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Benito Taibo

07/09/2014 - 12:00 am

Memorial del asombro

La primera vez que vi a un mago en un escenario fue cuando tenía  doce años. No tengo idea de cómo se llamaba, pero era fantástico. Fue en el Auditorio Nacional durante una celebración del día del niño.  Yo iba con todos los alumnos de mi salón. Nos dieron bolsas con chocolates y cuadernos para […]

La primera vez que vi a un mago en un escenario fue cuando tenía  doce años. No tengo idea de cómo se llamaba, pero era fantástico.

Fue en el Auditorio Nacional durante una celebración del día del niño.  Yo iba con todos los alumnos de mi salón. Nos dieron bolsas con chocolates y cuadernos para iluminar.

El mago, vestido con un negro frac resplandeciente, hizo aparecer del aire mismo una paloma.

-La sacó de su saco.- Dijo junto a mí el pragmático de Manuelito.

-¿Lo viste?- Lo reté inmediatamente.

-Sí, lo vi. Tiene una bolsa pegada al saco y de allí van saliendo las palomas.- Dijo, con una sonrisa sarcástica surcándole el rostro.

Yo no veía la bolsa. Estaba completamente  fascinado por la actuación, las luces, la música, el olor a algodón de azúcar que lo impregnaba todo.

Luego, apareció un conejo que salió de un sombrero de copa y lo puso, agarrándolo por las orejas, sobre una mesita. Supongo que eso hoy no sucedería sin que brincaran airados a quejarse algunos defensores de animales (no sin cierta razón).

Y Manuelito no dijo nada esa vez sobre el saco lleno de palomas, porque el mago estaba en mangas de camisa. Pero no podía, ni quería quedarse callado.

-Ese truco me lo sé. El sombrero tiene doble fondo.- Y sonreía el niño, jactancioso, por poder revelar tan fácilmente todos los secretos del mago.

Uno por uno, fue estropeándonos, a los que estábamos a su lado, las ilusiones que se iban realizando en el escenario. Dando explicaciones que de tan contundentes, nos dejaban con el alma en los pies.

Los tambores y fanfarrias tocados por una orquesta en vivo, anunciaban el gran final.

El mago dijo por el micrófono que necesitaba a treinta niños para ayudarlo.

Los más de cinco mil que estábamos presentes, levantamos al mismo tiempo la mano, atrapados por un ensalmo poderoso.

Y el mago, no me escogió a mí. Pero sí a Manuelito. Que se levantó como un rayo de su asiento y fue corriendo hasta el enorme escenario.

Yo temí por lo que pudiera ocurrir. Manuelito era completamente capaz de hacerle una trastada al mago y estropear el acto. Le hubiera encantado que el hombre hiciera el más espantoso de los ridículos frente a esa multitud de enanos vocingleros, acostumbrados a utilizar el escarnio como  sistema para reírse del mundo entero. Me temblaban las rodillas esperando ese fatídico momento.

El mago, junto con tres guapas ayudantes de piernas larguísimas y faldas cortísimas,  puso una enorme  seda roja sobre el suelo mientras sonaba una música misteriosa y las luces iban bajando lentamente, hasta volverse todo penumbra.

Y los niños, agarrados de las manos, hicieron un círculo alrededor.  Desde mi lugar veía a Manuelito. Era el único de los treinta infantes que no sonreía.

Un minicabrón, podríamos decir.

El mago, amarró una cuerda que cayó de lo alto del Auditorio al centro de la seda, donde había una argolla plateada.

Y salió del círculo formado por niños y niñas.

Lo que pasó después, todavía viene de tarde en tarde a mi memoria, acompañado por los mismos destellos dorados de aquella mañana, de la misma explosión y el humo azulado que salió a continuación.

La seda subió a una velocidad increíble y las luces del Auditorio se encendieron todas, al mismo tiempo.

Y allí, en el centro del lugar, rodeado por treinta muchachitos que no se habían soltado nunca de las manos. ¡Había un elefante!

Un elefante hecho y derecho. De verdad.

Movía la trompa y las orejas y yo podía desde mi lugar verle incluso el blanco de los ojos.

Gritos, aplausos, más fanfarrias. Juegos de luces, pataleta generalizada sobre la madera del Auditorio que retemblaba en sus centros la tierra.

Luego supimos que a los niños los sacaron, sutilmente por los laterales del teatro.

El mago hizo una larga reverencia y el telón bajó, dejándonos a todos con la boca abierta y las sienes palpitantes. Sumidos en el estupor, la sorpresa, la maravilla.

Manuelito llegó acompañado por una de las ayudantes del mago hasta su lugar, a mi derecha.

Estaba mudo. Miraba hacia adelante como si hubiera visto un fantasma. Traía entre las manos una seda blanca (que luego nos enteramos, fue un regalo del mago).

No soporté la tentación.  Le di un codazo que lo sacó por instantes de su ensueño.

-¿Qué? ¿Se sacó el elefante de la manga?- Le dije con el tono más burlón que pude encontrar entre mis tonos burlones.

-No.- Contestó lacónicamente. Y no volvió a decir una palabra en las siguientes semanas. Por lo menos no a mí.

Toda esta historia viene a cuento, porque nunca más lo volví a ver. Y supongo que nunca lo veré. Se fue con su familia a vivir a Australia y allí hizo su vida.

Alguien me contó hace poco que el padre de Manuelito era mago. Yo no tenía ni idea.

Por eso se sabía casi todos los trucos que esa mañana luminosa presenciamos.

Casi todos los trucos.

Desde entonces, yo quiero creer que el inmenso elefante salió de la nada, tan sólo para darle una lección a un niño que no creía en nada.

Para devolverle el asombro.

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