se me olvida. Se sirvió un trago, devolvió la botella a su lugar y levantó la copa para brindar: traía su propio y exclusivo licor, que a nadie convidaba.
Un año más tarde, –sustituido ya Puente Leyva por el embajador Edgardo Flores Rivas– encontré de nuevo al almirante en el mismo patio, con el mismo atuendo y la misma solemnidad, y con su cajita de caoba. Esta vez se sentó a mi lado y mientras degustábamos él su Hennessy y yo mi Sauza, platicamos sobre la grave situación que vivía en este momento el Perú, presa del terrorismo de Sendero Luminoso, que hasta entonces había costado ya más de 20 mil vidas. En un momento dado, con la misma delicadeza que gobernaba todos su movimientos, se inclinó hacia mí y me dijo en tono confidente, mientras apoyaba la mano izquierda sobre mi antebrazo derecho: “Les he dicho a los peruanos que esta guerra sólo terminará cuando no haya prisioneros”. Atolondrado tal vez por el tequila, tardé en medir la dimensión de su frase. Cuando la capté y sentí un leve dolor en el estómago, no dije nada. Preferí levantarme con una sonrisa, como la de Peter Sellers en La fiesta inolvidable, y me retiré hacia otro corrillo. (Un mes después, Ruano Angulo fue nombrado secretario de Marina por el presidente Carlos Salinas de Gortari “para poner orden en la Armada”, en sustitución de Mauricio Scheleske Sánchez, que renunció intempestivamente por razones nunca dilucidadas; pero esa es otra historia).
Por cierto, los peruanos acostumbran en sus días patrios saludarse con un “¡feliz 28 de julio!”, en referencia al Día de la Independencia de aquel país andino (consumada por el libertador José de San Martín, en 1821). Uno lo observa y lo oye constantemente, en la calle, en las tiendas, en las oficinas, en el transporte público. “¡Feliz 28 de julio!”. Pienso que sería difícil, pero bonito, asumir la costumbre y saludarnos por estos días con un cálido “¡feliz 16 de septiembre!”. Bueno, lo que pasa es que soy un patriotero sin remedio, al que emociona todavía con todo y sus juegos pirotécnicos el Huapango de Moncayo, (aunque esté más choteado que las frases de Chespirito); el Ballet Folclórico de México de Amalia Hernández (aunque sus danzas esté más adulterado que las enchiladas suizas de Sanborns) o los danzantes de La Villa (aunque de indígenas ya sólo tengan las plumas). Me gusta el mariachi, los sones huastecos, las jaranas y la música autóctona, vernácula y folclórica. Por eso añoro las Fiestas Patrias tricolores de otros tiempos, cuando de veras uno se emocionaba, con la boca llena de confeti. Y me encantaría ponerme este martes 16, de nuevo, mi Traje del desfile. Válgame.
Twitter: @fopinchetti
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